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Channel: HOJAS DEL ABANICO
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 MUSEO DEL LIBRO Y DE LA PALABRA





HORACIO REGA MOLINA: EL CAMINO DEL SONETO


El siempre mágico mundo del poeta nos acerca necesariamente a un axioma: su obra es su biografía. En el caso de Horacio Rega Molina (1899-1957) la tarea creativa es tan descriptiva, tan declarada y testimonial,  que no podemos escapar a esa verdad que lo proyectó a la búsqueda de lo bello. El tono simbólico que uno advierte en su poética se ve reflejado en una temática directa, sostenida en el eje que hace equilibrar a la realidad cotidiana donde persiste alocadamente el amor mismo y la soledad. El escritor estaba preocupado por mostrar las sensaciones del movimiento, la luz, el color, las sutilezas cromáticas al describir un atardecer en esa ciudad babilónica con individuos sin ternura, donde el ser-real y el ser-ideal eran una fotografía quemada, un blanco y negro sin matices. Como diría su amigo, Conrado Nalé Roxlo: “Rega Molina era un enamorado de la forma vigilada y transparente”.
Se advierte en el poeta una doble visión subjetivada donde conviven su infancia aferrada a la ciudad de San Nicolás y la cartografía urbana de Buenos Aires. En ese aspecto el tono de su poesía es elegíaco y telúrico.
El creador se caracterizó por sublimar el soneto -las piezas más abundantes de su obra-, aunque también una enorme cantidad de poemas formados por cuartetas dan brillo a su tarea. La mayor parte de su poesía está escrita en endecasílabos, en heptasílabos y en alejandrinos. De lo que se desprende que Rega Molina fue un respetuoso de la rima.
Sin embargo, detrás de este hombre de rigurosidad extrema con su trabajo, aparece el otro Rega Molina que bien lo describe  Eduardo Pogoriles: “Era capaz de escribir los diálogos de la historieta El gato Félix en el diario El Mundo, enseñar castellano a los alumnos de bachillerato y anotar de paso -en algún boleto de tranvía- la semilla de un poema. Podía pasearse en camiseta y con barba de tres días por la redacción de El Mundo -donde fue crítico literario por tres décadas- para espantar a una mujer admiradora de sus versos. Era Horacio Rega Molina, un gran poeta argentino que amaba la disciplina del soneto, las bromas pesadas y el campo”.


Es sumamente importante para entender a Rega Molina como así también a todos aquellos poetas que podríamos encuadrarlos entre los años que van desde 1922 hasta 1930 aproximadamente, que las circunstancias sociales, políticas y económicas los hacen aparecer coexistiendo como ciudadanos activos bajo los mismos gobiernos (Irigoyen-Alvear). En su mayoría los decide tomar partido por determinados núcleos que se caracterizarían en los llamados grupos de Florida y Boedo. Florida con su dinámica de suprimir lo anecdótico y sublimar  la valorización de la metáfora y Boedo, insistiendo con su mensaje social y golpeando sobre la temática del marginal y del desprotegido. Es también muy cierto que no todos los creadores se alistaron en las dos tendencias y que incluso muchos, primero militaron en un bando y después aparecieron en el otro. De todos modos, en este contexto, lo significativo fue la evolución y maduración del trabajo literario y la ruptura de cierto lastre declamatorio. En ese aspecto el auge de la poesía logra ventaja sobre otras manifestaciones, esto se debe a que hay en el país y en el mundo un momento de crisis y de confusión de la humanidad, es decir que estamos ante un proceso de “nueva sensibilidad”.
Rega Molina se integró al grupo de Florida junto a Conrado Nalé Roxlo, Oliverio Girondo, Ricardo Molinari, Raúl González Tuñón, Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Norah Lange, Eduardo González Lanuza y al mismísimo Ricardo Güiraldes. También se sumó a los martinfierristas donde estrechó lazos de amistad con Nicolás Olivari, Jacobo Fijmann, Alfredo Brandán Caraffa, Roberto Ledesma, Carlos Mastronardi, Luis Franco y el intimista José Pedroni. Fue compinche de Roberto Mariani, César Tiempo y de Roberto Arlt, a quien despidió con un sentido poema en el Cementerio del Oeste, después de su muerte, representando a sus compañeros del diario El Mundo.
¡Si yo supiera todo lo que sabes
Lo que desde tu muerte has aprendido,
Lejos del canto y las palabras graves,
Fría la boca, inútil el oído!
A tu lado se plasman los matices
De la resurrección y mientras tanto
Te veo en tu centón de lodo y piedra
Acunado por  mórbidas raíces
Riéndote del ciprés y de la hiedra.

“El mono sabio”, como lo bautizaron sus compañeros del diario El Mundo, supo convivir en el ámbito de las redacciones y en la mística de esas calles que lo emocionaban cuando la madrugada lo llamaba al descanso. Ese diario que aparece a fines de mayo de 1928, traería una bocanada de aire fresco al periodismo hermético de La Nación y La Prensa. Una cofradía de audaces periodistas hizo dar un giro inesperado a la noticia fría y calculada. Rega Molina estaba entre los charlatanes que dominaban las calles buscando a los personajes trasnochados.
La editorial Haynes, ubicada en Río de Janeiro al 300, publicaba el diario El Mundo y las revistas Mundo Argentino, El Hogar y Selecta, además de imprimir toda clase de periódicos para terceros.
Rega Molina ya para entonces se había apasionado con el humor. En su paso por Crítica se encargó de traducir todas las historietas extranjeras que llegaban por agencia. Adopta el seudónimo de Remo Algani para mostrar esta faceta y con marcado brillo publica en la revista PBT su sección Tipos Populares.
Hace pocos años, el recordado Bernardo Ezequiel Koremblit, quien fuera un exquisito ensayista, notable periodista y humorista mordaz, en el homenaje brindado por la Academia Argentina de Periodismo a su trayectoria, en junio de 2006, reconoció que Horacio Rega Molina fue su maestro. Notoriamente sensibilizado, puntualizó: “de quien aprendí a ser temerario y osado ante cualquier dificultad literaria y periodística porque la timidez y la pusilanimidad reciben su castigo”.
Otro gran poeta, el sanpedrino Manuel Alcobre, quien fuera su entrañable amigo, lo recuerda así: “Su nombre seguirá vigente, como título de una vasta sinfonía de palabras que siempre dirán la belleza inextinguible de su espíritu. Era la suerte a la que aspirábamos, con poca fe, en prístinas tardes dominicales, al margen de la gran ciudad, necrópolis de muchas esperanzas”.
Es casi una obligación de nuestra parte traer también la palabra de Raúl González Tuñón cuando, dos años antes de su muerte, lo exalta  a su amigo en una conferencia brindada a sala llena en la ciudad de Rosario. El poeta de La calle del agujero en la media reconoce a Evaristo Carriego como el “iniciador” de la poesía argentina del siglo XX, a cuya sombra crecerían Baldomero Fernández Moreno y el “perdurable” en referencia a Jorge Luis Borges. Agrega González Tuñón: “Sin olvidar a los libros de los poetas de los años veinte, Nicolás Olivari, Gustavo Riccio, José Portogalo, César Tiempo y Horacio Rega Molina”.



Rega Molina fue un poeta amante de lo bucólico, incansable lector de los clásicos latinos, especialmente admirador de Quinto Horacio Flaco, un poeta reflexivo y satírico que supo interpretar como ninguno el elogio de una vida retirada y la invitación a gozar de la juventud. Siguiendo esta línea accedió a Quevedo, Góngora, Fray Luis León y  Garcilaso de la Vega. Pero de quien sin duda recibe su mayor influencia fue de Leopoldo Lugones, de él aprende la estructura del soneto y a la postre logra alcanzar  su estilo propio.
Su infancia transcurre en San Nicolás de los Arroyos, la ciudad situada en el extremo noreste de la provincia de Buenos Aires. Crece en el seno de una familia de clase media, propietaria de una confitería. El poeta recuerda ese ambiente ligado al aroma de pan caliente y a los dulces. Un poema rememora aquella lejana etapa:

BALADA DE UN DOMINGO DE MI INFANCIA

Mañana el maestro dará prueba escrita
(Mi infancia no tuvo sino días malos).
Sentada en un banco mi infancia recita:
Colón ha partido del Puerto de Palos.


Es día domingo. Llovizna. Hace frío…
…el cuarto es muy grande, yo estoy solo en él.
Parece que arrastra en el cuarto sombrío.
Su cola de seda la reina Isabel.


Es día domingo. Con una constancia
que más dolorosa no pudo haber sido,
sentada en un banco, repite mi infancia:
del Puerto de Palos, Colón ha partido.

Las seis de la tarde. Se encienden candelas.
Se cierran las puertas. La casa es distinta…
Dan miedo, dan miedo, las tres carabelas
la Santa María, la Niña y la Pinta.


Deja la ciudad a los 17 años peleado con su padre quien no entiende este ánimo de aventura y la decisión de ser poeta. Se advierte en su primera etapa que Rega Molina llega a la gran ciudad imbuido de la hegemonía lugoniana. Sus primeros textos son una radiografía de la pluma leopoldina y es el propio Lugones quien se asombra de su discípulo.
En 1919 Rega Molina da a conocer su primera obra La hora encantada. Ya en el segundo El poema de la lluvia (1922), con perfil propio, el maestro de Lunario sentimental le destina un elogioso comentario bibliográfico.
Hay una suerte de sentimiento partido en la obra de Rega Molina. Nunca termina de desprenderse de su  ciudad natal y tampoco logra aferrarse a Buenos Aires. Hablamos de un Rega Molina de pueblo y otro de ciudad, luchando constantemente entre versos sensibles que caen en la melancolía.

LA LETANIA DEL DOMINGO

Como es día domingo, por la ciudad me pierdo.
Busco una calle muerta para mi poca fe.
La calle tiene un nombre que ahora no recuerdo
porque en un mismo sueño lo supe y lo olvidé.

La calle es como un niño que por la vez primera
busca sin esperanza un juguete perdido.
Su manera de hablar fue antaño mi manera
y su cabeza rubia, yo también la he tenido.

Tristeza del domingo. La soledad me agobia
y de improviso siento la pena singular
de que, sin conocerla, yo he tenido una novia
que en este mismo instante me ha dejado de amar.

La calle se ha llenado de parejas furtivas...
Un ómnibus vacío compendia mis dolores,
y siento que las únicas manos caritativas
son las manos de bronce que hay en los llamadores.

El domingo es el drama del hastío y del ocio,
es un palo vestido con cintas y sonajas.
Deseo madrileño de poner un negocio
con un billar de lance y un mazo de barajas.

Es como esos jardines que hay en los hospitales.
Es la vulgar cadencia de una música en boga.
Tiene las etiquetas y los sellos usuales
de un frasco destapado que contuvo una droga.

Es, en cualquier esquina, el bastón y el sombrero
de un burgués que se mira los botines lustrados,
y la satisfacción de un sobrio jardinero
que anda por una calle con árboles podados.

Aparece, indeciso, al fin de la semana,
cual de una bocamanga la mano de un enfermo.
Y es también un hortera con alma veneciana
que va a remar, de tarde, al lago de Palermo.

Si adquiriera, de pronto, contornos personales,
con la necesidad de ganar su peculio,
sería un vendedor de tarjetas postales
en una librería del Paseo de Julio.

Es uno de los días más trágicos y crueles.
Triste como un desfile de Ejército y Armada.
(Hay también otro ejército con muchos coroneles,
y es el de Salvación, que no ha salvado nada.)

Domingo, el almanaque te anuncia al rojo vivo
pero tú necesitas un color con sordina,
como un farol chinesco, será decorativo,
pero la luz que arroja no viene de la China.

Yo lo suprimiría, sin cargo de conciencia,
suprimiría el día y el hombre endomingado.
Pero es fatal, como esa ridícula frecuencia
con que se da un tropiezo en un patio alfombrado.

También suprimiría la calle, en la que exponen
los árboles urbanos su edilicio follaje.
¿Qué será de la calle cuando ellos la abandonen
para formar, más lejos, otro nuevo paisaje?

Guiñándome su ojo de vidrio en la capota
pasa un coche vacío, reumático, terroso,
la luna, sobre el cable de una esquina remota,
ha colgado su antiguo letrero luminoso.

Y el domingo es como una lata de caramelos
que en el atardecer ha sido terminada.
La calle se proyecta, entre los rascacielos,
como una galería de ciudad sepultada.

Entonces interpreto, bajo la trapisonda
de las calles lascivas y la innumera gente,
los ojos enlutados de la mujer que ronda
y atisba, tras los vidrios del cafetín, un cliente.

El domingo, en estado comatoso y de fiebre
me ve, sin domicilio, caminar con desgaire;
he sido mi arquitecto, mi albañil y mi orfebre
mas la ciudad no admite castillos en el aire.

Pero qué importa, en medio de gritos y de fugas,
ya la edificación, sin ruido, se desploma,
y en un encogimiento de pliegues y de arrugas
la ciudad se desinfla como un globo de goma.




AL POETA ANDRÉS DEL POZO, QUE ME ENVIÓ UNA BALDOSA DE LA CASA NATAL DONDE NACÍ

Oh tú, que al repertorio de mis penas
envías de mi casa una baldosa,
en la que el tiempo, que jamás reposa,
fijó recuerdos y detuvo arenas.

Pequeño territorio donde apenas
cabe mi pie, y adolescente rosa
por su color; y por su forma, losa
del primer niño que se ahogó en mis venas.

Cuando pienso en el patio y su rumores,
en el hueco dejado, y que así rueda
hasta mi amor, abandonando amores,

en parecida soledad me encierro,
pues desde ahora todo lo que queda
fuera de esa baldosa es mi destierro.

En 1923 el poeta sacude con  El árbol fragante, editado por el autor en un momento político donde el clima social estaba enrarecido y Alvear  emprendía la realización de numerosas obras públicas.
En la Unión Cívica Radical se profundizaba la división entre “peludistas” y "antipersonalistas" y Jorge Luis Borges irrumpía con Fervor de Buenos Aires.
En Italia se disuelven todos los partidos políticos con excepción del fascista. Hitler frustra un golpe en Alemania y Ortega y Gasset funda la Revista de Occidente.
Rega Molina lejos de la tormenta nos invita a soñar.

NOCTURNO DE LOS CUENTOS INFANTILES
En la noche, he deseado, distendida la mesa,
sobre los duros brazos apoyar la cabeza

y quedarme dormido como si fuera un niño.
Tener un dulce sueño, como un viejo cariño,

en que pasen cantando parejas de soldados,
en que vuelen estrellas y pájaros dorados.

Ya se fueron los tiempos de la niñez florida
donde nuestra cabeza se quedaba dormida

junto a la dulce lámpara, en un sitio cualquiera...
Oh, si Dios me dejara soñar lo que quisiera.

PÓRTICO
Lector, si algo en mi libro falta o sobra
merced te pide mi emoción contrita.
Sólo se alcanza a ver después de escrita
la imperfección humana de la obra.
Así también, sin parecer herido,
bajo el sol que lo dora con su llama,
si el árbol tiene seca alguna rama
sólo se sabe cuando está florido.
En 1925 Rega Molina presenta La  víspera del Buen Amor y recibe el espaldarazo de Leopoldo Lugones. El aval de su maestro lo acredita en el ambiente cultural y lo pone a la altura de las voces más representativas de ese período junto a José Pedroni y Conrado Nalé Roxlo.

LA HERMANA
En esta noche clara de verano
que en un sopor de fuego nos abrasa,
qué bien se está, bajo la luz escasa
del velador, junto al oscuro piano.

Todo esto es dulce, y por mi mente pasa
el deseo infantil de ser tu hermano,
y caminar, llevado de la mano,
por las habitaciones de la casa.

Tú me comprendes, rubia compañera,
y en tu sonrisa inmóvil y hechicera
adivina, con íntima ventura,

que no te has olvidado todavía
cuando en la infancia generosa y pura
yo era tu hermano y tú la hermana mía.

Ese mismo año gana el Premio Municipal de Poesía y en 1928 se presenta con Domingos dibujados desde una ventana. Tres años después Rega Molina regresa con Azul de Mapa y en 1936 retorna con La posada del león (misterios dramáticos en tres actos). Poco antes de terminar la década aparece Sonetos con sentencia de muerte y otros poemas de arte menor y su consagratoria Oda Provincial.


ODA CON UN CABALLO PATRIO

El caballo encontróse de pronto con que le faltaba el cuerpo del jinete.
Ninguna afirmación entre el cenit y su lomo.
Bravocea al desafío atávico de las distancias.
Su indeleble trote era merced innecesaria
pues hecho estaba al peso de una imagen cuyo nombre
hacía volver la cabeza al enigma
aunque era como el árbol, que ya nace descrito
y patriarcaba, dichosa, en el vino nuestro de cada pulpería.
Las riendas perdían ataduras de la soledad
acariñado el amarillecer del pasto fundido al suelo como sarro
en esa fosca noche
en que una estrella le roba el fuego a otra estrella.
La bien hinchada luna olía a frutos del país.
Entonces se detuvo, levantó la testa, dilató los ollares,
miróse luego los cascos que malhirieron el sentido dinástico de las flores
olió su propio olor de fogata de cuero,
y se reconoció potro nacido a cuatro rumbos,
aquella mañana, cuando el oírse como en los primeros tiempos
el versículo veintiocho del Génesis
los hacendados pusieron en el fuego los hierros de marcar.
Su condición de bestia caída, expulsada del paraíso de las bestias
tórnose portentosa al dejarle la sombra
tan sólo las formas más salientes
como esos objetos envueltos en un lienzo.
La mitad de la noche parecía haber encontrado el buen camino
de su estado a la espera de un acto, de una súbita
iluminación del espíritu nocturno.
Y pensó:
Todos los días hay alguien que resucita.
En ese mismo instante fue tomado de las riendas
hacia un espacio de otra geografía equivalente a su tamaño,
crecido milagrosamente en el lugar donde estaba
con límites de palenques florecidos por la fiebre de la madera
porque las tierras donde nacen y mueren los caballos
son las favoritas de Dios.

Horacio Rega Molina el 13 de setiembre de 1941 fue un entusiasta colaborador en los Juegos Florales de San Nicolás, la ciudad que nunca olvidó, organizado por la Sociedad Protectora de la Orfandad y presidida entonces por la señora Paca Hermosa de Córdova
A mediados de 1942 el poeta entrega La vida está lejos (misterio dramático) y seis meses después aparece un grupo de ensayos breves y glosas reunidos en La flecha pintada. Una nueva antología cierra el año: Raíz y Copa, editado por Losada.


A partir de este momento comienzan ciertos cambios en su vida, en rigor todo tiene que ver con el período de crisis que constituye un cambio decisivo en la historia argentina. Estamos en presencia de un desarrollo social y política que impulsaría transformaciones que dejarían huella en toda la sociedad. Nacía el peronismo y ya nada sería igual.
El malestar en las calles se advertía por la adopción de medidas de carácter autoritario: clausura de diarios, intervención de universidades, detención de sindicalistas tildados de “comunistas”, disolución de los partidos políticos, en defensa de la moral cristiana se implementaría la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en la escuelas, se censuran ciertas letras de tango y se comienzan a prohibir textos y autores.
El 27 de octubre de 1943 el Coronel Juan Domingo Perón es nombrado director del Departamento Nacional del Trabajo, luego convertido en Secretaría de Trabajo y Previsión Social. Aquí comienza otra historia.
Durante 1945 Rega Molina despierta a su público con un texto distinto: Polifemo o las peras del olmo (misterio dramático pastoral en 4 jornadas).
En mayo de 1946 Rega Molina visita San Nicolás como escritor consagrado y se hermana con el Grupo Arroyo del Medio en la Casa del Acuerdo, en un recital memorable. El autor llega con su nuevo poemario Patria del Campo, que lo da a conocer en su tierra antes que en Buenos Aires.
Rega Molina paulatinamente se va acercando al peronismo, la figura de Evita le despierta interés. Es la propia Eva Duarte quien lo invita a participar de una peña de escritores que se reunían una vez por semana en el Hogar de la Empleada, en Avenida de Mayo 869. Allí vivían mujeres del interior que llegaban a Buenos Aires sin recursos económicos. Los viernes, junto a otros escritores, cenaban y después leían sus trabajos. Muchas veces Eva los acompañaba y los estimulaba para que no abandonaran la tarea de despertar el espíritu creativo.
Al autor lo reconocen en 1951 con el Gran Premio Municipal de Poesía y el Primer Premio del PEN Club, la asociación mundial de escritores fundada en Londres en 1921 para promover la amistad y cooperación internacional entre sus miembros de todo el planeta. Casi simultáneamente publica Sonetos de mi sangre.
Ese año fue significativo para el poeta. El 8 de setiembre se anunciaba la aparición del libro La razón de mi vida de Eva Perón. Una semana después la Casa Peuser confirmaba el adelanto:“Ediciones Peuser se honra en brindar al lector una obra ansiosamente esperada, de indiscutible valor literario y de gran interés político”.
Estas líneas figuraban en la solapa de una edición de 300.000 ejemplares – la más importante en la historia editorial de la República Argentina – impresa en la segunda quincena de septiembre y lanzada el 15 de octubre de 1951. Al acto concurrieron el Presidente de la Nación, Juan Domingo Perón y entre otros, José Espejo, quien era por entonces Secretario de la CGT y representante del sindicato camionero. El libro fue presentado por Rega Molina a quienes muchos lo señalaban como el “ghost writer” que prestó su pluma para plasmar el libro. Según su amigo Carlos Selva Andrade esto fue una gran mentira. Rega Molina solamente se encargó de darle la bienvenida al texto por pedido de Raúl Apold, el jefe de prensa del gobierno peronista.



Meses después, el gobierno intentó internacionalizar la obra de Evita, pero las más importantes editoriales se negaron a imprimirla. La CGT repudió públicamente esta postura, que fue encabezada por las firmas norteamericanas.
Evita se encontraba en la última etapa de su enfermedad terminal y a través de esta obra relató su autobiografía explicando "las raíces íntimas de su gran amor por el pueblo" y por el hombre a quien había decidió acompañar, Juan Domingo Perón. A los pocos meses, Evita moría.
Este hecho marcaría en la vida de Rega Molina un estigma que no lo abandonaría por el resto de sus días. Ya la salud de poeta comenzaba a dar su primer alerta y una suerte de retiro voluntario se impuso innecesariamente. En 1954 lanza su Antología poética que se une a la Colección de poemas.

MORTALIDAD

En esta urbana reclusión avara
en que me desconsuela estar conmigo
no quisiera que el campo me tomara
ni ocupar el lugar donde está el trigo.

No quisiera ser agua, turbia o clara,
pájaro que a su canto busca abrigo
como si fuese amor lo que cantara
como es indiferencia lo que digo.

Todo es mortal y se me va muriendo.
¿Cómo escucharme yo? ¿Cómo escucharte
si no comprendes y si nada entiendo?

Ni siquiera a la voz desconocida
que me dice, desde ninguna parte:
acércate que el cielo está con vida


COSAS

La perilla del timbre,
el sillón de baqueta,
y la mesa de mimbre
sobre la que gotea una maceta.

Dejadme que entre todas
esas cosas recuerde,
un retrato de bodas
en un marco de terciopelo verde.

Y el viejo aparador con guarniciones,
que en memoria del tiempo que ha corrido,
conserva en sus cajones
un pedazo de pan endurecido.

Mi corazón, con lágrimas piadosas,
se conmueve ante la naturaleza
de todas estas cosas,
que no son tristes, pero dan tristeza.

PATRIA DEL CAMPO
Rojas, azules, verdes, amarillas.
El pico abierto, el ojo entrecerrado.
Canta el punzante gallo y en astillas
rompe su canto un aire congelado.
Endardada en la niebla comarcana
allá lejos la iglesia monologa.
Eternamente, desde la campana,
como un hilo de miel, cuelga la soga.
Arde dentro en marea parecida
a la de celestiales resplandores,
la vela donde está reproducida
la imagen de la Virgen, en colores.
Ven a ver la hendijuela que me toca
de esta puerta sin llaves ni cerrojos;
el humo azul que sale de mi boca,
la paloma que me entra por los ojos.
¡Ay del poder vivir entre las cosas
hechas por Dios, como también deshechas,
donde las rosas no son más que rosas,
de serlo, y de su nombre satisfechas!
Patria del campo para el que no tiene
que esperar, y no espera, ni ha esperado.
Y llama al ángel, que en seguida viene
o por el cielo, o por el río, a nado.
Patria mía del campo, que se esconde
entre taimados frutos, y hace acopio
de bienestar en estas casas, donde
toma el nombre como fuerza de propio.
El color categórico de granja
en las ventanas y postigos sopla
del comedor, por el que la naranja
se pasea, lo mismo que en la copla.
Solo estoy. Ni me tienta ni preocupa
la refacción, que espera, casi fría.
La cabecera de la mesa ocupa
el cielo, comensal del mediodía.
Y pienso que esta paz es la guardiana
de todo bien, de toda cosa bella.
Y mi mano acaricia una manzana
y hasta se deja acariciar por ella.
Aquí todo perdura, en el sentido
fundamental de la cosmología;
ponte un pájaro muerto en el oído
y escucharás su canto todavía.
Aquí no importa el vaho de la nada,
la defunción gratuita a pino y yeso,
si la fosa común fue ya ensayada
en el hotel con camas desde un peso.
¡ Ay! Yo quiero morir entre arboledas,
morir al filo de las casuarinas. ¡
Llevadme en carro cuyas cuatro ruedas
sean cuatro coronas y de espinas!
¡Ay!, yo quiero morir en este manso
comedor, de frescura y gruesa lumbre,
junto al ajo que crece sin descanso,
junto a la pera que destila herrumbre.
Y quiero los teñidos redondeles
de los vasos, la mácula que amengua
la desbordada cal de los manteles,
y el picotazo del ají en la lengua.
Aquí quiero quebrar mi aburrimiento
con ese sobresalto: la gallina,
y el pejerrey, magnífico y sangriento
como un rey de baraja en la cocina.
Aquí quiero la inédita pereza
que da el río, por valles y por sierras.
Lo natural de la naturaleza, y las tierras
que aún se llaman tierras.
Aquí, por solo amar, tuyo es lo que amas.
El campo junta. Ventarrones chocan.
Y hay cielos de distancia entre las ramas
de árboles que parece que se tocan.
Aquí el vino está lleno de rumores,
y al volcarlo en la cuba de madera,
oyes el habla de los viñadores
y el ruido del racimo y la tijera.
Aquí, al cabo de siegas y de trillas,
contra la tapia de ladrillo rancio,
la madre sienta al hijo en sus rodillas
eternizando su último cansancio.
¿Qué cuadro has de pintar? Ven.
No te importe pincel, paleta, espátula, tablero.
El gallo, tan jurídico en su porte,
posa para la tapa del tintero.
En palmípedas hojas de lechuga
tiembla el rocío. Vuela ya la urraca.
La húmeda paja del establo enjuga
el llanto del caballo y de la vaca.
Ven, que para cualquiera rebeldía
tienes dorada pólvora de estambres,
te da el cañaveral fusilería
y el abrojo electriza los alambres.
Patria del campo es esta, para goces
de una igualdad contada con plurales.
Si vienes, no me llames dando voces
y búscame apartando los trigales.


Horacio Rega Molina queda excluído, la Revolución Libertadora dará crédito a otros escritores y silenciará a quienes habían adherido al peronismo. Enfermo de tuberculosis fallece el 24 de octubre de 1957. En 1966 la Editorial Eudeba lo rescata en su libro Serie del Siglo y Medio con un estudio preliminar de Manuel Alcobre. Ya en 1994 la Editorial Plus Ultra edita sus dos libros póstumos Oda de Vivac y de un caballo y Conservación del Fuego con prólogo de Alberto Blasi Brambilla, donde se observa a un Rega Molina desembarazado de la rima clásica del soneto y clarificado con un verso libre.
El 2 de julio de 1996 por iniciativa de sus coterráneos, el Concejo Deliberante de San Nicolás dispuso la designación de Día de la Cultura Nicoleña, el 10 de junio, fecha del natalicio de Rega Molina.
Había escrito: Déjenme así, mi corazón no pide nada más/ pues no hay vida tan hermosa/ como la que uno para sí decide./ Mi arcilla es mía, nadie hará otra cosa.
Su poesía está viva y entre nosotros, al alcance de la mano, en espera, aguardando un momento de calma en un café de esta Buenos Aires frenética o en el silencio trémulo de una tarde de siesta en San Nicolás de los Arroyos. 



Article 23

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LUIS FRANCO: EL VERSO REBELDE DEL LABRADOR


La voz poética  y obrera de este hombre  que presentó ante la sociedad un mundo ligado a la conducta del trabajo rural y a la intimidad lacerante de la tarea rústica, es una valiente demostración del compromiso asumido por un ser extremadamente sensible que rechazaba toda categorización vana y reconocía “una repugnancia orgánica por los ismos en política como en literatura”.
Luis Leopoldo Franco (1898-1988) fue un rebelde de carácter intransigente que cargó con el peso de la censura y la falta de apoyo de gran parte de sus contemporáneos. Tal cual advierte Lucas Moreno, en la presentación de la antología poética editada por Eudeba, en 1964, “es el Luis Franco, como artista y como hombre, un caso único en nuestras letras. Tal vez para ubicarlo pudiéramos afirmar que es el antiintelectual por definición, si por intelectual entendemos la idea tradicionalmente aceptada de un profesional del intelecto que asume, por la jerarquía social de su trabajo, una función que lo exime de todo compromiso con su tierra y su tiempo. Como si dijéramos un presunto puro cerebro sin manos, alienado de la vida y con la sola preocupación de su oficio que amenaza convertirlo de hombre en abstracción.
Son conocidas las múltiples ocupaciones que le posibilitaron afirmarse y defender su libertad interior, su insobornable independencia de criterio y opinión, tan difíciles de mantener en nuestros días.
Con el concurso de sus manos, como el griego de los tiempos de Esquilo, fue logrando las bases mínimas de una vida austera. No desechó oficio ni menester por elemental o humilde que fuese. Labrador en Belén de Catamarca, su pueblo natal, cultivó durante largos años un predio por demás desparejo y fragoso, hasta nivelarlo, llevándolo luego, con muy escasos y rudimentarios enseres de que disponía, a un aceptable rendimiento, al combinar el cultivo de cereales y pastos con la vid. Más de diez mil cepas plantó a lo largo de esos años con sus propias manos. No se conoce entre sus colegas de la literatura quien pueda hacer una afirmación en igual sentido”.
El caso de Franco  se asemeja a la mística de Horacio Quiroga, José Pedroni o al de Miguel Hernández, en España. Cabe recordar que Franco sufrió cárcel por defender el agua de riego de su pueblo, lo que demuestra que fue un hombre sin falsas posiciones, un verdadero poeta y predicador, un artesano de las letras.
Su leyenda queda también asegurada  con opiniones de autores como Leopoldo Lugones y Roberto Arlt. Dice el autor de Romancero: “Este poeta Luis Franco nació con la facilidad, que es un don del ala. Canta como el pájaro, por llamamiento de la naturaleza… he aquí un poeta pagano que ama la vida y la canta porque la siente bella en la delicia de su amor… tanto la goza, con tanta sinceridad se entrega a su emoción que canta en noble verso al propio cuerpo viviente”. Arlt, por su parte, focaliza que “Leyendo a Franco he recordado la talla de los superhombres que hombrean el renacimiento y almacenan en sus cuerpos una fuerza cómica, lo suficientemente vasta para transformar un bosque de piedra en multitud de dioses gigantes… así de pronto he sentido que era necesario que le comunicara no sé a quién la altísima hermosura de este libro, sus silencios cargados de perfumes rojos…”



Por su parte, Daniel Campione, en el estudio preliminar de la edición de La pampa habla, de la Colección Los Raros, publicado por la Biblioteca Nacional, se refiere al poeta en estos términos: “Luis Franco fue un intelectual rebelde, marginal en buena medida por propia decisión. El haber recibido elogios de Leopoldo Lugones en su primera juventud por su obra poética, o de Roberto Arlt, más tarde, o que se le hayan otorgado algunos premios, no lo disuadió de volverse a vivir durante largo tiempo a su pueblo natal, Belén, de Catamarca, a trabajar en tareas rurales. Franco construye su propio personaje, incluyendo retazos sarmientitos y whitmanianos, dos personajes admirados y biografiados por él. Se ve a sí mismo como un escritor con la característica particular de sustentarse con el trabajo de sus manos, como el poeta-profeta que es funde con la naturaleza y el mundo mismo, luchador solitario que se eleva por encima de su entorno pronunciando verdades poco agradables. Su formación en gran parte autodidacta y su completo extrañamiento de los ámbitos académicos le aseguraban, a su juicio, independencia intelectual. Hizo un culto de la vida austera, de lanzar sus libros en pequeñas editoriales vinculadas a la izquierda, de no comprometerse con el poder económico, político y cultural en sus diversas formas”.



En este mismo aspecto, conviene destacar lo puntualizado en el Diccionario de la literatura latinoamericana que avala la Organización de Estados Americanos. En el estudio referido al poeta se detalla que “en general, lo que Franco persigue es la reivindicación de los valores esenciales de la personalidad humana, según ciertos ideales de  emancipación social. En su misión redentora hay una profunda fe en el pueblo como nuevo y único protagonista de la historia, una indudable sinceridad y una constancia que hablan de su integridad moral, de su conducta cívica irreprochable. El poeta alciónico se ha convertido en el vate de otros tiempos: acaso como diría Selley, en el `legislador no reconocido de la humanidad´”
Alberto Hidalgo Lobato poeta y narrador peruano quien se cuenta entre los introductores del vanguardismo en la literatura de su país, es  preciso en su opinión: “…Franco se encontró así mismo y la Argentina ha podido volver a ocupar el lugar que perdiera con la desaparición de Lugones: uno de los primeros puestos en la poesía americana. Pues he aquí una verdad indiscutible y que proclamo a pulmón pleno con ánimo indudable de despeinarles el copete a unos cuantos ilusos: una voz continental como la de Lugones, par de las de Walt Whitman y Rubén Darío, de José Asunción Silva y Santos Chocano, de Díaz Mirón y Guillermo Valencia, de Herrera y Reissing y Amado Nervo, no había sido escuchada en este país hasta la madurez actual de Luis Franco. Ya en otra edad, distintos gustos y diversas escuelas, su nombre es el único en el Río de la Plata que puede pronunciarse al lado de los de un César Vallejo y un Pablo Neruda, dos de los cuatro astros de hoy”.


Luis Franco nació en Belén, Catamarca, un 15 de noviembre de 1898. La ciudad fundada por el Pbro. Bartolomé de Olmos y Aguilera, recibió el nombre en recuerdo de la Virgen del Santuario de Nuestra Señora de Belén de España. Hijo de Luis Antonio Franco y de Balbina Acosta de Franco. Poco antes de terminar la escuela primaria, su familia se trasladó a la capital de la provincia para que sus hermanos mayores y él realizaran los estudios secundarios. Se destacó como alumno en el Colegio Nacional. A la par satisfacía su curiosidad de vida y del mundo a través de los libros. Sus compañeros recordaban que en los partidos de fútbol -Franco por su estatura fue arquero- ojeaba un libro cuando la pelota estaba lejos. Para liberarse del colegio, dio los dos últimos grados en un año y volvió a Belén. Al año siguiente (1918) con sus recién cumplidos diecisiete años, gana el Premio de Honor en el certamen literario “Juegos Florales”, presidido por Jaimes Freyre, con su Oda Primaveral. La prensa del país y la popular revista Caras y Caretas comentaron ese pintoresco episodio ya que, llegado el día en que se entregaban los premios y sin tener noticias del ignoto escritor, éste se presentó, acompañado de un peón, habiendo viajado en lomo de mula durante dos días a la ciudad de Tucumán, para recibir la distinción.
En 1920, publica su primera obra La flauta de caña. Jorge Tula, editor de la revista Pasado y Presente, nos orienta: “A partir de la atmósfera idílica y equilibrada -al modo de poetas clásicos como Teócrito- que rodea su primer y más conocido libro de poemas, La flauta de caña (1920), el poeta mantendrá una postura celebratoria de la existencia en un universo en el que el ser humano es la medida de todas las cosas. Para él, la naturaleza es espacio sagrado por excelencia y el único sitio donde es posible la existencia digna del hombre, que es sagrado, también, en cuanto a su relación con lo circundante, es decir, en armonía con el cosmos”.

ALABANZA
Tomando los latidos del corazón por pauta / te alabarán los ritmos más claros de mi flauta.
Floreció ya tu sangre primaveral de amor /  y así tu cuerpo púber en un  durazno en flor.
Bajo el percal avisan su vigor y su exacta / curva, tus pechos duros de doncellez intacta.
Un hoyuelo de dicha te hace en cada carrillo / la sonrisa que muestra tus dientes de quesillo.
El verde de los huevos que suele en los rastrojos / dejar la martineta, lo tienen tú en los ojos.
Un orgullo secreto mima tus primaveras / y hace cantar la virgen línea de tus caderas…
Y es plácido lo mismo que el rumor de las aguas / en la acequia, el ligero rumor de tus enaguas.
Y nos dan las albricias de tu carne morena / un olor de albahaca y olor de verbena.

Silvina Avellaneda en su crónica La leyenda de un “orejano” indomable publicada en la revista Eñe, del 23 de enero de 2010, nos lo presenta a Franco de esta manera: Su literatura trenzaba la sutileza con el desborde. No tuvo dios, pero celebró el amor y los ídolos. Fue aforista, leñador, ermitaño y –ante todo– franco”.
Esta crónica, pocos días después tendría su réplica a través de Demián Paredes, quien espeta:“La nota aparecida en Ñ el 23/01/10, “La leyenda de un ‘orejano’ indomable”, dice que al poeta y escritor LuisFranco, “por su ateísmo y su carácter intransigente, se lo identificó con el comunismo y con el anarquismo”. Sin embargo, no fue por ello sino porque era simpatizante del trotskismo: Franco, gran poeta y escritor comprometido, admiró “la literatura y la conducta heroica” del revolucionario ruso León Trotsky, quien luchara en la URSS contra la burocratización del Estado obrero en manos de Stalin.
En síntesis, Franco no tuvo una “identidad” comunista y/o anarquista; simpatizó con las ideas de León Trotsky desde temprano (de hecho escribió un poema-homenaje a Trotsky en 1940, a los pocos días de su asesinato, en contra de Raúl González Tuñón), participó de la revista Estrategiacon Nahuel Moreno y el historiador Milcíades Peña, adhirió al PST y estuvo en el Congreso de fundación del MAS a inicios de los ‘80. Por lo tanto, lo correcto es decir: el gran poeta y escritor LuisFranco también fue trotskista (más allá de cambios de posicionamientos políticos respecto a temas como la burocratización de la URSS que expresara a lo largo de su vida).
Louis Sala-Molins, ensayista y filósofo francés además de prestigioso académico de la Sorbona, al lanzar en París la versión francesa del Pequeño diccionario de la desobediencia, define a Franco como "ese argentino opuesto a las ortodoxias, ese mago del verbo que transforma en esperanzas de albas transparentes el tenebroso galope de las pesadillas".


Franco hizo el servicio militar en Buenos Aires, período en el que pasó gran parte del tiempo en el calabozo a causa de su temperamento. Inició la carrera de Derecho, la cual abandonó en el segundo año cuando advirtió “su escasísima fe en las verdades universitarias e intuyó su incompatibilidad total con la jurisprudencia”.
En 1921 aparece  Coplas (Poesía)y América inicial (Prosa). Dos años después presenta  Libro de gay vivir.

LOA DEL CUERPO SANO
Las bestias y las plantas te dan el buen consejo: contémplate en tu cuerpo tal como en un espejo. / Para tu gloria de hombre prolongada en la casta, desnúdese tu cuerpo en la gimnasia casta, / como una estatua. Puro y audaz tu cuerpo entrega / a la gracia del sol. La diosa griega/ te unja en su óleo. El juego armonioso y diverso / de tus músculos plázcate como el más bello verso. / No así como el asceta ni como la ramera, / sé dueño de tu cuerpo, que ésta es la ley primera. / Un cuerpo hermoso, fuerte, sano, qué noble palma. / Pero sirve a tu cuerpo para servir a tu alma. / Y no des uno al diablo ni la otra des a Dios / y ojalá te tuvieran sin cuidado estos dos! / Cuerpo, loado seas en tu carne y tu hueso, / tus nervios y tu sangre, tu semen y tu seso.  

Si bien la vida en el campo le proporcionaba la paz para poder leer y estudiar, y la posibilidad de trabajar en forma independiente, a veces necesitaba buscar información en bibliotecas y librerías, por lo que durante varios años alternó entre el ajetreo de la ciudad y la vida campesina. En Buenos Aires trabajaba en la Biblioteca Nacional del Maestro, empleo que, al decir de Franco, le proporcionaba “una situación muy modesta pero cómoda, con bastante tiempo libre” ¿Cómo se ganaba la vida en Belén? Como labrador de una finca donde combinaba el cultivo de cereales y pastos con el de la vid. Ahí hacía de patrón, capataz y peón a la vez; de herrero, carpintero y talabartero cuando era necesario. Durante décadas trabajó la tierra, desmontando, nivelando y cultivando alfalfa, vid y conformando una granja.
Todo este tipo de singularidades hace que Franco no sea un escritor convencional.  En este aspecto es bien notorio que debemos separar su poesía del ordenamiento que sistematizaba a Boedo y Florida. Franco se apropia de verso recostado en la naturaleza, transitando un camino bucólico, hasta afirmarse en una segunda etapa en una obra de prédica y denuncia. También se transmite una suerte de circuito cerrado - tierra, hombre, cosmos, trabajo rural, naturaleza-. Es interesante advertir que en esta misma fecha Conrado Nalé Roxlo nos despierta con su obra El grillo y Raúl Scalabrini Ortiz con La manga.


Para 1926 el autor transita por un terreno distinto. Los hijos de Llastay reúne una serie de fábulas o relatos de animales de llamativa creatividadque son el primer alegato conocido en defensa de la naturaleza, partiendo de los mitos y leyendas indígenas del norte argentino. Nos atrevemos a transcribir un pensamiento del poeta de enorme sencillez y aguda profundidad:

LA BESTIA, EL PÁJARO Y EL HOMBRE
"Los animales no son esbozos o caricaturas del hombre. Seres totalmente autónomos, aparecen sobre la tierra innumerables siglos antes de su último visitante."
"Los animales no fabrican prodigiosas máquinas u obras de arte. Son ellos mismos el prodigio y la belleza. No son instrumentos de vuelo o de canto; son ellos mismos vuelo vivo y música viviente anticipándose millones de años al avión y a  Palestina y Beethoven."
"La bestia domesticada, y sobre todo enjaulada, es una ex-bestia, como el mendigo o el criminal condenado por tiempo indeterminado es un ex-hombre, o menos, que el esclavo o el eunuco."
"Todas las formas animadas - aún el sapo, la víbora o el murciélago- son dignas de nuestro interés y comprensión, es decir, de ser admiradas y amadas."
"La vida sin libertad no es vida. Primera y última enseñanza del pájaro."

Ediciones Gleizer en 1927 decide publicar dos obras del catamarqueño: Coplas del pueblo 1920-1926 y Nuevo Mundo.

Paloma que lloras tanto, / deja caer una pluma, / para escribirle a mi negra / con mi pena y con la tuya.
Qué pañuelo de luto / me echas al cuello / con las dos trenzas negras / de tu cabello.
Ojerosita, ay de mí, / ojerosita te has puesto. / Todos dicen que es por mí…/ ¡Caramba, si fuera cierto!
El primer amor que tuve / lo mataron a traición. / De entonces con el difunto / va a cuestas mi corazón.

Entre 1928 y 1932 el autor produce un par de textos realmente importantes. Los trabajos y los días es  una realización donde Franco alcanza sus mejores aciertos con un verso pastoril y Nocturnos, con total desarrollo de una poesía amatoria.

EL VINO
Digamos bien del vino nazareno y pagano, / bueno, con una honesta sed, a las gentes todas: / del que el sediento bebe con ansias de verano; / del que se nutre al anémico como una fuerte teta; / del que bautiza, dulce, la pascua de las bodas; / del tuyo, melodioso y lúcido, poeta.

Acomodamos el siguiente pensamiento del autor en relación directa con esta etapa.

SEXO Y AMOR
"Sólo por el amor el gozo llega al corazón y se vuelve alado"
"Su escasez relativa de la fuerza física y la necesidad de cuidar su estado de gravidez, la lactancia y crianza de los hijos, todo eso hizo de la hembra humana una criatura más persuasiva y suave que su compañero, a quien no podía acompañar en sus bárbaras cacerías. Las mujeres de la tribu debieron protegerse entre ellas forzadas por la necesidad. Así inventaron la canastería y después la alfarería, y al fin la pequeña agricultura (sembrando con estacas) y la pequeña ganadería (criando un día la primera borrega). Y después vino el hilado y el tejido. Sobre esa base se estableció el matriarcado; sobre la superioridad económica de la mujer: y el esposo debía plegarse a la tribu de su esposa y la familia se constituía según la ascendencia materna."
"Hasta que un día el hombre domeñó el caballo, y el arado tirado por el buey desplazó a la estaca, y entonces la barba estableció su tiranía. La mujer pasó a ser una mera pertenencia del varón. Se inició la propiedad privada, y el harem (la más vomitable forma de esclavitud) quedó fijado de hecho para durar miles de años. Recordemos sólo a los patriarcas, y al Rey David con sus varias esposas y el rapto facineroso de Betsabé, y a Salomón con sus trescientas esposas y sus setecientas concubinas (Libro de los reyes Cap. XI. ver.3)."
"¿Qué Adán perdió el paraíso por culpa de Eva? No fue eso, sino que obligado a elegir entre Eva, con todos sus defectos, y la aburrida perfección del paraíso judaico, prefirió huir con su compañera."
"La canonización de la castidad y el celibatismo es una fervorosa invitación a la contranatura."

A partir de 1933 se manifiesta en  Luis Franco un canto de significación histórica  y una poesía obsesionada por la fascinación de la vida total, donde la palabra “hombre” se posesiona como palabra clave. Hay desde entonces un profundo esfuerzo del catamarqueño, quien comienza a concentrarse en lo cósmico y eterno, donde el metalenguaje es parte de una acción profetizante que se descubre en su expresión: “el mundo de las significaciones vivientes está sin traducirse”.Aquí subyace también el poeta místico con una visión sacralizante de la existencia y, en paralelo, la voz quebrada de la denuncia y su compromiso con la verdad y la belleza. Su libro El general Paz y los dos caudillajes, editado por Anaconda en 1933, se rodea de una serie de matices que escapan al trabajo netamente documental. Franco en este aspecto acomoda su pensamiento tratando de no caer en un ensayo histórico. No le resulta fácil  angular su criterio y articular la acción de sujetos (individuales y colectivos) que tienen como protagonistas al caudillaje porteño y al del interior. Estamos en presencia de una “guerra de clases” que se advierte en la mayoría de las páginas:

“En el Río de la Plata, los más arriesgados, con la fiebre del neófito, proponen una democracia romántica, como tenía que ser. En efecto, son gente de universidad, de tienda o de cuartel, gente cerradamente urbana, cuando no porteña, es decir, saturada de los privilegios virreinales de Buenos Aires. No conocen –desprecian– el campo y la gente de campo, y por desgracia las nueve décimas partes de la realidad americana es eso: campaña. Desde el primer día el conflicto se acusa irreductible entre la ciudad de los blancos opulentos y su negrada, ese Buenos Aires donde el europeo ‘cree hallarse en París’, y las desaforadas campañas donde un hombre casi sin vestido ni necesidades espolea su instinto de libertad hacia lo salvaje”

La obra culmina con un planteo moral totalizador:

  “El hombre verdadero tiene fatalmente que sentirse por encima de los otros; pero esto no ha de traerle engreimiento porque siente también que su raíz es común y que no puede aislarse, pues sólo apoyándose en los demás hombres logrará su desarrollo cabal. Su gloria estará en servir a los hombres y su máxima libertad en libertarlos. Y el fracaso de uno o de otro – muchedumbre y héroe– suele estar en no reconocerse mutuamente.

Entre 1938 y 1946 la literatura de Franco alcanza su mayor nivel, en prosa publica: Biografía de la guerra y El fracaso de Juan Tobal (1941), Walt Whitman y El otro Rosas (1945) y Rosas entre anécdotas (1946). En el campo de la poesía  construye Summa 1927/1937 (1938), Catamarca en cielo y tierra (1944) y Pan 1937/1947 (1948).
Franco ingresa en un período de profundidad ideológica y participación partidaria, son momentos de conmoción social diaria y se avecinan tiempos de cambio en el país. La figura de Eva Perón se agiganta mientras que en la Cámara de Diputados se expulsa al legislador radical Ernesto Sanmartino por considerarse que ha ofendido en un discurso a Evita.
Entre 1960 y 1970 el escritor acumula una enorme cantidad de trabajos que se publican sin interrupción. En prosa aparecen: Biografías animales (1953), Antes y después de Caseros (1954), Hudson a caballo (1956), Biografía sacra (1957), Sarmiento y Martí (1958), Biografía Patria (1958), Pequeño diccionario de la desobediencia (1959), Domingo Faustino Sarmiento/antología (1959), Revisión de los griegos (1960). En verso destacamos Constelación, publicada en 1959.

CARNE INFINITA
Nuestra conciencia náufraga sobrenadando apenas. / Ya no es carne la nuestra porque es carne de amores, / no sangre, hierro líquido, corriendo entre las venas: / pero ya no corre entre venas sino entre flores.
Beso tu sangre y tu alma en cada beso nuevo. / Beso perdidamente, en embriagado rito, / las jocundas vendimias de lo vive. Bebo / entre tus breves labios mi gota de infinito.

De toda esta producción nos detenemos en Pequeño diccionario de la desobediencia porque aquí la mirada de Franco es sumamente interesante. El autor asume el estilo aforístico y arremete de manera punzante contra la moral burguesa de la sociedad de clases: “La dialéctica, aplicada a la historia humana, significa la unidad del idealismo y del materialismo, es decir, la superación de ambos. El hombre aparece al fin como lo que es: el incansable obrero y arquitecto de sí mismo. Se supera, pues, la mutilación antifilosófica de la filosofía tradicional, puramente contemplativa: actitud de sacerdote o profesor frente al hombre que es esencialmente un obrador y un luchador. Cuanto más abstracta, elevada y sublime es una filosofía, es menos filosófica porque está más alejada del hombre real y actuante”.

El catamarqueño le dedica en esta misma obra, un espacio importante al rol de mujer en la sociedad, sin victimizarla, sin desmerecerla,  pero atendiendo a su condición de oprimida por la “cultura del trabajo”. Franco tiene un vuelo magistral cuando dice: 

“Antes se creía que el autor hacía su obra como Jehová hizo el mundo. Hoy sospechamos que una sociedad determinada, en un momento histórico dado, hace su literatura a través del escritor”.

 En el final de la obra, el aforista nos deja un pensamiento que goza de total vigencia: “El individuo humano debe comprender de algún modo que él es algo más que su yo perecedero: que su ser individual es parte de su ser total, y que luchar por enriquecer e intensificar su ser es el único modo de luchar contra la muerte”.




Nos atrevemos a decir que Franco ha sido un escritor integral, preciso, irónico y gravitante,  que bien podría ser  reconocido como uno de los mejores cuentistas del noroeste argentino, acreditando mérito  con historias, ensayos y pensamientos antropológicos que lo ponen a la altura de los grandes de nuestra literatura. Sin embargo esto no parece ser tan explícito porque el escritor se mantuvo siempre apartado rigurosamente de toda escuela literaria, puesto que su compromiso fue fundamentalmente con la estética antropocentrista que se define en la palabra “hombre”.
Franco es la misma poesía y así queda reflejado:

TATUAJE
Toda mi piel está tatuada
y mi sangre y lo que lleva más allá de mi sangre.
Tatuadas llevo noches y más noches y noches
de tinieblas cerradas y estrellas ventaneras.
Y auroras desfilando en vuelo de flamencos.
Y el mar con sus mareas de ida y vuelta
como la savia de los árboles.
Y helechos publicando la pubertad primera de la tierra
y bosques cobijando sus dédalos nocturnos.
Y tardos delegados del abismo.
Y esculturales y ágiles transeúntes de los prados.
Y pájaros con su alta rima de canto y vuelo.
Y un simio entre los simios izando el chato cráneo
hasta el dintel de la conciencia
y trocando sus remos delanteros
en sus manos replasmantes de las formas del Génesis.
Y el todo en incesante emigración y cambio.
Y el viejo Adán volviéndose a medias al pasado
y el aún nonato haciendo señas desde el futuro.

La obra del norteño en el campo de la poesía va comprometiéndose con la política. Entre 1959 y 1980 el verso se fanatiza con la raíz social: Constelación (1959), El corazón de la guitarra/con dibujos de Ricardo Carpani (1963), Poemas/carpeta de litografías de Demetrio Urruchúa (1965), Poesías/Antología (1965), Trotsky-Chajá (1967), Guitarra / teoría y práctica de la copla (1971). La mar se embarca (1975), Insurrección del poema (1979).
En prosa lo histórico-social y la vertiente ecológica empujan a su producción literaria: La hembra humana (1962), Prometeo ante la U.E.S.S (1964), Espartaco en Cuba (1965), De Rosas a Mitre: medio siglo de historia argentina (1967), Los grandes caciques de la pampa (1967), Sarmiento entre dos fuegos (1968), Cuentos orejanos (1968), La pampa habla (1968), Guitarra adentro (1971), Rosas (1970), Lucifer. Los museos contra el devenir (1972), El Arca de Noé en la Plata (1973), El zorro y su vecindario (1976), Zoología de bolsillo (1976), Nuestro padre, el árbol (1978), Esquilo y Shakespeare (1980). El presidente Illía y un libro de ocasión/Reflexiones de un escritor libre y sin partido, dedicadas en calidad de homenaje, a la memoria de un gobernante de excepción en su medio y época (1984).
Del libro Cuentos orejaros que reúne 15 relatos folclóricos de enorme creatividad, hemos extraído un fragmento del cuento Desquite. Se trata de la crónica patética que hace Franco sobre la riña de gallos. 

DESQUITE (Cuentos orejanos)
Enlazado de medio cuerpo por un pañuelo que cruzaba bajo las alas, colgaba el gallo en vilo del gancho de la balanza de mano.
 -Seis, ocho...Les llevamos apenas una oncita -masculló el viejo Eladio.-Bueno, bueno, calcen ligerito y vamos -gritó Don Paulo.
Y  en las púas, despuntadas como guampas torunas, les calzaron las espuelas de acero. Cantó uno y sobre el pucho le retrucó el otro: cantos encogidos de rabia, como restallados.
Capadas de crestas, las cabezas denudas como un talón, rojas como un tajo. Lampiños de cogote, de ancas y de muslos, mostraban la carne en que ardía la sangre de pelea como ají de monte.  En cuanto al estado, ya se veía el alcance del toreo y la dieta, y la maña de los cuidadores.
Con ese odio que prende más ligero que la pólvora, tiritaban de coraje, golosos del entrevero a punta. Se salían de la vaina.
Uno, el Giro, era medio viejazo, y viejazo del todo, pero su fama tampoco era nueva. Al Torcazo, un tuerto de avería, su dueño lo había costeado de no sé qué pago.
En un decir Jesús, un muchacho había rociado y barrido el redondel. El viejo Eladio echó su gallo. ¡Qué mozo para el baile!  Cloqueando despacito, alzando un poco las patas por el ajuste del puón, el Torcazo caminaba tranquilo, canchero viejo. El costurón de un tajo le sesgaba el cogote. Por ratos quería alzar alguna pizca del suelo, o tirarse la atadura de una espuela.


Don Paulo se arrimó con su gallo y el viejo levantó el suyo.
- Caramba- chanceó aquél,  mirando al Torcazo -como si medio le brillara la cabeza.
-Es la grasa del zorro, señor -se rió el otro aludiendo a la vieja trampa.
Soltaron. Los gallos guardaron distancia, aguaitándose medio al sesgo con ojos de chispa, los cogotes encogidos, tiritando las cabezas, en sube y baja, como si vinieran buscándose de años sin poder toparse.
La riña estaba en un pelo. Bárbaros de más puntas  que un tala, era cuestión que se entregaran un poco, no más. Por ahí se agarraron de firme, y contestando al otro, el Torcazo tiró dos veces en la misma picada, aunque su tiro de crédito era de costado.
Se le vió un rasponcito, una nadita, cerca del oído....
-¡Diez pesos al Giro!- desafió el comisario -¿Quince pesos al Giro, señores? ¿Quén  paga?
Nadie movió la boca.
Se cruzaron de nuevo, y al Giro le coloreó un tamaño tajo encima de la nuca.
-¡Pago los quince, don!- anotició de golpe el viejo Eladio.
El desafiante medio tartamudeó al principio, pero después retrucó con ganas: ¡Pagados!
-Velay, ¿Quiere llevarme cinco pesos más?- se le arrimó otro comedido.
- No ha de ser, amigo: déjeme espiar un poco...
Qué diablos, al Giro le sangraba ahora el pico. Hereje el tuerto, señor. ¡Vaya la falta que le hacía el ojo  ausente! Le llovió la plata como habas.
- ¡Diez  pesos al Torcazo!
- ¡Cinco aquí!
- ¡Diez a ocho al tuerto!
- Está lindo pa´parar, caballeros; nada se ha visto hasta no ver todo -filosofó un viejo de ponchito hilachento, sabiendo que una riña es como taba al aire.
Todos estaban con la boca seca. Nadie pitaba. Los gallos se acorralaron a muerte.
Dos o tres topes más y alguno medio cloqueó ¿Cuál? No se supo bien al principio. El Giro acababa de perder el pico, y el otro, golpeado en el ojo bueno,  estaba ciego....
El asombro de la rueda ruideó como el viento.
- Silencio...
Cosa de diablo…
A alguno le borbollaba la garganta. ¿El Torcazo? Sacudió la cabeza con un cloqueo.
- Oh...degollao...¡Lo está  ahogando la sangre !
En eso, sintiendo cerca el acezo del otro, se despabiló de golpe y, tambaleando a lo borracho, cintareó el último bote. Después se acostó despacito sobre sus patas y aflojó la cabeza, muerto. El vencedor, desfondado de heridas y casi ciego, miserable, espantoso, soberbio, lanzó su diana de victoria.

Daniel Chirom, el poeta y periodista fallecido tempranamente, apodado “el dandy tristón”, en una entrevista editada por el semanario El periodista Buenos Aires, en noviembre de 1985, consiguió dialogar con un Luis Franco ya envejecido. El catamarqueño a pesar de sus 87 años no parecería tan quebrado. Chirom así lo retrataba:“un anciano alto, erguido, de contextura robusta... miro sus ojos profundos enmarcados por cejas selváticas. Su rostro está tallado. Es uno de esos hombres privilegiados para los que la vida no ha pasado en vano...”. En esa  misma entrevista le pregunta porqué no aceptó ser miembro de la Academia Argentina de Letras. El poeta respondió: “es que no me veía como miembro de una corporación en la que tuviera que consonar con ciertos modos de ver que diferían de los míos y que por ser míos, los prefería a los ajenos”. Al referirse al Gran Premio de Honor de la SADE, recibido en 1984, concluye: “Tuve que aceptarlo, ya me daba vergüenza negarme. Mis amigos insistían tanto”.

Podríamos seguir recurriendo a otras opiniones pero nos detenemos en su propio pensamiento: Diré pues –no sé si con orgullo– que soy el único escritor argentino, o de cualquier parte, que vivió del trabajo de sus manos”. Y también se atrevió con una descripción de cómo debería actuar el intelectual: “Que este técnico del pensamiento y la palabra creadora a la vez, está obligado a huir de todo compromiso con el gran público y las minorías selectas, con los pasatistas y los utopistas, con Dios y con el Diablo, con la Casa Blanca y el dorado Kremlin, no menos que con la tercera posición. El único compromiso de éste es con el pueblo trabajador y la revolución social, aunque sea al precio de chocar con el lugar común del granpúblico y los poderes de turno; pero también de los diletantes que fluctúan entre el grito contestatario y el puesto oficial, como de los rebeldes intransigentes que se pasan la vida –cual alma bella hegeliana– sin mancharse las manos en el fango de lo real”.
Luis Franco fue un revolucionario consecuente y arduo defensor de la libertad, con una visión dialéctica y laica del mundo. Murió un 1 de junio de 1988, próximo a cumplir 90 años, en un asilo de ancianos de Ciudadela (Buenos Aires), donde transcurrió sus últimos días sobrellevando la soledad y la pobreza.
Por largo tiempo su poesía quedó reservada a determinados


círculos literarios y su acción de vida y espiritualidad permaneció opacada por una sociedad más dispuesta al consumo de literatura pasatista y frívola. Todo parecía detenido hasta que el peso de la memoria volvió sobre sus pasos y el reconocimiento se sinceró saldando una deuda pendiente con este hombre sencillo. La Cámara de la Provincia de Catamarca, mediante un proyecto de la diputada Silvia Acevedo, declaró de interés parlamentario el traslado de los restos del escritor a su ciudad natal. Esta idea comenzó a gestarse en el 2009, desde la Secretaria de Estado de Cultura de la provincia y la Municipalidad de Belén. El féretro del poeta sería traslado desde el Panteón de Escritores en el Cementerio de La Chacarita hasta la ciudad de Belén, para que el poeta descansara en el terreno que le vio nacer.
Un emotivo relato del poeta Carlos Penelas sobre el acontecimiento, nos  anima a participar de su homenaje uniendo nuestro recuerdo a ese obrero de la cultura que seguirá cantando sus versos mientras el trabajo sea una tarea de enorme dignidad humana.

Martes 6 de setiembre de 2011
LUIS FRANCO ES BELÉN
El azar o el destino hicieron que viviera un momento único, histórico. Pocas veces en mi vida me conmovió tan profundamente una vivencia. Inolvidable por su ternura, por las circunstancias, por lo irreal. El corazón se salía del pecho y tuve que contener las lágrimas hasta donde pude.
Subí a la aeronave Metro III. Propiedad de la Dirección Provincial Aeronáutica de Catamarca, a las ocho y media, el miércoles 31 de agosto de 2011. Junto a mi Claudia Ferreyra, Secretaria de Estado de Cultura; Leopoldo Luis Franco –único hijo del poeta- Yolanda Lescano, su esposa. Y los tres nietos de don Luis: Javier Eduardo, Marcelo Leonardo y Daniela Noemí. También viajaba con nosotros el biznieto de un año y medio, Benicio, con su madre. El comandante serio y emocionado como nosotros, era Juan Guillermo Dré. Compartía la cabina el piloto Carlos Alberto Álvarez. Llevábamos los restos, se repatriaban los restos de uno de los poetas y escritores esenciales de nuestra literatura. Uno de los pocos hombres éticos que dio esta tierra, uno de los intelectuales más coherentes de nuestra América mestiza: Luis Franco. Después de veintidós años regresaba a su tierra natal.
No fue fácil el trayecto ni fue sencillo controlar la memoria emotiva. Embargo y felicidad, congoja y esperanza, se confundían. Franco fue un hombre que odiaba los homenajes, que rechazó los cargos, que nos enseñó a decir que no a todo  o a casi todo. Esta vez había que elevar su ejemplo, su pensamiento, su insurrección, su obra. Y todos, absolutamente todos, colaboramos desde distintas ópticas, desde distintos lugares. Y fue posible vivir horas difíciles de olvidar.
Durante el vuelo se hablé de él, se contaron anécdotas y nos confiamos intimidades. Estaba dos Luis pero también venían los fantasmas de sus días, los amigos, las posiciones irreductibles. Al llegar al aeródromo de Londres la emoción no desbordó.
Observábamos consternados –mientras la aeronave descendía- a un pueblo en dolorosa expectativa. Camionetas, motos, bicicletas, hombres de a pie y hombres de a caballo. Filmadoras, cámaras fotográficas, periodistas mezclados entre gente sencilla, gente humilde que venía de lugares distantes, de otras provincias. Luego todo fue pasión.


El transporte de su féretro cubierto por un poncho en un carro. Los gauchos rodeando a ese hombre campesino, poeta, iconoclasta. Un trayecto inimaginable. Con niños saludando desde el borde del camino, con delantales blancos y ojos inmensos, los padres y las madres saludando con sus manos, vecinos acongojados sin creer en lo que sus ojos le mostraban. Iban por amor. Allí no se regalaba nada, no se prometía nada. Maestros, hombres maduros caminando, curtidos, limpiándose las lágrimas tonel dorso de la mano. Se agregaban al pasar todo Belén, por caminos, por senderos, desde casas sencillas.
Había banderas argentinas, banderas catamarqueñas. Unos niños sostenían un género blanco donde se leía: “Belén es Luis Franco”. Un gaucho a caballo, con un cartel hecho a mano: “Bienvenido a Belén, Luis Franco”.Otros: “Llega el poeta a su tierra”. “Luis Franco, el poeta de Catamarca”, “Luis Franco descanse en paz”. Una bandera roja: “Luis Franco, marxista y ateo”. Y las paredes blanqueadas con leyendas suyas, con sus versos. Y el coplero “Chato” Bazán elevó las palpitaciones hasta el vuelo de los códores en una Catamarca de cielo y tierra.
El gobernador, Eduardo Brizuela del Moral estaba en el primer auto. Él, muchos años atrás lo nombró Doctor Honoris Causa de la Universidad de Catamarca, cuando era rector. Gente de la cultura, con distintas posiciones, con diversas ideologías, lo admiraba. En tendían que era un ser diferente, un hombre insurgente. Días después señalé en el Colegio Nacional de Catamarca – como lo había hecho el día anterior en la antigua casona de la Fundación Carreras- que si uno lo leía y admiraba a Juan de la Cruz o a Luís de León -siendo ateo- porqué un creyente no puede admirar y difundir la obra de un poeta enorme que no es creyente.
La obra de Luis Franco se eleva entre la jactancia y la mediocridad de una sociedad, entre la miseria del egoísmo y la demagogia, entre la angustia y el énfasis de los desposeídos. Tiene belleza y tiene claridad. Carece de resignación, no calla. Quienes lo conocimos en profundidad, quienes lo amamos y discutimos con él, quienes lo admiramos y descubrimos su firmeza, este regreso nos llenaba de compromiso. Una vez más, para siempre.
De manera consciente o inconsciente se lo resistió toda su vida. Una ancha capa de nuestra sociedad y de nuestra intelectualidad no lo quiso. No le resultaba simpático. Él buscaba una nivelación para arriba. Criticó siempre las pompas, lo exaltado y halagador de los gobiernos de turno. Señaló sin tapujos la publicidad engañosa como los códigos estanilistas o populistas. Desconfiaba de las muchedumbres tanto como de la oligarquía, de la barbarie tanto como de los próceres. Por eso su pensamiento está ligado en gran medida a la figura de Domingo Faustino sarmiento, no al legalizado con pasaporte, no al abanderado ante escribano público. Supo hablar del caudillaje montonero y al caudillaje de levita. Supo hablar de las revoluciones cesáreas y de las revoluciones traicionadas, de la beatería del más allá y de la mojigatería que da espanto. Pero eso no lo cegó para admirar a uno de los hombres íntegros de este territorio como fue el Dr. Arturo Humberto Illía. Esa era su amplitud de criterio, esa la diferencia con el dogmatismo de derecha o de la izquierda.


Han pasado décadas de su muerte pero el populismo de entonces sigue vivo. Como sigue viva la mezquindad, la barbarie del hormigueo ideológico. Y lo más rancio y reaccionario de una sociedad.
Dijo: “La naturaleza, junto con el orden moral, está por encima de lo que llamamos civilización, que es lo que desnaturaliza al hombre”. Es una voz continental que viene junto a Lugones, Whitman y Darío. Su nombre puede nombrarse al lado de César Vallejo, Ricardo Molinari o Jorge Luis Borges.
Franco fue un verdadero transgresor, un rebelde en todo el sentido de la palabra. Su amistad con anarquistas comprueban su  espíritu libertario. Su vida. Su vida es una clara enseñanza de libertad, de conciencia crítica, de elevación ética.
Señalaba constantemente que pensamiento y acción deben ir de la mano. Lo contrario es burocratizar el pensamiento. Mostró en sus ensayos como el hombre es hacedor de sus dioses y de sus fetiches.
En sus páginas advertimos otra enseñanza: la rutina de los hombres y su carencia de voluntad para dejar de ser esclavos. “Soy ateo calado hasta el hueso de supersticiones de lo divino”, dijo. Habló del amor carnal y del amor del alma. También escribió: “El día que no haya ricos ya no habrá ninguna necesidad de pobres”.
Sobre su tumba en Belén leemos: “Lo más viril del hombre es la ternura”, Luis Leopoldo Franco. Ahora, como siempre, regresamos a sus libros, a sus páginas. Leamos a un poeta inmenso, a un ensayista de hondura voz y verdad, a un desobediente autodidacto que unificó el genio que da la espontaneidad con la reflexión y el esforzado estudio. Por eso recalqué ante su tumba: “Es una sociedad corrupta, él eligió ser un hombre digno”.
Carlos Penelas / Buenos Aires, 5 de setiembre de 2011.

Como corolario a este reconocimiento, el Senado de la provincia de Catamarca estableció por ley, incorporar el “Día del Poeta Catamarqueño” al calendario de sus efemérides, en memoria del poeta. Esa fecha se estableció el 15 de noviembre, día de su natalicio.
Finalmente consideramos oportuno concluir esta crónica con un cuento visceral donde la amistad se declara en cada línea:

MI AMIGO PANTA  




Villa Ciudadela, Buenos Aires, 1960.
Pienso que soy de esos hombres a quienes cuesta un poco brindar su amistad o aceptar la ajena.
Con Panta fue otra cosa, pues por él supe que la amistad puede ser un aguinaldo de la suerte. Bueno ¡pero quién no se sentía amigo de Panta! Conocerlo y tratarlo media hora ya era comenzar a quererlo. Parecía que el caudal del corazón, que en los demás es tacaño o está escondido bajo arena o fango, brotaba en él con espontaneidad y limpieza de manantial.
No era de esos que por instinto le mezquinan el bulto a cualquier compromiso, si no entrevén ventaja, y se sienten como a distancia o por encima de los demás y siempre están como de vuelta, y ante las peores lástimas ajenas se quedan como convidados de piedra, como si eso no rezara con ellos. Digo que a comedido ante la aflicción o la necesidad de los otros era difícil que alguien le pusiese a mi amigo el pie adelante. Y algo menos común, si cabe: nunca conocí cristiano más capaz de regocijarse con la alegría del prójimo.
Yo sospecho que los malos de verdad son pocos, y que los realmente buenos son más pocos todavía.
¿Entonces? Que la oronda mayoría de los hombres somos como camino de médano, que ni es camino ni deja de serlo… y ahí está: yo llego a creer que si una canallada se está cometiendo a nuestra vista, sin que nosotros alcemos la voz o la mano… es porque ya estamos encanallados. Los más de los hombres ladean los ojos y cierran bien el pico cuando la injusticia o el robo son hazaña de algún ahijado del gobierno o la fortuna. ¡Y no me digan a mí que ésa es gente honrada!
Si, ya ponderé que no había hombre como Panta para alargar la cuarta en el pantano al medio hundido. Y sin embargo no todos sus amigos, y yo el primero, estábamos por entero conformes con él. No sé cómo explicarlo.
Soy hombre rudo y con frecuencia las palabras se me entreveran como reses de marcas diferentes. Quiero decir, por ejemplo, que la imaginación del hombre prefiere irse por huellas trilladas, aunque no lleven a ninguna parte, y sólo por milagro se anima a abrir una picada nueva. Malicio que no logro hacerme entender. Vuelvo a mi amigo Panta y repito que él era la nobleza misma, pero ante la injusticia no parecía turbarlo la indignación.
En sus ojos claros parecía remansada la serenidad. Ante un abuso de la autoridad o del patrón se encogía de hombros, con una sonrisa de impotencia o de desprecio, no sé… ¿Creía que el mundo había sido siempre así y que rebelarse era patear contra el clavo?
II
Como casi todos los pobres de estas tierras nuestras en que la Pobreza manda más que la Providencia, Panta, desde niño, se había avezado con delicadeza a toda clase de trabajos brutos: campeador en el cerro, labrador en tierras ajenas, hacheador en el monte, obrero de zafra o de mina -porque el necesitado, ya se sabe, se ve forzado a cambiar de sitio como la luz mala.
He conocido, aquí y allá, trabajadores de gran baquía y aguante, pero nunca uno en quien la fuerza y la certería fuesen como el pulgar y el índice, si no es Panta. Y parecía que todo lo hacía no sólo sin esfuerzo, sino por pasar el rato. No es mucho, pues, que el verlo trabajar tuviese algo de fiesta, fuese un regalo para la vista y el ánimo, como lo es para el oído una guitarra en buenas manos. Verlo tumbar solito un toro, por ejemplo, para caparlo o curarlo, atándolo del primer tronco o poste a mano con una punta del lazo y con la otra enredándole el lomo y las patas y tirando hacia atrás, sin violencia, hasta que el animal se acostara como por su propio gusto. Lo he visto dar el primer riego a un trigal en invierno (cuando el agua suele escarcharse donde se remansa un poco) durante dos días y una noche él solo y sin más pausa que la precisa para cocer el mate o chamuscar el churrasco. Cosa más seria aún era ponderar la seguridad y resistencia de su muñeca en las faenas de la zafra y sobre todo en las de un desmonte.
Panta, de una ojeada a un laurel o un chalchal, parecía adivinarle la disposición exacta de los raigones ocultos y ya estaba meneándoles pala y pico, sin apuro y sin demora, para descubrirlos, y no tardaba en llegar el eco del primer hachazo. Cuando las raíces trazadas formaban ya una parva de leña y el socavón tragaba su cuerpo, Panta sabía bien cuál era el último raigón cuyo corte iba a decidir la caída del gigante y sobre qué costado se volcaría. Si se trataba de acostar un árbol mutilando su tronco a flor de tierra, Panta parecía tomar la fajina como un contrapunto entre dos payadores de mentas. Se lo veía darle al hacha, gobernándola mano a mano con la derecha y con la zurda, durante un tirón que hubiera reventado a cualquier otro, y eso sin acortar el resuello ni dar señales de calambre en los dedos, y sin que cada hachazo no cayese en el lugar justo, sin fallar ni en el grosor de un pelo -todo de modo tan limpio que el corte en redondel iba adelgazándose hacia abajo como un trompo, hasta terminar en púa...
Los demás hacheadores solían pararse a mirar. Cuando caía el árbol, Panta, resollando como parejero recién descinchado, sonreía mientras se sacaba con una mano de canto el sudor de la frente. Calmado al fin, encendía un cigarrillo, y arrastrando los pies y con alguna broma al caso, para quitar toda importancia a la cosa, se arrimaba a dar una manita al compañero más atrasado en una tarea. Así fue como ocurrió el percance que le costó dos meses de enfermería y de jornales perdidos: por salvar a un hacheador de ser aplastado por un cedro se dejó apretar él por la punta de las ramas.
Sin duda huelga agregar que Panta (que cumplía con devoción todo compromiso, que se empleaba a fondo en cualquier trabajo, aun el más acérrimo, sin protestas ni rezongas, y aun al parecer, complacido), Panta, digo, era el obrero de más crédito cualquiera fuese la laya de patrón que le tocase.
Qué más se querían ellos, que de juro se dirían en sus adentros: ¡ojalá todo peón le pisara el rastro a éste!
Pero no se me quiera entender mal. Panta jamás buscaba acomodo, ni lo vi galopar al costado de nadie, ni tenerle el estribo a nadie, por muy don que fuese.
III
Se estará medio adivinando ya que Panta no llevaba la marca de los calaveras, los chupadores o los mujeriegos. Sí, pero parece tributo exigido por el diablo el que no haya hombre sin alguna falla y Panta tenía una y no chica: la del juego. Y yo era el primero en lamentarlo sin más que basarme en el hecho de que como jugador nunca pasó de recluta. Aunque soy el menos dado a meterme donde no me llaman, a Panta solía cargarle la romana en esta debilidad suya. Convénzase, amigo -comenzaba-, que quien pone su confianza en su trabajo no debe ponerla jamás en la suerte, porque ésta es hembra y tiene que sentir celos y castigar al ingrato. Por otra parte -agregaba-, si sacamos bien las cuentas, ¿qué quiere hacer un sujeto como Ud. o como yo, con las manos embrutecidas de callos, frente a un jugador de respeto, que le huye al trabajo como a la tiña y suele tener unas manos tan suaves como las de un vendedor de sedas, y dedos que deletrean el naipe con sólo tantearle el lomo, o con nada más que acariciar la taba le enseñan las vueltas justas que ha de dar en el aire para caer sonriendo a la suerte…? ¡Y no hablemos si nos topamos con un tahúr, de alma más hueca y dañosa que el colmillo de la víbora!
Pero todo era inútil. Daban ganas de llorar o de tratarlo como a un niñito que juega con un arma cargada cuando uno veía a Panta perder en un rato de carpeta o en unos cuantos tumbos de taba todo o casi todo el haber juntado en dos o tres meses de esa fajina suya que valía por dos.
¿Por qué hacía eso? A veces, para pensar mejor, se me ocurría creer que Panta tentaba a la suerte buscando liberarse alguna vez de la cruz negrera.
Y tal vez yo tenía un poco la culpa con mi refrán preferido: “Las manos de uno no sacan de pobre sino el trabajo de los otros”. Aunque hablo sólo por hablar, pues en lo atinente a la plata y al modo de ganarla, con Panta nunca emparejamos nuestros pareceres. Mejor dicho, él creía, como todos los resignados, que pretender cambiar un poco el mundo es escupir contra el viento.
Cuando en algún estrecho huelgo de la vida jornalera yo estiraba demasiado el silencio, como me ocurre a veces, Panta solía chumbarme: ¡Pero diga algo amigo! Se está ahí como santo al que le pasó el día…
Yo no desperdiciaba la ocasión de recomenzar mi retintín, aunque no era de cencerro sino de hierro golpeado. “Muchas tajadas tiene el melón, pero al pobre sólo le tocan las cáscaras”.
“Unos nacen para chapalear sobre el propio sudor y otros para hamacarse en la vida como achira en remanso”.
“El gobierno y las leyes y lo de más, son de ellos… y curándose el maldeojo cualquiera lo ve”. Y así, dale que dale con esas cosas que a mí -vaya a saber por qué- me duelen más que a los otros. (Si no fuera por la vergüenza confesaría que a veces me cuesta sujetar el llanto, como si yo estuviera en deuda con todos los aporreados por el hambre y la injusticia, como si llevara adentro la pena del mundo.) ¿Y Panta? Remendando algo, o afilando una herramienta, mudo o silbando bajito.
-¡Pero, amigo, responda algo! ¿O vende ahora las palabras?
-¿Yo…? -contestaba al fin con una sonrisa que a mí me parecía de una pena muy honda, como de novia que se pisotea el corazón antes de decir el sí que le arrancan.
-¡Qué voy a decir! Que las cosas vienen así desde atrás y no seremos nosotros quienes podamos mudarlas…
-¡O nosotros o nadie, compañero! -saltaba yo, porque eso venía a pegarme en la matadura.
Y la cosa terminaba casi siempre ahí, por acuerdo mudo de ambos lados, pues adivinábamos que de seguirla no haríamos más que amargarnos uno al otro.
IV
Y un día nos separamos, porque el pobre debe acudir aquí o allá, es decir, donde está el que alquila su trabajo. Alguna vez, contestando a unos garabatos míos, me contó que trabajaba en un camino que cruzaba un cerro, con un buen jornal y no lejos de su pago. Otro día un compañero me dio pormenores. Panta era capataz de cuadrilla, pero al revés de lo que suele ocurrir con los capataces de cualquier obra, que miran desde lejos a sus subordinados, Panta (que ponía el hombro, antes que nadie, a las tareas más crudas o riesgosas, que afilaba las herramientas y cargaba los tiros de dinamita, no siendo ésas obligaciones suyas, que paliaba o enmendaba las faltas ajenas, y todavía los domingos recortaba el pelo o afeitaba gratis a cuantos tenían ese antojo, siempre con esa sonrisa que le salía desde adentro), Panta se había hecho el rey del corazón de sus compañeros.
Así, hasta que un día reventó como un caballo galopado más allá de lo que dan sus bofes, digo, le falló el corazón, según parece de resultas de una mala fuerza hecha al voltear un peñasco. Y aquel león de la fuerza y el esfuerzo, forzado al descanso, se murió de pena y tan pobre, que yo, y otros no más pudientes que yo, debimos costear los gastos del velorio y hombreamos el ataúd, de tablas de cajón, hasta el cementerio.
Publicado en el diario La Prensa, Buenos Aires, el 15 de mayo de 1960

ALEJANDRA PIZARNIK: LA VOZ DE TODOS LOS MIEDOS

JULIO CORTÁZAR: UN JULIO HABLA DE OTRO

Article 20

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MARIO BRAVO: UN AGITADOR DE LA PALABRA
                                             

El 6 de setiembre de 1930 fue una de las peores jornadas para la democracia argentina. El golpe de Estado liderado por José Félix Uriburu, que terminó con el gobierno constitucional de Hipólito Irigoyen, abría una herida en toda la sociedad que no sería fácil de cerrar. El gobierno de facto, se proponía instalar un régimen fascista inspirado en la redacción de una proclama escrita por Leopoldo Lugones, quien ya había encarnado su posición en 1924 y la dejara expuesta ante los jefes militares en su discurso "La hora de la espada", donde el poeta anunciaba el deterioro de la democracia y su inconsistencia. El resultado de ese proyecto traería consigo una estructura estatal represiva, donde la tortura, la persecución ideológica y la aplicación de picanas eléctricas serían un elemento de uso cotidiano.
En ese mismo momento, el Partido Socialista iniciaba una campaña de protesta frente al atropello constitucional. Un joven de tez morena y cara aindiada, parecía mostrarse como agitador en el Teatro Rivera Indarte de la ciudad de Córdoba. Era abogado, doctorado con la tesis Legislación del Trabajo y periodista. Estamos hablando de Mario Bravo (1882-1944) y de sus acaloradas palabras:

“Yo sé que hablo bajo la censura de la autoridad. Pero deseo que mi palabra de protesta llegue hasta donde alcance a transmitirla este micrófono, y digo que el pueblo argentino no merece que un militar haya puesto sobre sus espaldas la planta de sus botas. Y afirmo que el pueblo sabrá resistir con todas sus fuerzas a la mutilación de sus libertades”.
“Si el presidente revolucionario ha podido conducir a los niños del Colegio Militar y a los muchachos de la Escuela de Comunicaciones hasta la Casa de Gobierno, para implantar su dictadura, nosotros tendremos el derecho de reclamar el concurso del Colegio Militar y de la Escuela de Comunicaciones para derrocar a la dictadura”.
“Este será el momento inicial de la gran batalla”.
“Somos los únicos que no hemos rendido pleitesía a la pseudo revolución triunfante que ha dado a la historia argentina una página nefasta”.

Poco duraría el fuego de su oratoria, al llegar a Buenos Aires, el joven militante fue encarcelado.


Mario Bravo nació el 27 de junio de 1882, en La Concha (Tucumán), un pueblo anónimo que hoy se ha enriquecido con las plantaciones de arándanos, paltos, tabaco y soja. El muchacho creció en el seno de una familia humilde a quienes las dificultades económicas no les restaba tiempo para disfrutar de un paisaje maravilloso. En ese mundo pasó su infancia, rodeado de una selva de naranjos y un horizonte de montañas.
Ya en la capital de su provincia, estudia en el Colegio Nacional y se tutea con el clima ciudadano. Bravo nunca se olvidará de su Tucumán natal. Muchos años después, cuando ya extrañaba el perfume de azahares tan característico de su tierra, reflexiona: “Cruzando a media noche la ciudad en silencio, conversando en la oscuridad con las sombras de los seres queridos que se fueron, con las calles taciturnas que tenían todavía para mí las huellas de mis pasos de infancia, con las casas de mi vecindario que, como la que fuera mía, eran ruinas evocadas y martirizantes”.
El poeta se desborda en muchos de sus versos y aquella niñez se revela en un íntimo recuerdo:

EL CEDRO


Yo, con mis propios brazos, cavé el pozo,

Yo, con mis propias manos, planté el cedro.

Y pasarán los años y los años.

Siempre tendrá la planta gajos nuevos.

Y pasarán los años y los años

Y el cedro sin cesar irá creciendo.

Y pasarán los años y los años.

Y el cedro estará aún joven y yo viejo.

Y en la paz del hogar, si lo consigo,

al familiar amparo del alero,

en mi chochez ingenua de hombre anciano,

contaré sin reposo el mismo cuento.

“Yo, con mis propios brazos, cavé el pozo…”

“Yo con mis propias manos planté el cedro”.

Y pasarán los años y los años.

Y “alguien” quizá repita en su recuerdo:

“Él, con sus propios brazos, cavó el pozo…”

“El, con sus propias manos, plantó el cedro.”

Mario Bravo siempre aceptó los desafíos. Su destino no estaba sellado en el terreno natal. Decidido a todo, viaja a Buenos Aires e inicia la carrera de abogacía; mientras tanto, incursiona en el periodismo y escribe sus primeros versos.
No eran tiempos de tranquilidad, el mundo ardía en una caldera y el país se agitaba. En 1903, Panamá se sublevaba ante Colombia y lograba su independencia con el apoyo de Estados Unidos, quien a cambio, negociaría la  construcción de un canal interoceánico que modificaría el comercio en el mundo.
En el otro extremo, Turquía ocupaba Macedonia y se producían sangrientos enfrentamientos entre búlgaros, griegos y serbios. A su vez, en Rusia, ya en 1904, los fracasos militares crecientes, comenzaban a precipitar revueltas populares, fogoneadas desde Italia por Lenín.


En nuestro país, el 4 de febrero de 1905, se produce una sublevación cívico-militar organizada por la Unión Cívica Radical, contra el gobierno de Manuel Quintana, representante del Partido Autonomista Nacional. El objetivo preciso fue reclamar elecciones libres y democráticas. La revuelta se desarrolló en la Capital Federal, Campo de Mayo, Bahía Blanca, Mendoza, Córdoba y Santa Fe. Como consecuencia se declarará el estado de sitio. El gobierno del presidente Manuel Quintana detiene y manda enjuiciar a los sublevados, quienes fueron condenados con penas de hasta 8 años de prisión y enviados al penal de Ushuaia.
Fue una de las rebeliones más importantes que sufrió la República, por el número de militares comprometidos, las fuerzas vinculadas y la extensión del movimiento. Se había trabajado con mucho sigilo pero, a pesar de eso, el gobierno estaba avisado de la situación.


Después de los sucesos del mes de febrero, Manuel Quintana se dirigió al Congreso y dijo al respecto: "Al recibir el gobierno conocía la conspiración que se tramaba en el ejército y por eso dirigí aquella incitación para se mantuviera extraño a las agitaciones de la política invocando al mismo tiempo el ejemplo de sus antepasados y la gloria de sus armas. Una parte de la oficialidad subalterna no quiso escucharme y ha preferido lanzarse a una aventura que no excusa la inexperiencia ante los deberes inflexibles del soldado".
El 11 de agosto de 1905, se produce un atentado contra Quintana mientras se dirigía en su carruaje a la Casa de Gobierno; un hombre dispara varias veces contra el mandatario sin lograr hacer fuego. El coche del Presidente siguió su marcha y los agentes de custodia detuvieron al agresor, quien resultó ser un obrero catalán anarquista que actuó por iniciativa propia, llamado Salvador Planas y Virilla.
Mientras tanto, en París, el 7 de octubre de 1905, el dirigente socialista Jean Jaures pronuncia un discurso reclamando la jornada de ocho horas: la policía carga contra los manifestantes. Doscientos heridos y más de un millar de detenidos fueron la consecuencia de la refriega.
Mario Bravo se afilia al Partido Socialista el 1ro de diciembre de 1905. Así relata su aproximación al socialismo como militante:
“Mi primer contacto con el movimiento socialista consistió en una visita que hice al local de México 2070, donde tenía su sede el periódico “La Vanguardia” y su Secretaría el Comité Ejecutivo del Partido. Unos obreros amigos de Tucumán me encargaron adquirir unos folletos socialistas. Yo no sabía donde adquirirlos. Los adquirí y los guardé sin ánimo ninguno de leerlos. Pero surge la huelga azucarera en Tucumán y dada sus dimensiones me lleva a interesarme en ellos y leerlos”.
Aquella huelga lo marcó a fuego al joven periodista. Bravo no sólo se interioriza por las condiciones de vida de los trabajadores, sino que también, acude en su ayuda. Denuncia las condiciones inhumanas que soportaban los obreros tucumanos y un gran número de peones riojanos contratados, quienes fueron desalojados como animales de las miserables viviendas donde descansaban.
De su novela En el surco (1929), tomamos un párrafo.
“Analfabetos en su mayoría, embrutecidos por el alcohol, acobardados por la miseria, reducidos a cero como valor de la dignidad humana, eran verdaderas piltrafas sociales. Así los quería el patrón para que le consideraran su fuero y le argumentaran su privilegio. Gracias a ellos él disponía la voluntad del juez de paz, del repartidor de agua, del inspector de impuestos, del recaudador fiscal, del tasador para las contribuciones. Gracias a ellos su poderío descendía más allá de las fábricas, donde no era permitido vivir, transitar, reunirse, trabajar, asociarse, enseñar, aprender, si no se contaba con permisos o tolerancia”
Ya consagrado de lleno a la causa socialista, su condición de agudo analista político lo acerca al periódico La Vanguardia. Ocupa el cargo de Secretario de Redacción y posteriormente, entre 1907 y 1908, la dirección del mismo. También fue redactor del semanario Argentina Libre.
En 1909 da a conocer Poemas del campo y de la montaña y La huelga de mayo. En 1910 su comprometida obra Movimiento socialista y obrero, lo acredita para ganar espacio en el partido.
El 14 de mayo de 1910 se produce un hecho conmocionante, a los gritos de “¡Viva la patria!...¡Viva la policía!”, una patota nacionalista incendia y saquea el local del diario La Vanguardia. El operativo fue tan rápido que apenas los redactores del periódico pudieron escapar por los techos que daban sobre la calle Estados Unidos. En rigor, el ataque no era otra cosa que la culminación de una serie de amenazas que se venían produciendo desde el 14 de noviembre de 1909, cuando Simón Radowitzky, un joven de 18 años recién llegado de Rusia, arrojó una bomba de fabricación casera contra el carruaje en el que viajaba el Jefe de Policía, Coronel Ramón Falcón, cuando este regresaba del funeral de otro policía; causándole heridas graves que provocarían su muerte.
Ramón Falcón había sido nombrado Jefe de Policía en 1906, cargaba con la represión de manifestantes sindicales que conmemoraron el 1ro. de Mayo -hecho que acontecía en medio del estado de sitio por los levantamientos radicales-.En 1907 tampoco le temblaría el pulso para “disuadir” a los revoltosos que participaban de la gran huelga de inquilinos y finalmente, en 1909, Falcón fue el principal responsable de la masacre de la “Semana Roja”, en la plaza Lorea, que dejaría una decena de muertos, más de 70 heridos y cerca de 100 detenidos.
La Vanguardia volvería a reaparecer a mitad del año, en pleno estado de sitio, con su conducta combativa.
La lucha por los derechos políticos recién se verá reflejada con la sanción de la ley Sáenz Peña, que impulsaba el voto popular, secreto y obligatorio. A partir de 1912, el Parlamento argentino contaría con destacados representantes. El Partido Socialista lograría ubicar en el Congreso de la Nación a Juan B. Justo, Alfredo Palacios, Nicolás Repetto y a Mario Bravo en la Cámara de Diputados y en el Senado a Enrique Del Valle Iberlucea.


En 1913, Bravo fue elegido Diputado Nacional, en reemplazo de otro parlamentario. Su tarea abarcará dos períodos (1914-1918 y 1918-1922). Su primera actuación revelará una enorme carga social. En la Cámara propuso que los empleados que ganaban menos de 100 pesos tuvieran un aumento. Su preocupación por la mujer lo lleva a presentar varios proyectos. Primero fue el que posteriormente se convirtió en ley, sobre los derechos civiles de la mujer, más tarde, el que derivó en los derechos políticos de la mujer, con fundamentos y jurisprudencia completa. Bravo se ocupó del divorcio, que como era lógico, recibió el ataque de la Iglesia Católica, luego presentó su ponencia sobre el trabajo de la mujer y finalmente su proyecto sobre los niños.
El notable tucumano fue un ardoroso defensor de la Constitución Nacional. Es interesante bucear en las páginas de su libro La Revolución de Ellos (1932) para acercarnos a sus reflexiones.
Estos textos fueron el fruto de su análisis crítico volcado en la columna “Mirador” del diario La Vanguardia.
“La Constitución no es ni buena ni mala. Esto quiere decir, con total evidencia, que la Constitución actúa conforme sea la fuerza mental y moral que la dirige. No es ni buena ni mala, sino en cuanto está en buenas o malas manos”
“Ese es el punto esencial que nos interesa establecer. Debemos librar a la mentalidad popular del profundo error en que caería si creyera que por modificarse la cláusula de la Constitución sobre impuestos o sobre apertura del Congreso o sobre destitución de magistrados, se habría adquirido el grado de capacidad y de cultura cívica indispensable para depurar la democracia y determinar nuevas corrientes en el proceso social del país”.
Tan grave sería este error, como pensar que han de corregirse los errores del pueblo, cercenando sus derechos, limitando la acción de sus libertades, mutilando su personalidad cívica. Se tendrá, con ello, menos pueblo, en cantidad, en calidad, en capacidad. Los vicios intestinos no se habrán corregido y gravitarán en una u otra forma sobre los intereses públicos”
“Con la misma Constitución se ha hecho lo bueno y lo malo”.
“Con esta Constitución, ennoblecida por el esfuerzo de las generaciones más ilustres de la Nación se ha consolidado la paz interior, se ha legislado para los contemporáneos y para la posteridad, se ha asegurado el beneficio de la libertad y la conquista del derecho para todos los hombres del mundo; se ha levantado la escuela y se ha abierto las primeras sendas para la democracia”.
“Con ella se ha hecho el progreso material del país, se ha acrecentado su población, se han hecho navegables sus ríos, se han ofrecido sus puertos, se han multiplicado sus ferrocarriles, se ha trabajado la llanura”.
“Con esta Constitución, y siguiendo su ritmo, ha nacido para el país y se ha traducido en inmensos beneficios morales, ese cuerpo de legislación que reconoce sus derechos a la clase trabajadora, que ha dado a la enseñanza pública sus bases al hacerla gratuita, obligatoria y laica; que ha creado el registro civil, que ha abolido el matrimonio religioso como institución obligatoria; que ha sancionado la ley que reconoce a la mujer sus derechos civiles”.
“Grandes obras se han hecho dentro del vasto campo de sus preceptos”.



Mario Bravo dejó su vida en los pasillos del Parlamento. Durante 23 años trajinó por despachos y secretarías llevando su voz agitada. Toda esta carrera no lo hizo alejar de su verdadera vocación de poeta. En 1918 se presenta con La Ciudad libre y Canciones y Poemas. En 1920 su Canciones de soledad son el mejor ejemplo de su literatura.
Entre 1919 y 1920 es Miembro del Consejo Directivo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
Transcurre el año 1923 y Mario Bravo da a conocer una serie de cuentos de profunda sensibilidad: Cuentos para los pobres.


Son días tormentosos. El país se sorprende con el asesinato del Coronel Héctor Varela, bautizado el fusilador de la patagonia, por ser el máximo responsable de la represión de obreros en la Patagonia. Un anarquista alemán, Kart Wilkens, fue quien le arrojó una bomba. Wilkens, a su vez, murió en la cárcel, en un enfrentamiento con Pérez Millán Temperley, un militante de derecha que corrió la misma suerte de Wilkens, al poco tiempo también es asesinado.
En Buenos Aires, una voz femenina irrumpe en el escenario teatral: Azucena Maizani comienza una larga y exitosa trayectoria, debuta en el Teatro Nacional cantando Padre Nuestro en el sainete de Alberto Vaccarezza.
Es un año significativo para las letras: aparece Fervor de Buenos Aires, de Jorge Luis Borges, recién llegado de España y que trae novedades del ultraísmo; El grillo, de Conrado Nalé Roxlo e Historia de arrabal, de Manuel Gálvez. Ricardo Rojas recibe el Gran Premio Nacional de literatura por su Historia de la literatura argentina.
Tres obras significativas transforman a Mario Bravo en un punzante analista de las leyes laborales. Capítulos de la Legislación Obrera (1925), Sociedades Cooperativas (1926) y Derechos Civiles de la Mujer (1927), son un ejemplo de su pluma. En esos textos circulan sus pensamientos sobre el trabajo nocturno, la utilización de menores y mujeres en tareas esclavas, la higiene y seguridad en los lugares de trabajo, el descanso dominical, el impuesto a las herencias, entres otros.




En 1932 es elegido Senador Nacional hasta 1938. En 1939 se dedica nuevamente al periodismo militante, primero en La Vanguardia y luego en el semanario Argentina Libre.
A principios de 1940, a Bravo le ofrecen la candidatura a una tercera senaduría. Desiste: “Llegué al partido siendo abogado y poeta. Tengo el orgullo de mi profesión y soy, inquebrantablemente, un poeta. Quiero vivir de nuevo en la aurora gloriosa de la Belleza y del Arte para encontrarlos, devolviéndolos a la multitud en marcha, como auxilio espiritual, como agua fresca y oportuna para los que caminan sedientos. Quiero tener esa función dentro de la vida social en que me desenvuelvo, pues creo que un movimiento tan complejo, tan vasto y tan múltiple como éste de la emancipación de los trabajadores, le hace falta la idealidad del soñador, tanto como la dialéctica de la ciencia empírica; le hace falta la emoción que eleva, dignifica, ennoblece las acciones, tanto como la acumulación de experiencias cargadas de insensibilidad, en la fría, en la adusta, en la desolada estepa del realismo político.”
En 1942 vuelve al Congreso como diputado por la Capital Federal. En ese período se ocupa de los adultos mayores y de creación de una caja de seguridad para enfermos, desocupados y pensionados.
Cansado, toma una última decisión, legar su notable biblioteca personal a la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Tucumán.
Mario Bravo fue un orador brillante. El público se paraba para aplaudirlo. Una expresión de José Ingenieros lo viste al poeta: “Mientras los libros de poesía de Bravo se exhibían en las librerías de la calle Florida, la policía lo andaba buscando en los barrios para ponerlo preso”.
 En 1944,Alfredo Palacios, en la tumba, así lo despidió:
“En esta hora triste de nuestra nacionalidad, Bravo no está con nosotros, pero lo recordamos con cariño y nos alienta en la lucha, desde la inmortalidad. Al irse para siempre, en plena dictadura de incapaces, pronuncio estas palabras: Cuando presenciamos con angustia el triunfo de la deslealtad, el desdén a la ley y la profanación de la palabra que ha perdido la dignidad de su magisterio, cae abatida la recia personalidad de Mario Bravo que, como Mitre, fue poeta, legislador, tribuno y soldado que luchó por la democracia y sufrió cárcel por imposición de la dictadura. Hermano, noble espíritu fuerte: venimos a despedir tus restos mortales, pero sin derramar una sola lágrima. Sin apocar la voluntad ni encoger el ánimo. Es hora de defender la libertad y nosotros juramos, sobre la losa del sepulcro, defenderla, porque es una exigencia de nuestro destino y vale más que la vida.
Y hemos cumplido nuestra palabra”.



Article 19

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ALBERTO VANASCO: MEMORIAS DEL FUTURO


No cabe duda que Alberto Vanasco (1925-1993), integró esa cofradía de escritores que marcó una época en el mapa cultural de nuestra ciudad. Hablamos de aquella raza de autores despojados de una estructura académica, decimos de un personaje que creció en una Buenos Aires romántica y trasnochada, cuando las anotaciones y apuntes escritos sobre la mesa de un café indecoroso tenían mística, urgencia, clandestinidad; y el escribiente no calculaba, como ahora, los caracteres puntuales en su computadora. Aludimos a esos vagos comprometidos con el oficio de la vida, capaces de ser pensantes mentirosos a la hora del acuerdo formal y seductores cuando la circunstancia se presentara. Afirmamos que estos intelectuales callejeros sabían  demasiado sobre los conflictos existenciales y no se callaban la boca, no se guardaban nada, no especulaban sobre la trascendencia de la palabra escrita.
Vanasco fue un adelantado, un vanguardista experimental que anticipó el neobjetivismo, un innovador en todos los géneros. Jugó con el lenguaje, basándose exclusivamente en la explotación de la imagen y el contacto con la realidad. Incursionó en la novela, quebró su angustia como cuentista, poeta, dramaturgo, y no dejó de lado al periodismo, oficio que le abrió las puertas a muchas de sus inquietudes.
Formó parte de la vanguardia argentina de los años 50. Estuvo siempre unido al grupo de poetas que se nuclearon en torno  de la revista Poesía de Buenos Aires, convocados en principio en la casa de Baldomero Fernández Moreno y después al lado de Oliverio Girondo y Norah Lange. En esos entretelones se acercó a Edgar Bayley, Mario Trejo, Raúl Gustavo Aguirre, Miguel Brascó y Paco Urondo. También trabó amistad con el grupo surrealista liderado por Aldo Pellegrini e integrado por Enrique Molina, Francisco Madariaga, Carlos Latorre y otros "locos" más, quienes decidieron publicar  la aventura impresa de aquella revista insolente llamada Letra y Línea.


No fue un escritor con regularidad. Los borradores de sus textos estaban llenos de correcciones y en muchos casos reescritos cuatro y cinco veces. No vivió nunca de sus obras. Su sostén económico devenía del resultado de las traducciones, las notas periodísticas y sus clases de matemática y filosofía. No se llevó bien con la crítica. Tenía escasa química con aquellos adulones a los que había que perseguir para arrancarles una línea. Las opiniones generosas vinieron de sus amigos, como fue el caso de César Fernández Moreno, Noé Jitrik, Ramiro de Casasbellas, Eduardo Goligorsky o Marco Denevi. Sentía enorme placer por la lectura de Joyce, Proust, Kafka, Faulkner y Hemingway. En poesía se gratificaba con Rimbaud y Apollinaire. En el campo nacional sus escritores fundamentales fueron Roberto Arlt, Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes.
Vanasco incursionó en el género de la ciencia-ficción de manera notable. Después de leer La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, sintió atracción plena por esa corriente que lo tendría en vilo permanentemente. De hecho se acercó a la revista Mas allá, que fue la primera en su género en los países de habla castellana.


Alberto Vanasco tuvo prosapia y  raíz porteña, nació  en el barrio de Almagro, en la calle Castro Barros al 800, en el seno de una familia acomodada y acostumbrada a la lectura. Fue el segundo de cuatro hermanos. En 1929 la familia se mudó al barrio de Caballito, ocupando una casa en la calle Cucha-Cucha esquina Yerbal. Como resultado de la crisis social que vivía el país, su padre perdió el empleo que tenía en el Banco Municipal donde era Jefe de Cuentas Corrientes y ante la necesidad por sobrevivir, decidieron trasladarse a San Juan; primero a 9 de Julio, cerca de Caucete, y más tarde a Media Agua, donde su abuelo materno tenía una finca. Allí empezó la escuela primaria, para lo cual él y su hermano Hugo, casi dos años mayor, debían hacer más de una legua diaria a caballo.
Esta vida de campo y entre las sierras, marcará indeleblemente la personalidad del autor, influencia aguda que aparecerá reflejada en los dos primeros libros de sonetos, unos diez años después. El chico a caballo, libre desde de la mañana a la noche, que recorre a su antojo las viñas y las alamedas, echando pie a tierra sólo a la hora de las comidas, quedará en forma subyacente en todo cuanto escriba más tarde.
Transcurre el otoño de 1934 y en ocasión del Congreso Eucarístico, toda la familia regresa a Buenos Aires, donde en 1936 nace Carlos Augusto, su hermano menor. El padre compra una farmacia en Lanús Este y allí permanecerán cuatro años, hasta 1938, cuando termina la escuela primaria. Es la época de la gran soledad de los barrios aledaños, de las lluvias interminables, de la intensa melancolía de la pobreza y el desamparo.
En 1939, nueva mudanza, ahora al pueblo de San Martín, un trozo de campo incrustado en la gran ciudad. Aquí recupera su libertad y entusiasmo. Escribe los primeros poemas y cuentos. Empieza el Colegio Nacional Buenos Aires, donde conoce a Mario Trejo, a Aldo Cristiani, a César de Vedia. Así transita su adolescencia.
Es el propio poeta y amigo Mario Trejo quien recuerda esa época: “a los quince años jugábamos a la literatura. Entre nosotros había un culto de la amistad que se olía. Vanasco fue mi amigo y decir eso no es ninguna broma”.
También el compañero evoca aquel espacio donde se reunían para escribir en los años 50: “El departamento era, una “patria chica” con discos de jazz moderno y libros de Thomas Elliot, en pleno centro de Capital Federal. Momento mágico e intenso de una vida donde vivíamos en una especie de nube, de fiesta constante”.
En 1943, con 18 años recién cumplidos, publica su primer libro, una breve novela: Justo en la cruz del camino, obra que no ha sido reeditada debido a que su tema y en parte su argumento, fueron aprovechados y adaptados en el capítulo 15 de la novela siguiente, Sin embargo Juan vivía.


En 1944 muere el padre y la familia se muda definitivamente a la Capital, a una casa en la calle Agrelo 4081 que les hace construir el abuelo materno. Empieza entonces la larga y complicada serie de trabajos disímiles: en la Corporación de Transportes, en los Tribunales, en el Puerto como profesor particular de matemáticas, como remisero oficial de las Fuerzas Armadas, periodista, traductor, guionista de cine y televisión, redactor de avisos publicitarios, ocupaciones todas que le dejaron una experiencia que irá desgranando en sus poemas y relatos.
El 1946 Alberto Vanasco y Mario Trejo organizan el  Higo Club, un movimiento cultural que se anticipa a las perfomance que muchos años después se conocerían en el Instituto DiTella. En rigor, se trataba de un adelanto de los famosos happening, esas acciones directas de improvisación que provocaban asombro y un juego estético directo, que tuvieron su esplendor en los años 60, suerte de exhibiciones incompletas de pintura, escultura y técnicas mixtas que duraban pocos minutos, sumados a la lectura de poemas. El proyecto Higo Club también incluyó la edición de libros de tirada limitada y de carpetas con poemas ilustrados. De esa imprenta asomaron los 24 sonetos absolutos y intrascendentes (poemas), versos que fueron reeditadas en 1971, juntamente con los sonetos Cuartetos y Tercetos definitivos, bajo el título común de Sonetos, por Ediciones Macedonio.
En su novela Sin embargo Juan vivía dada a conocer en 1947-reeditada en 1967 por Editorial Sudamericana y por el Círculo de Lectores de España en 1976-, Vanasco anticipó los logros formales que años más tarde serían atribuidos al neobjetivismo francés, usando la segunda persona y el tiempo verbal futuro, rompiendo con las apoyaturas formales acostumbradas y adelantándose a Michel Butor,profesor de Filosofía en la Universidad de  Niza y Ginebra. Butor saltó a la fama gracias a su novela La modificación, obra escrita en segunda persona del plural y que fue llevada al cine en 1970.
Vanasco siempre tuvo conciencia de la clase obrera, su historia de desarraigo y  el permanente traslado de un lugar a otro, le abrieron los ojos a un panorama de país donde las fuerzas del proceso histórico estaban ligadas al peronismo. Desde esa perspectiva adhirió al movimiento y junto a Nicolás Olivari, Arturo Cancela, Alfredo Brandán Caraffa, Horacio Rega Molina y otros intelectuales, fundaron la Asociación de Escritores Argentina (ADEA). La finalidad y el fundamento básico de este agrupamiento fue poner freno a los simpatizantes del Grupo Sur.
En 1948, la Subsecretaría de Cultura de la Nación reunió a un numeroso grupo de intelectuales simpatizantes con el gobierno peronista, enrolados en la llamada Junta Nacional de Intelectuales, a fin de que trabajaran en la redacción del anteproyecto denominado “Estatuto del trabajador intelectual”. El mismo debía resolver los problemas de la cultura argentina en lo que correspondía a la protección del intelectual, “para el estudio a fondo y solución doctrinaria de uno de los aspectos que inciden en la formación del auténtico espíritu nacional”. El proyecto controlaría lo publicado y las facilidades de publicación de los trabajadores mediante las protecciones a la importación del papel que otorgaba el Gobierno, así como garantizaba la pluralidad, salvo en los casos en que un texto ofendiera a “la religión del país, a la nacionalidad o al orden moral”. Pese a este intento de agrupamiento laboral de los escritores e intelectuales, la propuesta no prosperó. Una vez más se demostraban las dificultades para la consecución de medidas efectivas en el seno de la política cultural de estos primeros años del peronismo.


Con No hay piedad para Hamlet, pieza teatral escrita junto a su amigo Mario Trejo, ganó el Premio Municipal de Buenos Aires y el Premio Nacional Florencio Sánchez. La obra se estrenó en 1948 y se repuso en los 60 en el Instituto Di Tella. La misma fue representada en Buenos Aires en 1965, en el teatro del Altillo, bajo la dirección de Alberto Cousté.
Vanasco se casó en 1949 con la profesora de danza clásica Esther Azucena González y dos años más tarde nació su primer hijo, Alberto.
La poesía lo desvela en este momento, es el invierno de 1954 y aparece Ella en general. 

De buena fe sé que tu sonrisa estalla como 
los frutos 
que tu nombre resuena como las declinaciones más
antiguas
que en ti todo se excede como el año se vuelca
que los días te siguen hasta hacerte volar
que tu boca es más suave que los saltos del universo
más dulce que la memoria de las primas que tanto
hemos amado
es en tus ojos donde la luz desata sus mares
es por ti que el mar reanuda su juego
es en tu voz donde la noche amansa sus vientos
propicios
y es en el centro de tu risa donde el día ordena sus
mástiles
 
es a ti a quien la mañana dedica su empeño
a quien prefiere la línea del mediodía
por quien se preparan los hábitos del anochecer

es por ti que cada nombre ha clavado sus anclas
y por quien el año alberga demasiado optimismo

es en tu corazón donde madura lo que está por venir.

En 1957 una nueva novela lo encuentra en total plenitud literaria, presenta Para ellos la eternidad,bajo el sello de Edición Doble P. No ha sido reeditada en razón de que varios de sus capítulos se  aprovecharon en novelas posteriores. Fue llevada al cine en 1964, con el título Todo sol es amargo, con la dirección de Alfredo Mathé. El guión fue escrito de manera conjunta por Noé Jitrik y el propio director. Los papeles protagónicos estuvieron a cargo de Federico Luppi, Lautaro Murúa, Jose María Gutiérrez, Héctor Alterio, Luis María Mathé, Elena Cánepa, Beatriz Matar y Haydée Padilla, entre otros. Se estrenó el 20 de setiembre de 1966.
En 1961 viaja a Nueva York, donde permanece dos años trabajando en la editorial Crown Publishers.


Vuelve a la poesía con  Canto rodado, editado por Edición Maldoror en 1962 y reeditado por Editorial Sudamericana, en 1970. En el prólogo el autor expresa: “No creo que puedan escribirse más de treinta o cuarenta poemas aceptables en toda una vida. Por esa razón, bajo el título general de “Canto Rodado” he ido acumulando todos mis poemas de índole diversa como los presentes. Por los mismos motivos, bajo el título de “Ella en general”, iré agrupando mis poemas de amor. Sólo dos títulos para una obra poética me parece la forma menos complicada de su comunicación”.
Entre 1963 y 1964 surgió la revista Zona de la Poesía Americana, que nucleaba poetas afines a su línea expresiva: Francisco Urondo, César Fernández Moreno, Miguel Brascó, Noé Jitrik y Ramiro de Casabellas.
Urondo y Vanasco aparecen como editores en tres de los cuatro números de la revista (el primero estuvo a cargo de Brascó y Vanasco). Las portadas-manifiesto (íntegramente dedicadas a retratos fotográficos de Girondo, Juan L. Ortiz, Macedonio Fernández y Enrique S. Discépolo, en ese orden), las encuestas que promueve (“Algunas ideas sobre la poesía” en el primer número; “¿Para qué sirve la poesía?”, en el segundo) y los artículos críticos (“La poesía es el principal alimento de la realidad”, de Bayley, en el segundo número, “Poesía argentina entre dos radicalismos”, de Jitrik, en el tercero, y “Lirismo y objetividad”, de Carlos Rafael Giordano, en el cuarto y último) configuran una sólida intervención crítica en el campo poético. En este marco se incluye “La poesía argentina en los últimos años”, un extenso ensayo de Urondo publicado en el número 2, que adelanta tres capítulos de Veinte años de poesía argentina.
A la vez Urondo escribe en Zona ensayos breves en que se pronuncia contra la idealización del oficio y marca un territorio propio, distante del populismo y de la ideología liberal.
Regresa al camino de la novela con Los muchachos que no viven,en 1964. La obra se reedita en 1967 con el sello del Centro Editor de América Latina y en 2011 por Editorial Mil Botellas.
Como autor de ciencia ficción, un género poco desarrollado en nuestro país, escribió un excelente libros de cuentos: Memorias del Futuro (1966). Contenía cinco relatos del autor y cinco de Eduardo Goligorsky. Edición en francés: Souvenirs du Future, Ed. Ides et Autres, Bruselas, Bélgica. 1974 y Adiós al mañana (1967), también en colaboración con Eduardo Goligorsky.


En su novela Nueva York, Nueva York (1967), reeditada en 1976 por el Círculo de Lectores de España,propuso una experimentación con el tiempo narrativo, elaborada en sentido contrario al transcurso temporal,anticipando el recurso utilizado por Martin Amis (Oxford-Inglaterra,1949), en La flecha del tiempo (1991), cuyoargumento esla versión invertida de la realidad, la cronología no sólo es simple inversión (las personas se vuelven más jóvenes y, finalmente, los niños se convierten en bebés, y luego vuelven a entrar en el vientre de sus madres, donde finalmente dejarán de existir) sino que también lo es la moral.
En 1968  se une en pareja con la periodista Alicia Virginia Petti y van a vivir en un departamento que Vanasco hereda de su madre, en Acevedo y Avellaneda. En 1972 se mudan a otro del barrio de Floresta, calle Mercedes, a dos cuadras de Rivadavia, que el escritor compra con el producto de la venta de sus libros, ya que ha comenzado a editar en Europa con inesperado éxito. Ese mismo año viajan a Europa recorriendo varios países, y estableciéndose un tiempo en Barcelona, en casa de Alberto Cousté. Conviven 12 años.
Muy interesado en la filosofía, se dedicó a estudiar la obra de Hegel, autor que, según sus palabras, le proporcionó todas las respuestas. En 1973 publicó Vida y obra de Hegel (ensayo)  con el sello de Editorial Planeta, Barcelona.
En 1977, sorprende a sus amigos con otra novela de fuerte contenido político, se trata de Otros verán el mar, precisamente en este trabajo es donde el autor se acerca con mayor naturalidad a ese ideal de unidad totalizadora. Economía verbal, reflexión aguda, imágenes violentadas, que el mismo Vanasco ha señalado como proposición y logro: "Creo que todo el libro es tan sólo como una instantánea tomada muy de prisa desde la ventanilla de un tren a toda marcha que cruza una colina copada por el fuego". Ese mismo año aparece Nuevas Memorias del futuro que Editorial Torres Agüero reeditará en 1986.


A partir de 1981 comenzará una etapa diferente en su vida, más estable y tranquila. Ese  año se casó con Alicia Sierra, quien lo acompañará hasta su muerte. Del matrimonio nacieron dos hijas, Victoria (1983-economista-) y Luz (1986- restauradora de arte-).
En la primavera de 1983 Vanasco reaparece con una serie de cuentos que golpean y sacuden por su sentido crítico, en un período particularmente doloroso de la historia argentina. Con el título de Los años infames, editado por Editorial Rayuela, el autor nos va despertando con algunos de sus cuentos punzantes: La juventud dorada, Ni santos ni pecadores, El sótano o El hombre que quería irse.
En 1984 se le otorga el Premio Konex, en la disciplina Ciencia Ficción.
Regresa a la novela, en 1987, con Al Sur de Río Grande, un texto impecable lleno de aciertos formales y temáticos. Vanasco nos llama a la acción en distintas ciudades de Latinoamérica: San Pablo, Caracas, México, Santiago de Chile y Buenos Aires. Con su ojo avizor el autor refleja la vida de quienes debieron aislarse o interrumpir sus vidas en distintos lugares. Sin caer en un atrevido comentario podemos decir que esta es una de las primeras novelas que nos muestra,además, la verdad de un continente postrado y esperanzado, en un estilo cambiante, brillante y sorprendente donde la acción, la poesía y el pensamiento se suceden dando vida a la historia.
Por esta novela recibe el Premio Municipal. No es gratuita nuestra referencia. Ha dicho Bernardo Verbitsky: "Vanasco escribe sus novelas como Paul Eluard sus poemas". Tal vez no pueda hacerse mayor elogio de la obra de un novelista.



Dos ensayos pueden ser considerados como textos finales. Carta a mis hijas (1991), editado por Fundación Argentina para la Poesía y Tres ensayos sobre una filosofía de nuestro tiempo (1992), con sello de Plus Ultra.
Un nuevo reconocimiento le llega tardíamente. La Fundación Argentina para la Poesía lo gratifica con el Gran Premio de Honor. Para ese momento Vanasco dice: “La verdad de la poesía es la amistad de los poetas”.
En sus últimos años también trabajó como Presidente de la CONABIP (Comisión Nacional Protectora de Bibliotecas Populares), organismo que dirige todas las bibliotecas populares de Argentina.
Vanasco supo ganarse el afecto de sus amigos, todos lo recuerdan como un hombre de un humor irónico. Murió en Buenos Aires en 1993.
Desde este espacio queremos recordarlo con un cuento de enorme sutileza creativa.

Todo va mejor con Coca-Cola”
“Todo va mejor con Coca-Cola, que refresca mejor

¡Todo va mejor con Coca Cola...!”



Los altoparlantes atronaban desde lo alto con el estribillo de turno.
Goddart se quedó un momento en la puerta tratando de orientarse. Allá, al final de la calle, se veían las casas de emergencia instaladas por la Bayer. En la esquina, un policía —con las letras de Ford en la espalda— hablaba por teléfono, seguramente dando las novedades. Goddart miró su reloj: era uno de los suministrados por la Shell —la hora Shell, decía—. Eran las cuatro. Antes de las cinco, debía salir de la ciudad porque a esa hora se cerraban los puentes fiscalizados por la Dunlop, para impedir que entraran más automóviles durante la noche.
Goddart mismo era un G. E. —es decir, un hombre de la General Electric—. Todavía llevaba el traje de la empresa y en las mangas se podían leer las marcas dejadas por las iniciales que al parecer habían sido arrancadas recientemente. Después de la última contienda con la Westinghouse habían quedado dueños absolutos de toda la producción electrónica en los cinco planetas. Goddart había llegado a participar en los últimos combates.
Ahora dos aviones de caza se ametrallaban en lo alto. Era la Chesterfield que acababa de declarar la guerra a la Philip Morris Inc. por la posesión de tres canales de televisión.
“Maten al cerdo traidor”, repetían mientras tanto los altoparlantes, una y otra vez.
Goddart se sorprendió transgrediendo la consigna del tabaco: había pasado más de una hora sin fumar. Sacó mecánicamente un cigarrillo pero no llegó a encenderlo: se limitó a destrozarlo y a dejarlo caer por el incinerador, como había hecho tantas veces, como si todavía pudiera temer una requisa pública. Lo cierto es que apenas unas horas antes había desertado de su puesto en la empresa y había abandonado, por lo tanto, a todos los demás hombres. Ahora nadie querría relacionarse con él: había dejado su trabajo, había desobedecido las disposiciones de consumo, se había ocultado en el edificio de la firma durante todo aquel día y en esos momentos era buscado en toda la ciudad por las fuerzas represivas de las compañas coaligadas.
“Cuelguen al cobarde”, decían los altoparlantes entre disco y disco del conjunto juvenil “Los Hurricanes”, propietarios de todas las estaciones de radio, las cuales transmitían, por lo tanto, nada más que sus propias grabaciones.
Las grandes empresas todopoderosas habían ido haciéndose cargo, poco a poco, de las funciones que los gobiernos, cada vez más indigentes, no podían atender. Pusieron primero toldos en las paradas de los ómnibus para proteger de la lluvia o del sol a los pasajeros que esperaban en las colas. Colocaron después sombrillas para los agentes de policía y construyeron edificios para las autoridades, todo coloreado con la propaganda de sus marcas. Hicieron caminos, escuelas y estaciones de ferrocarril, aeródromos y usinas. Por fin, debieron proveer de uniformes al ejército y terminaron por comprarles las armas y las provisiones. Los gobiernos, menesterosos, no tardaron en disolverse, y las grandes compañías, que ya eran dueñas de todo lo demás, se confundieron, al fin, con la realidad entera.
Goddart esperó a que sus ojos se habituaran a la pareja claridad de la tarde: hacía más de un mes que no veía la luz del sol. En todo ese tiempo no había salido del establecimiento laboral donde además tenía su residencia. En ese momento, una patrulla coaligada dobló en la esquina y se dirigió hacia él, marchando por la vereda de su lado. Cada uno de ellos llevaba un fusil sónico y los que iban al frente conducían también varios osos enormes que se abalanzaban sobre cada puerta, olfateando los umbrales, y después seguían a los saltos hacia adelante en busca de su presa. Goddart tenía la impresión de sentir ya el aliento de las bestias sobre su cara. “Saben que estoy aquí”, se dijo, y corrió hacia la esquina opuesta en busca de alguna puerta abierta para ocultarse, pero toda la ciudad parecía clausurada. El aviso de su fuga se repetía sin cesar en todos los aparatos subliminales y telepáticos, en los altavoces y teléfonos públicos. “Cuelguen al inmoral”, se propalaba a la vez por todas partes.
Goddart oyó que los osos se lanzaban en su persecución y que la patrulla los seguía, a la carrera, dando gritos de júbilo. Un vals resonó de pronto en los parlantes de la calle: era un tema compuesto especialmente por “Los Hurricanes” para momentos como aquél, cuando se estaba a punto de capturar alguna víctima. Seguramente, toda la ciudad seguía en esos instantes la cacería desde las pantallas laborales. Goddart se detuvo sin saber a dónde dirigirse: una segunda patrulla había aparecido al otro extremo de la calle y ahora se aproximaba corriendo, sujetando sus osos.
De pronto una mano que emergió desde un portal entreabierto lo tomó de un brazo y lo arrastró al interior de un zaguán oscuro y húmedo. Antes de que Goddart pudiese comprender lo que acababa de sucederle, se vio frente a una mujer, sin iniciales en la ropa, que, poniéndose un dedo sobre los labios, le indicaba no hacer ruido, mientras cerraba la puerta y quedaba después atenta a los sonidos del exterior. El hato de bestias pasó de largo y también la patrulla, y sus gritos se perdieron de a poco al doblar en la esquina, por donde se había desviado también sin duda la segunda patrulla. Goddart observó atentamente a aquella mujer: era pequeña, de edad indefinida, con un rostro fresco pero a la vez ajado por lo que muy bien se le podía dar tanto diecisiete años como cuarenta y siete.
—Lo estábamos esperando, —dijo ella—. Acompáñeme.
Goddart siguió su voz en la oscuridad y al final del pasillo descendieron por una escalera, oculta bajo una puerta trampa, al final de la cual se hallaron en un subsuelo iluminado, enorme como una estación de helicópteros, lleno de máquinas en funcionamiento y del fragor de voces humanas.
—Hay miles de fábricas como ésta en toda la superficie de la Tierra —dijo la mujer mientras avanzaba entre las cintas sin fin donde se desplazaban pequeños envoltorios plateados.
—Fábricas de chocolate —dijo Goddart.
—Sí. Tenemos que lanzar nuestros productos al mismo tiempo en todo el mercado de los cinco planetas para poder competir con la firma Herschel’s.
— ¿Nada más que chocolate? —dijo, él.
—Por supuesto que no —le explicó la mujer—. Estamos preparando la competencia en todas las líneas. Nuestra revolución será total: o ellos, o nosotros. 

Ahora, a Goddart, todo le parecía terriblemente lógico: ¿cómo no había pensado que los réprobos del sistema, al insurreccionarse, tratarían de unirse para hacer frente a las fuerzas destructivas que los condenaban? Lo que Goddart nunca había llegado a concebir era que alguien pudiese escapar con vida de su propia insubordinación, y menos aún ocultarse en las mismas anfractuosidades del sistema. Al final del recinto se encontraron con varias oficinas, como las de cualquier directivo de la superficie. En una de ellas había un hombre frente a un escritorio: Goddart lo reconoció con desánimo. Era quien había sido su jefe hasta el día anterior, en la misma sección contable de donde terminaba de escaparse.
—Usted —se limitó a decir él, un poco estúpidamente.
—Así es —aceptó el otro—. Se va a encontrar con muchos de nuestra empresa aquí abajo. Todos nos alegramos de contarlo entre nosotros. Sabemos que es usted un elemento; altamente capacitado.
— ¿Están preparando la revolución? —preguntó Goddart.
—Sí, una revolución a nuestro modo, con sentido comercial. Pensamos desplazar a la Chesterfield, la Ford, Helena Rubinstein, Dunlop, Duperial y la General Electric. Sírvase. ¿Quiere fumar?
Y el jefe levantó su cigarrera del escritorio y le ofreció un cigarrillo: —Son Gauloises —dijo. Goddart tomó uno y lo prendió en la llama del encendedor que el hombre le extendía.
—Espero que fume uno cada media hora —agregó el hombre, con una sonrisa de complicidad.
—No cuenten conmigo —concluyó Goddart. Después miró a la mujer, que permanecía impávida cerca de él: —Estoy por descomponerme —le dijo.
— ¿Quiere pasar al baño?
— Sí,
— ¡Adelante! Tenemos nuestro propio papel higiénico, marca Oasis.
Goddart la siguió. —No deje de verme —le gritó el jefe mientras salían—. Venga después a verme. ¡Tengo un puesto clave para usted!
Goddart, una vez en el baño, buscó una ventana por donde escabullirse al exterior pero recordó de pronto; que estaba en un subsuelo. Abrió entonces la puerta junto a la cual esperaba la mujer y de un salto cruzó frente a ella. Corrió entre las máquinas etiquetadoras seguido por su guardiana y otros cinco o seis hombres que se incorporaron a la cacería.
“Descuarticen al puerco traidor”, empezaron a requerir los parlantes, que hasta ese momento habían estado transmitiendo música funcional. Dos víboras encabezaban ahora el contingente que lo perseguía.
Siguió sin detenerse hasta encontrar una escalera y la subió saltando los escalones de cinco en cinco, con las serpientes que le rozaban los tobillos. Cuando desembocó en el final del zaguán abrió de golpe la puerta de calle y lo primero que vio fueron las dos patrullas de la superficie que lo aguardaban, formadas en la vereda de enfrente, con los halcones listos, además de los osos. Miró hacia atrás y vio las cabezas de las víboras que se alzaban hacia él.
En ese momento las patrullas enemigas se descubrieron mutuamente y empezaron a dispararse unos a otros sus armas supersónicas. Goddart se dejó caer al suelo y se arrastró hasta ponerse fuera de la zona de peligro, donde oía cruzar los proyectiles vibratorios. Se refugió en un umbral, sin saber en qué dirección huir, cuando el portal que tenía a sus espaldas se abrió y una mano, surgida desde las sombras, lo tomó de un brazo y lo introdujo en un pasillo húmedo.
—Acompáñeme —dijo una voz de mujer muy cerca de su oído—. Lo estábamos esperando. —Goddart creyó ver mi pelo rubio, platinado, como esos que se usaban en cu los avisos de armamentos.
Afuera, las patrullas seguían disparando. Goddart, sin poder hacer otra cosa, y guiado por aquella voz, bajó por una puerta trampa y descendió la escalera que llevaba a los sótanos.
Llegaron así hasta un amplio recinto lleno de telares, que funcionaban haciendo un ruido apocalíptico.
—Nos alegramos de contarlo entre nosotros —dijo la mujer— Sabemos que es un hombre muy capacitado.
Y tomándolo de una mano, lo llevó hacia adentro.


Article 18

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LEONOR GARCÍA HERNANDO: NEGRAS ROPAS DE MUJER


En el mundo apasionado de la poesía argentina, resulta difícil encontrar una figura determinante. Las claves, inexorablemente terminan en una subjetividad que no siempre coincide con el entramado social, con la conducta ideológica, con la acción militante, con las vinculaciones de género, con los mitos, con la inocencia, con la belleza,con los senderos de la memoria o con la agobiante angustia existencial que domina al creador y lo transforma en un ser de necesidades. No es posible pintar un paisaje sin antes internalizarlo, penetrarlo, dejarlo que recorra el canal sanguíneo y que, una vez transformado en diagrama, se libere de esa penumbra hostil que paraliza al artista. La poesía es la más sensible de todas las expresiones literarias; la validez de las palabras en esa disciplina tiene  un sentido obrizo que determina una transparencia desordenada que antecede a la fiesta de la lectura. En esta ceremonia, Leonor García Hernando (1955-2001), sin duda, es una invitada de lujo.
Como bien expresa María Esther Alonso de Solís sobre la autora:“Es factible leer en la trama social, desde el punto de vista ideológico, cierta identificación entre las diferencias de sexo y determinadas relaciones que atañen -en el funcionamiento social- a los sujetos del género, relaciones económicas, políticas, intelectuales, afectivas, etc. Desde tal diferencia jerárquica no sólo se detenta el poder sino también se consolida -y no se cuestiona- un status quo que mantiene a la mujer al margen de los niveles de decisión, de elaboración o creación de proyectos vinculados con las actividades sociales y políticas”.
Leonor García Hernando aparece en el mundo literario argentino con una construcción poética sustancialmente femenina, con una deliberada transparencia que bien podemos vertebrarla desde su infancia, donde la escritura suplanta a la pérdida de esa niñez que transcurre en la pequeña localidad bonaerense que marcará toda su vida.


Leonor nos acorrala cuando rememora: “Creo que la escritura aparece como una cita que se da entre dos hechos. Por un lado, la pérdida de la infancia como edad y como espacio. Mi infancia está vinculada a lo que hoy se llama “Ciudad Evita” –nombre que debió conservar siempre, pero cuando llegué a ese pueblito se llamaba “Ciudad Belgrano”–. Calles de barro, ausencia total de teléfonos, de hospitales. Mi padre para venir a trabajar a la Capital todos los días, usaba galochas, en invierno o en épocas de lluvia. Mi casa quedaba en la última línea de edificación sobre el bosque de Ezeiza. Frente a mi casa empezaba el bosque.Cuando tengo 11 años nos mudamos a la Capital. Es el final de la infancia como edad y como lugar para tener infancia. Para mí fue seguramente una falla constitucional, psíquica. Una incapacidad total o muy grande de adaptación. Y viví eso como una pequeña muerte... Ahí empecé a escribir".
La poeta agrega: "En mi casa, en mi mundo familiar, yo era la torpe, yo era la que trataba y no podía, como sí podían los otros que eran mis hermanos. Yo trataba de cantar y desentonaba, trataba de bailar y era pata dura, trataba de dibujar y tenía la mano de piedra. No creo en esos primeros años haber escrito mejor que mis hermanos. Mis hermanos no lo intentaron. No tuve con quien competir, no aparecí como la que peor hacía las cosas, entonces perseveré. Me quedé ahí, que era un territorio que nadie disputaba. Creo además, que era un territorio que gozaba de la satisfacción de mi padre que era periodista y veía la continuación de sí en esa hija que también escribía".
La autora también reflexiona: "Desde que empecé a escribir, “la pérdida de la infancia” fue el tema. Y también fue el tema asociado a la muerte. Después, para la desgracia de todos y de la mía, éste país me dio muchos motivos para que pueda perseverar en estos temas. El crimen, el asesinato como código de educación hacia la población civil, hacia los jóvenes, en forma encarnizada, desgraciadamente permitió que yo me pueda demorar en este tema. Y además, no pienso salir de él…”. (Publicado por la revista Perro Negro número 2 / agosto-setiembre de 2000).

En la mesa familiar mi padre no tenía silla.
Él comía parado, erguido sobre el mármol como un
monumento fúnebre;
pero su voz era alegre y ronca
y le gustaba relatar los condimentos usados al preparar
el almuerzo
porque era mi padre quien cocinaba en casa.
Tiempo atrás él degollaba gallinas en la pileta del lavadero
y tapaba los chillidos del animal con el ruido del agua.
Con mi madre compartían ese espacio.
Allí donde mi madre golpeaba la ropa
él golpeaba la cabeza de un pájaro feo y sin otra gracia
que se entrega a una muerte cruenta.
Supe entonces que si era fea compartiría la
suerte de unas plumas sangrientas
y así fue cierto
que mi garganta respira por el tajo.

Leonor García Hernando nació en Tucumán, en 1955. Un año trágico para el país. Eran las 12.40 del 15 de junio de 1955, cuando la Fuerza Aérea y la Aviación Naval Argentina, bombadearon la Plaza de Mayo. Cuarenta aviones nublaron aún más el cielo. Por esa acción cobarde quedaron sin vida 300 personas; entre ellos, un grupo de niños inocentes que viajaban en un colectivo escolar.Fue el primero y único bombardeo a una ciudad abierta realizado en el mundo (es decir a una ciudad neutral, libre de guerra alguna o conflicto armado), con el agravante de haber sido realizado por sus propias Fuerzas Armadas.
En verdad, desde febrero de ese año había una sensación de rumor desestabilizante que incluía el derrocamiento del gobierno y la eliminación física del Presidente de la Nación. La conspiración sumaba a grupos de filiación católica y nacionalista, dirigentes políticos, militares y cierto sector refractario de la ciudadanía.
La autora transcurre la primera etapa de su adolescencia, perseguida y obstinada en la búsqueda de un clima menos mefítico pero, como expresa  José Pablo Feinmann: “Estos elementos entregan el marco, el clima moral, para que las Fuerzas Armadas se presenten como salvadoras del orden y la moral pública contra el festín de los corruptos. Y las clases medias adhieren a ellas, siempre fervorosamente e invariablemente”.
Tiene 17 años y su carácter apasionado la lleva a integrarse en un taller literario que descubre de manera fortuita. Ese espacio había sido creado por un grupo de escritores, en homenaje a Mario Jorge De Lellis, fallecido en 1967. Poeta emblemático cuya poesía marcaría a toda una generación  de creadores de la talla de Juan Gelman, Juana Bignozzi y Humberto Costantini. De Lellis, legendario fundador del grupo “Pan duro”, había dejado una huella profunda en el sentir de muchos jóvenes que recién daban sus primeros pasos, como era el caso de Irene Gruss (1950), Jorge Aulicino (1949), Daniel Freidemberg (1945), Alicia Genovese (1953) y los narradores Marcelo Cohen (1951) y Jorge Asís (1946). Isidoro Blaisten así recordaba a su amigo: “De Lellis era un estupendo creador verbal, capaz de soliviantar los menudos sucesos, darlos vueltas al revés y producir siempre algo inesperado”.
La poeta  relata:“Después, con otros compañeros, como Sergio Kiesilevski, Luis Eduardo Alonso, Pedro Donangelo, Jorge Barbikane, Nora Perusin, Juan Cristóbal Villafañe, tratamos de repetir esta experiencia de generosidad. Este taller siguió funcionando hasta el año ’77, enque secuestran a tres integrantes del taller, tres chicos de 19 años”.
Sensiblemente emocionada continúa: “Eran Claudio Valetti, María Helena San Martín de Valetti –se habían casado hacía muy poco tiempo– y Claudio Oistrej. Cerramos el taller. Hicimos lo que estuvo a  nuestro alcance; todos esos años los buscamos para tratar de ubicarlos, de recuperarlos, pero fue imposible. Recurrimos a cosas rayanas con la inocencia, vista a  estas alturas de los acontecimientos, necias y estúpidas, como mandar telegramas al Poder Ejecutivo, al primer cuerpo del ejército, certificando nuestros números de documento, nuestras firmas, nuestras direcciones, reclamando la aparición de estos chicos. Fue un hecho devastador. No son los únicos integrantes de talleres literarios que han desaparecido, sé que hay más, no recuerdo sus nombres. Para mí y el resto de estos compañeros, fue un hecho que no tiene consuelo, para el que jamás tendremos amparo alguno”.


Leonor se aventura a publicar su primer libro de poesía a los 19 años: es una obra de 69 páginas, con el sello del taller literario. El título es decididamente sugestivo: Mudanzas (1974), que en rigor no es otra cosa que la verbalización lisa y llana de su estado errante, de su pérdida constante, de su desazón, de su orfandad.
Por entonces ya frecuentaba las mesas del Café La Paz y  Pernambuco,  se sentaba a mirar la tarde y a escribir. Sus amigos la recuerdan con esa imagen congelada de soledad y la resonancia de su voz que arrastraba la erre al igual que Julio Cortázar.
Tiene una actitud militante, un compromiso con  la realidad cotidiana que la fatiga.Le preocupa el abuso, el matonismo, cierto lujo que se da ligado a la conducta abusiva. Reflexiona: “Los hombres interesados en el poder no son los mejores. Y el poder parece traer en sí mismo, una obscenidad, que en hombres que no tienen una gran preocupación moral, los termina de corromper. Ya eran corruptos y el poder lo acentúa”.
Sustancialmente la escritora es una luchadora, una mujer comprometida a despabilar  con el verso, con la línea urgente que quema el papel. Leonor es una referente de esa época minada de injusticias, en un mundo que despertaba en protestas y en un continente que comenzaba a  observar a los oprimidos y necesitados. García Hernando se acerca a la política de manera respetuosa, trata de no confundir obra con panfleto, es una analista crítica de la realidad y puntualmente separa la paja del trigo. Se plantea la militancia, el verdadero objetivo de la entrega. Todo esto la sensibiliza, la sacude emocionalmente. Observa que a su alrededor la vida pasa en medio de secuestros, amotinamientos, desapariciones, exilios, amenazas, muertes.Aparece en Leonor el valor social del barrio y el lenguaje cercano a la estructura del tango como mirada ampliatoria.
En 1984 la invade el deseo de editar una revista. Después de muchos entretelones aparece Mascaró. Juano Villafañe, uno de sus integrantes  nos relata aquella experiencia:
 “Los poetas de Mascaró fue un grupo de escritores integrado por LuisEduardo Alonso, Leonor García Hernando, Sergio Kisielewsky, Nora Perusín y, quien escribe, Juano Villafañe. Nos conocimos a principios de 1970, en el marco del Taller Literario ´Mario Jorge De Lellis´.
Siempre nos sentimos parte de los “que se salvaron” de ser desaparecidos. Vivimos en la apertura democrática durante los años ochenta el gran drama nacional de los desaparecidos que Leonor García Hernando definió como “la muerte argentina”, la muerte impuesta “para escarmiento de un pueblo retobado”. Éramos muy jóvenes para asumir la muerte y también la derrota de un proceso que tampoco alcanzamos a dirigir. El Grupo Mascaró vivía en un estado de permanente expansión utópica que no apostaba a ser sólo  una acción voluntarista. La poesía es en sí una expresión utópica con anclajes reales. Vivir poéticamente fue el desafío del grupo, como acto de fidelidad absoluta a la escritura y a la vida cotidiana que hacía a la escritura. Con la poesía no cambiábamos el mundo, pero el estado poético se parecía al mundo transformado. Vivíamos lo privado y lo público como una sola cosa; también sabíamos ir a lo privado y reconocíamos las particularidades de lo público. El estado poético era una forma de ser y estar en el mundo. Fuimos vitalistas y en este sentido anti-intelectualistas, pero leímos mucho, nos preparamos tanto teóricamente como literariamente. La Revista de Literatura Mascaró (editada entre 1985 y hasta 1988), nace como una búsqueda del grupo para rendirle homenaje tanto al escritor desaparecido Haroldo Conti como a su novela “Mascaró, el cazador americano”. Mascaró era un jinete que conducía  artistas de un circo, haciendo funciones de pueblo en pueblo y es, también, un reconocimiento a los hombres de Nuestra América, quienes realizaban las tradicionales incursiones de caza sobre diversos territorios con el fin de sobrevivir. En el primer número de la revista publicamos “A la diestra”, un cuento inédito de H. Conti, el cual había quedado en su máquina de escribir el día que lo secuestraron. En los primeros años de la democracia, fuimos la primera revista que publicó poemas inéditos de Juan Gelman. Fuimos amplios para reconocer también la complejidad de las izquierdas, el progresismo y el nacionalismo popular en nuestro país; tanto en lo estético como en lo político, siempre desde un pensamiento crítico y no excluyente. Abordamos los debates dándole prioridad a las búsquedas creativas de la literatura dentro de una coyuntura histórica donde el conflicto cultural entre tradición y vanguardia se abría para contener en el mismo espacio los intentos de ruptura y de continuidad en nuestras letras nacionales. Mantuvimos un trabajo cultural constante. Con las muertes de Leonor García Hernando en el 2001 y Luis Eduardo Alonso en el 2002 lo que perdimos fue al Grupo Mascaró. Un grupo, vuelvo a decirlo, muy vitalista, de acción poética, heterogéneo en lo estético, muy crítico del realismo socialista, pero siempre ubicado en la izquierda, contaminados por los barros, las grandezas y las miserias de la política. Lo que más siento como pérdida era esa confianza que siempre generan los grupos de arte que se conocen y se sobreponen a todas las dificultades. Además, éramos descarnadamente auténticos para decirnos la verdad, para pelearnos, para reconciliarnos”.



En 1987 Leonor  publica Negras ropas de mujer, una edición rústica de 100 páginas, bajo el sello de Colección de Poesía Mascaró.El grupo de amigos del taller financia la impresión de la obra.
La escritora se va adueñando del barrio de Balvanera. En sus dos últimos libros registra su domicilio en la calle La Rioja 138.
Transcurre el año 1993 y aparece La enagua cuelga de un clavo en la pared, una obra distinta de las anteriores. La mirada poética de su amigo Jorge Aulicino, es significativa:

“Este libro aparece en una ciudad recorrida literariamente por ciertos tópicos que constituyen un gusto. El que escribe estas líneas no puede olvidar esas circunstancias, que el tiempo convertirá en banales. Dichos tópicos son la máscara, la simulación, la mimesis. Y el hecho es que en estos poemas se trata de compromiso con los propios tópicos. Riqueza y dolor son los puntos de tensión de este libro y son cuestiones que han aparecido paradojalmente unidas en la literatura en muchos momentos. Se trata del «romano desierto de dolor», de Jim Morrison. Se trata de «al fin nada os debo, me debéis cuanto escribo», de Antonio Machado. Se trata de la construcción de una riqueza, un poder que lo deja a uno desnudo. Una destrucción del sujeto realizada con abundancia tal -de imágenes, concretamente- que reinstala las cosas en su sitio: no sólo «nada os debo» sino, además, «me debéis cuanto escribo». La literatura no tiene únicamente valor de cambio, fantasmático, sino también valor de uso, cuerpo. Y no poco valor. En este caso: imágenes infinitas -fácil de decir: surreales- puntúan un significante que es siempre el mismo: una mujer convaleciente o enferma instaura una ley en su desastre. Su poder, su desnudez, es la capacidad de resubjetivizarse en círculos cada vez más amplios, hasta que al fin «ese deterioro, palabras» es aquella «zona donde los idiotas mueven sus cuadernos». Vengan a nos las vanguardias, si es necesario, y la subjetividad defendida como lugar donde todo se realiza y se reacentúa, para recuperar lo que la literatura guarda de esencia: coraje y silencio. Así, aunque parezca que aquí se canta”.

La obra está contemplada en dos mitades. La enagua es un largo poema atravesado por historias de perdedores en hoteles remotos, que se han visto y retornan en el poema, intermitentes, en un ritmo de prosa poética hecho para dejar sin aliento (ahogado) al lector, para cabalgar con su corazón, perforárselo y terminar perdido en imágenes alucinadas. La segunda parte, Muerte argentina, tiene todo el calor y la angustia que se transforma en grito, en la voz en alto de esa generación que ve como la van destrozando. Exclama la poeta: “El mal nos corrigió las rodillas”, “seremos adolescentes amargos, nuestra frente reventada a culatazos,sin dientes a los 25 años, sin nombres en los sótanos, los cuerpos sin sexos, estallados con dinamita en un monte de pinos”.
Leonor también asume una posición crítica sobre la problemática de género y determinados aspectos de la homosexualidad. Su visión es decididamente crítica: 


“Ensimismada en este rencor que siento hacia los hombres, me gusta decir –incluso a mis amigos– que me da la sensación y tengo indicios recurrentes, de que son todos putos. Yo respeto a un hombre homosexual, que dice “yo soy homosexual”, pero hay una diferencia entre eso y los “vivillos de oficina” o los “vivillos de cocina de bar”. En todo lugar donde haya un grupo de muchachos trabajando, jugando o en un vestuario de gimnasio, o lo que sea, como quien se macanea todo el tiempo se están toqueteando. “Mirá que te apoyo” o “te gusta que te la apoyen”. Y por ejemplo, el fenómeno de los travestis no parece impregnar la vida cotidiana y las relaciones cotidianas de las mujeres. Sí parece haber impregnado la vida cotidiana de los hombres, o que en todo caso, la aparición de ese fenómeno deslumbró de semejante manera porque es algo que parece estar no subyaciendo en capas profundas sino en capas muy superficiales de las relaciones de los hombres entre sí. Y creo que el que va recurrentemente a buscar travestis, tiene comprometido algo más que la curiosidad, porque además es repetitivo. Y los que hacen “uso” son señores “hechos y derechos”, con familia, casados, con supuestas vidas respetables.
Con respecto al machismo. Creo que como toda cultura de dominación, lleva en sí la certidumbre de la dignidad de la naturaleza contraria. Yo confío en un hombre capaz de desenvolverse en la vida respetando a sus semejantes, considerando a todos y cada uno, como un ser merecedor de todo respeto, de todo cuidado y de todo derecho. Todo hombre que no se esfuerce por sostener esta cultura y esta moral, me parece un hombre despreciable. A mí me gusta detenerme en el peronismo... Es extraño hablar con un peronista, porque cada vez que yo he hablado con un peronista, resultaba ser que el peronismo era siempre otra cosa. Para ellos resultaba ser que lo que el peronismo hacía en ese momento, no era el peronismo, que el peronismo era otra cosa. Lo he escuchado en el ’73, durante la dictadura, durante el menemismo, y lo sigo escuchando de cada persona que se reconoce peronista. Algo similar ocurre cuando uno habla con un hombre. Siempre es otra cosa que lo que hace. Conozco pocos hombres que respeten a la mujer como un par con el que deben ser solidarios, compañeros. Y sostenerlo en la misma medida en que él necesite compañía, solidaridad y sostén. Conozco pocos hombres que respeten la naturaleza de la vida de una mujer. El 90% de los hombres trata de la misma manera a una mujer enamorada que a una puta. La trata un poco peor... porque a la puta le paga. En estos últimos años he frecuentado sitios en donde se realizan tratamientos oncológicos a pacientes con cáncer. En todos estos sitios jamás he visto a un hombre enfermo solo. Siempre está acompañado por una mujer. En cambio, las mujeres, en el 90% de los casos, están solas. Eventualmente acompañadas por alguna amiga o hermana, nunca acompañadas por un hombre. Es un hecho llamativo.
Creo que todos los seres humanos somos intrínsecamente, físicamente, seres solos. Abandonados a la buena o mala fortuna. Dentro de ese panorama, las mujeres están aún más solas.
Creo que se avanza hacia una cultura donde se va perdiendo el rastro, los logros, de muchas maneras”.
En 1999, publica Tangos del Orfelinato / Tangos del Asesinato (Colección Mascaró). Volvemos a su palabra:
“El tema de la orfandad registra o intenta registrar un lugar, un lugar de indefención social que nació en la familia. Un lugar en donde la familia participó para crear, donde participaron los vecindarios, los colegios, las universidades, los gerentes de fábricas... Por esto pudo ocurrir. Los grados de responsabilidad por supuesto no son los mismos. Digo solamente, que toda esta crueldad pudo existir, porque hubo una crueldad social que de alguna forma también participó de este hecho. Es muy amarga la visualización de estas cosas, porque no hay una interrupción profunda, porque no hay una seria revisión social de los sucesos. A mí no me gusta revolverlos con una suerte de gusto obsceno. Si no se aprenden nuevas conductas de amparo socialmente, como los asesinos están ahí y caminan por las calles, esto en algún momento volverá a ocurrir. En las primeras manifestaciones que logren rearmarse en repudio a formas de vida injustas, aquello volverá a ocurrir".
"Yo ni glorifico ni defiendo el mundo del delito. De todas formas, creo que si una persona es expulsada de toda vida digna, útil, generosa y placentera, si no tiene oportunidad de desarrollarse armónicamente en la vida, la elección del mundo del delito es por lo menos, una forma instintiva de defensa de la vida. “No me dejás laburar, no puedo acceder a la salud, a la educación, a un lugar civilizado en el mundo, bueno, entonces me refugio con los míos, con quienes están en mi misma condición, en un mundo incivilizado y que se salve quien pueda”... Creo que esto es lo que genera el mundo del delito. Hoy, cualquier persona mínimamente afectada por la posibilidad del robo, porque le entren a la casa y les saquen sus electrodomésticos, pide sangre, pide muerte... No se detiene ni por un instante, a pensar y a exigir el cambio de la situación que obliga a la gente o que le da un libreto incontestable a la gente que elige el delito como un lugar de retención de sus derechos a estar en la vida. Toda esa caída sumamente hipócrita sobre el dolor ajeno, es hipócrita porque nadie se anima a poner en su boca las palabras que hablan sus actos".
"Los “escuadrones de la muerte” en Brasil, que donde encuentran a un chico durmiendo en un umbral lo matan, muestran el pensamiento cruel y mezquino de esta sociedad, sin hipocresía. Ese chico, cuando tenga 14 o 15 años saldrá con una navaja y le cortará la garganta al que pueda, para sacarle un anillo o la billetera, entonces lo matan. Como no están dispuestos a hacer algo para evitar que ese chico duerma en el umbral, lo matan. Ésa, es la expresión moral de este mundo, sin hipocresía. En cambio, en esta sociedad argentina, que dice “yo soy honrado, yo trabajo, yo todavía retengo un lugar en el mundo porque tengo un salario, una obra social, entonces no quiero que un desprovisto de éstos me ataque. Pero yo no le deseo la muerte a un pobre niño que duerme en un umbral, quiero que a los 14 o 16 años lo mate la policía”... Son juegos de espejos...” 

Tangos del asesinato

Desde la mitad de su crecimiento las mujeres son
cuidadosamente envenenadas
MAX ERNST

Todo es desorden.
No pidas otro lugar que aquel espacio de cardúmenes.
No devores otro pan, otro licor de sueño.
No pidas otro rencor que esta mesa que tanto has
codiciado.
Yo no soy tu pesadilla y no puedo consolar el cansancio
de los materiales.
¿Para qué deseas tu pequeña maceta con tulipanes
misteriosos?
¿y las alfombras de pesada lana donde los pies se deslizan
como algas en la oscuridad del mar para qué?
Yo soy la que te dice que tu suerte es poca cosa. Sólo la
trivialidad de tus cabellos cepillados para que brillen hoy
en la tormenta.
Estúpida noche estúpida en todas sus ventanas sus
bancos de cemento en parques vacíos. Llueve con
agitación
no hay horror si uno respira con suavidad sobre los
vidrios. El paisaje se empaña. Regresan las hojas del nogal
apretadas por el remolino
y este rincón, esta mesa de estuque rojo, parecen ser
pasión de muchachas advenedizas. Las invitaría a
retirarse si la calle no fuese tan brutal; pero estos pasajes
que perfuma la mandrágora no abrigarían a unas muchachas
que se alejan con perlas en las orejas.
No soy tu araña de gruesas patas angulares. No soy tu
destino errado.
Responde al terror con otro veneno en los labios.
Cuando miras a tu padre romper botellas contra el marco
de la puerta cuando tu madre se mueve con un
arrastrar de toallas en el pasillo y los niños están con sus
opacas cabezas cubiertas por una sábana de lino. Si tu
hermana clava su mano con el huso de vidrio y la belleza
la duerme agotada
y la enfermedad palpita en esos dormitorios donde no
quieres entrar porque ahí es pobre tu cuerpo, porque allí
tus uñas crecen curvas y los muebles tienen esa suavidad
inconclusa de la demencia.
No creas que mi rostro de barco es para esos corales.
No soy tu naufragio. No soy el fuego que mentía un
faro en la playa de piedra.
La tormenta es inmensa sobre los autos estacionados en
la avenida. Esa es la verdad: no queremos mojarnos
se desbordan las alcantarillas, se deshacen los papeles
arrojados por el paseante con dedos idiotas y una pasta
hecha de sucios fragmentos, del reflejo de difíciles ojos
impregnados; va cubriendo el asfalto de desviaciones.
Sollozar no sería dramático es tan escasa esta noche,
tan ingratos sus mástiles banderas de cenizas sobre
nuestros hombros desnudos las nubes se mueven
estremecidas y pequeñas, frías luces disminuyen en
sombra
y ustedes cuentan el gemido de la madre en el dormitorio
de paredes bloqueadas. Ustedes, que han visto al padre
golpear a la madre como un paisaje de campo desde la
ventanilla del tren.
Ustedes que no han nacido y están rotas como los
pequeños huevos de codorniz hurgados por la comadreja.
Yo no soy nada de esa corteza amarga que empujarán
contra los dientes, invierno comido por invierno. Sube los
peldaños de la escalera y mira
yo no soy tu destino. Sólo soy la que lleva la vela en la
mano e ilumina el descampado.
Además están los sencillos manteles las hamacas donde
el sol ilumina tu cuerpo temeroso el amante que te
obsequia un collar de perlas y al inclinar la cabeza,
escuchas el sonido del broche cerrándose
los cuchillos que brillan sobre la mesa de la cocina, o el
ruido de la loza en la pileta, serán todo el placer.
No soy tu destino. Siempre es amargo el deseo entre
objetos olvidados. Soy la que atraviesa la escena con su
candelabro de hierro
soy la que atraviesa descalza el monte fúnebre donde
brillan los dientes de jabalí.



Repentinamente la salud de la poeta se vulnera. El cáncer comienza a  ensombrecer sus días. Trata de negarlo, pero es una lucha despareja. Se entrega de lleno a la terminación de su libro El cansancio de los materiales que aparecerá en 2001, dos semanas antes de su muerte. Sin desmayo cumple con sus compromisos. Recita en público, asiste a conferencias, siempre manteniendo el tono justo y la sonrisa en alto. Su última lectura pública fue el 22 de marzo de 2001 en la Universidad de las Madres. Ocho días después, el viernes 30, fallece en el Hospital Oncológico Marie Curie.
Leonor García Hernando siempre trató de quitarle dramatismo a la vida, sus textos son una mirada esencial que transcribe un momento explosivo de nuestro país. Su obra es la memoria atravesada por el desgarro interno, por los  vericuetos de la invalidez, por la incomplitud del cansancio.
La escritora nos deja una obra latente, una poesía caliente, una voz que seguirá resonando mientras el verso siga teniendo aire de protesta.

Article 17

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PASCUAL CONTURSI  FUE TU AMIGO FIEL


A partir de 1880 el proceso histórico social argentino da un giro sorprendente. Podemos hablar sin lugar a errores de un cambio de época. En ese período que abarca entre la última década del siglo XIX y el ascenso del radicalismo al poder, se estructuran una serie de cambios y transformaciones que ponen fin a un contexto de marcada rigidez. Tengamos en cuenta que en ese trayecto la oligarquía se establece de manera prepotente, dándole batalla a una nueva clase media en crecimiento, cuya arquitectura principal era el caudal inmigratorio y la presencia de un proletariado anárquico en alza.
Como bien señala Jorge B. Rivera, “el impacto demográfico de la inmigración y los primeros resultados de la política de alfabetización impulsada por el liberalismo, dan origen a un público con apetito y necesidades hasta entonces desconocidos”. En ese aspecto el discurso literario va sufriendo modificaciones inesperadas. El relato cambia de manera paulatina, quedando atrás la certeza de los sempiternos enquistada en la generación del ochenta y con nombres notables como Eduardo Wilde, Lucio Vicente López o Miguel Cané. La nueva forma de interpretar la realidad estaba en marcha, cargada de fuerte impacto popular, dejando en tinieblas a  un público con tradición literaria clásica y desafiando a otro que consumía novelas y cuadernillos gauchescos, folletines y una poesía social nacida de sus propias frustraciones.
Adolfo Prieto también nos ayuda en esta evaluación: “Muchos de los hechos que en nuestro país encontraron su expresión económica, política y cultural alrededor del eje cronológico del año 1880, admiten una caracterización de tipo generacional. Y, en la práctica, se ha institucionalizado la costumbre de referirse a la historia, a la literatura, a la política de esos años, con la historia, la literatura, la política de la  ´Generación del 80´”.



Thomas F. McGann, por su parte, en su libro Argentina, Estados Unidos y el sistema interamericano 1880-1914, afirma  que “Alberdi resultó un malísimo profeta. La población de la ciudad de Buenos Aires aumentó en un 84% en la década de 1880 a 1890; la población de la nación fuera de los límites de la capital, sólo creció en un 29 %. La ola inmigratoria que llegaba a las costas argentinas se quebraba sobre Buenos Aires; sólo una minoría avanzaba sobre las pampas que rodeaban la ciudad. Impulsado por este influjo y por la fe general en un proceso automático, el gobierno nacional extendió enormemente los límites de Buenos Aires mediante una serie de leyes que culminó en 1888. Este gesto típicamente americano encerró dentro de los confines de la ciudad a suburbios distantes y grandes extensiones de campo abierto, llevando la superficie de la Capital Federal de veinticuatro a ciento treinta y cuatro kilómetros cuadrados. De esta manera, sus optimistas gobernantes dotaron a la Argentina con el esbozo de una enorme cabeza, una posible capital mundial, capaz de servir a sus más amplios sueños en materia de comercio internacional”.
“En esos días de febril realización nadie levantó la voz para preguntar si el cuerpo (la nación detrás del puerto) no se vería obligado a sacrificar su propio vigor en ese esfuerzo por sostener la agigantada cabeza. Pero Buenos Aires era algo más que una promesa y asilo para inmigrantes italianos y españoles, y algo más que un lugar para las mansiones de los ricos, que después de 1880 se mudaron al distrito norte de la ciudad, el barrio del norte, que llegaba desde la Plaza San Martín hasta más allá de la Recoleta. Buenos Aires era principalmente un conglomerado de fuerzas económicas, que hacía derivar su nuevo dinamismo de dos factores, sumados al de su crecida población: el puerto y la red de ferrocarriles”.
Carlos Ibarguren se suma a este panorama y nos alimenta con su descripción: “Esta generación en su mayoría –salvo excepciones como las de Estrada, Goyena y algún otro- fue de escépticos y de materialistas, cuyo pensamiento seguía la acción cambiante y apresurada de un país en formación y de una sociedad que evolucionaba. El positivismo filosófico, las corrientes científicas predominantes a fines del siglo pasado, el enorme desarrollo industrial y económico europeo, las masas de hombres y de oro que empezaron a venir a estas playas, transformó velozmente nuestra tierra. Dieron al núcleo director argentino la visión utilitaria y sensual de la vida. Tal es el ambiente en que se desenvolvió aquella generación”. (La historia que he vivido, Buenos Aires Peuser,1954)                                                                                                                                                                                                              Paso a paso, como se observa, la matriz primaria se quiebra y el discurso literario se innova con la incorporación de un indicador de cambio que acude a lo social, unido a expresiones populares como el circo, el sainete y la poesía volcada al tango. Esa literatura costumbrista, polifacética, conflictiva, heterogénea, nacida en las entrañas de un conglomerado fragmentado, dará origen al contexto de transformación que vivirá el país los próximos cuarenta años.



En mérito a esta crónica nos resulta interesante bucear en otros artículos que el tiempo va borrando insensiblemente. Nos detenemos en un colorista de las letras como Juan Piaggio y en su texto Un hombre de negocios: “El hombre de negocios viste sin pretensiones, con paño oscuro o gris, y prefiere para sus quehaceres diarios el saco al jaquet y éste a la levita. Usa calzado inglés de ancha y gruesa suela, de cuero de becerro reluciente de betún. El sombrero generalmente es de color, y en invierno, cuando usa guantes, los compra color chocolate”.
“Nuestro hombre de negocios suele ser abogado, ingeniero, antiguo empleado de gobierno, político decepcionado o ex militar. Sus aspiraciones, sus antiguas tendencias, se han aunado hoy en un solo y ferviente deseo: el del dinero.  Su inteligencia, su saber, su experiencia, toda su energía está encaminada a la consecuencia de un fin práctico, exclusivo, egoísta, personal. Se ríe de la gloria y de la fama, del prestigio, del talento y del carácter cívico”.
“El hombre de negocios del que hablamos abarca en su esfera de acción la especulación, el corretaje y el préstamo. Anda siempre a la caza de operaciones a realizar y todo negocio es bueno para él siempre que le asegure un resultado halagüeño. Su cabeza es un mundo, pero un mundo revuelto, que día a día sufre conmociones profundas debidas a los acontecimientos del centro de los negocios siempre variable, inquieto, impresionante. Y este estado de cosas le hace permanecer con los ojos bien abiertos, con el oído atento y la acción pronta para embestir en el momento preciso, para girar con precisión, para mantenerse a la capa según esté el mar proceloso en que navega, pero sin desviar jamás el norte del puerto deseado: la fortuna.”
Más clara resulta aún nuestra mirada si nos adentramos en un soporte gráfico que hoy hasta nos parecería ridículo e innecesario. Hablar de un calendario es  decididamente una antigüedad, pero en aquellos momentos se trataba de algo impactante. En 1878 aparece en Buenos Aires el primer número del Almanaque Sudamericano Ilustrado, nacido de una idea revolucionaria del periodista español Casimiro Prieto y Valdés ¿Qué cambiaba esta chispa de ingenio? Simplemente el ánimo de un público que comenzaba a distenderse, a relajarse, a frivolizarse, a mostrarse menos acartonado y lo que llamaba la atención era que en ese “almanaque” participaban intelectuales como José María Guido. Miguel Cané, Juana Manuela Gorriti, Santiago Estrada, es decir, que los célebres autores se iban acercando a una nueva realidad.
Lo cierto es que todo esto va acompañado de una hecatombe económica donde comienza a perfilarse la crisis económica que se avecina con la fuerte baja de los valores de los títulos públicos y privados. Mientras que en el terreno de las letras Friedrich Nietzche golpea con El anticristo y Guy de Maupassant con Pedro y Juan.
En 1900 Buenos Aires ya cuenta con 821.293 habitantes. Los hospitales porteños atienden a 13.864 enfermos internos y 84.787 pacientes en consultorios. Sin embargo se registra una leve epidemia de peste bubónica como consecuencia de la falta de limpieza en cloacas donde anidaban cucarachas, pulgas y ratas en grado extremo.                       
La literatura costumbrista va dando sus primeros pasos. Aparece Don Basilio, una revista que publica numerosas caricaturas políticas y el verso se va acomodando de la mano de Ángel Villoldo (1864-1919) quien fuera precursor del tango-canción. En este terreno una figura de enorme capacidad creativa traería el aire renovador, un viento de cambio que sacudirá la vida de todos los porteños. Hablamos de Pascual Contursi (1888-1932) de quien se dice llevó el tango de los pies a los labios y que los responsables de ese pasaje fueron los versos de su tango Mi noche triste en la voz de Carlos Gardel quien, a través de su talento interpretativo, fundó el tango-canción.
Contursi nació en Chivilcoy, una pequeña ciudad rural ubicada en el centro oeste de la provincia de Buenos Aires, ubicada a 164 kilómetros de la Capital Federal, el 18 de noviembre de 1888. A los tres años ya estaba viviendo en Buenos Aires. Sus padres -Francisco Contursi y Catalina Maurino- se trasladaron a esta ciudad y se ubicaron en el humilde barrio de San Cristóbal. La influencia de los payadores, de esos cantores de pueblo, siempre estuvo presente en su formación poética. Aquella imagen del gaucho cantor y coplero lo marcaría y determinaría distintos pasajes de su obra poética. Consagrado, se jactaba de haber nacido en los pagos donde “habló por primera vez Juan Moreira” y nunca renegó de las influencias de José Betinotti,  Evaristo Carriego y Gabino Ezeiza.
Ya desde adolescente escribía poesías y las cantaba acompañándose con  su guitarra. Como el dinero familiar no alcanzaba tuvo que salir a trabajar. Una de sus tareas fue la de vendedor en una zapatería, donde se conoció con  Pascual Carcavallo que con los años se convertiría en un conocido director de teatro y empresario teatral.



Julio Nudler nos orienta sobre los pasos del autor en este primer ciclo de su vida: “La letra de tango fue su creación, y con ella convirtió al tango en la canción sentimental de Buenos Aires. Le introdujo temas humanos de validez universal -la nostalgia, la melancolía, las frustraciones del amor, la ambición, la codicia, la decadencia y la injusticia-, aunque su universo específico fuera el de la vida prostibularia, con sus rufianes y rameras. En aquellas primeras décadas del siglo XX, el aluvión inmigratorio había traído a centenares de miles de hombres solos, que alimentaron un enorme mercado del sexo”.
“Trascendiendo a las letrillas livianas y picarescas del tango primitivo, Contursi, radicado por entonces en Montevideo, la capital del Uruguay, estableció entre 1914 y 1915 las nuevas coordenadas poéticas del género, que incluyeron como particularidad -en algunos casos- el relato de todo un argumento, desarrollado en unos pocos versos”.
El poeta Horacio Salas profundiza la semblanza: "Más allá de los chocantes abusos en la utilización de licencias poéticas producto de sus carencias técnicas, de la ingenuidad y pobreza de las metáforas, de la temática machacona, de dequeísmos, Contursi puede ocupar con justicia el título de inventor. Mi noche triste marca la génesis del tango canción. Fue quien al transformar una simple danza en crónica, reseña, estampa, permitió que un ritmo se convirtiera en cauce literario donde aquellos que carecían de voz manifestaran sus dolores, frustraciones y angustias, con sencillez. Contursi, al permitirse incluir sentimientos, al aceptar que el protagonista llorase sus pérdidas, sensibilizó al tango, lo despojó de máscaras, lo humanizó”.
La figura de Contursi muestra a las claras que estamos en presencia de un personaje innovador  que acudiendo al lenguaje popular y directo se gana la aceptación de un público diferente, no acostumbrado al modelo europeo. Contursi es el reo que le habla a la gente con palabras fáciles, quien le toca el corazón con el verbo sensible y lo hace con una escritura prostibularia sin caer en bajezas.
En 1911 el letrista de 23 años se casa con Hilda Briano y en el mes de octubre nace José María, el único hijo de la pareja, quien fuera también músico y compositor de gran trayectoria.
Hacia 1914, se radica en Montevideo donde comienza a componer letras para tangos y a cantarlas en público. Por entonces, más que darse a conocer como poeta, Contursi se presenta como cantor. La mística que introdujo el autor consistió en que muchas de estas letras contenían el relato de una historia, generalmente vinculada a temas sobre los cuales ya habían escrito cultores de la poesía urbana como Evaristo Carriego.
En la capital uruguaya Contursi cantaba en lugares indecorosos; uno de esos tugurios era el cabaret Moulín Rouge, propiedad de Emilio Matos, padre de Gerardo Hernán Matos Rodríguez, compositor de La cumparsita. Al finalizar su actuación, el joven artista pasaba el sombrero, ya que era el único ingreso que recibía por su trabajo.
Para 1915 el tango era un paso de baile que hacía rato había dejado de ser exclusivo de los bajos fondos; fundamentalmente levantaba vuelo como género musical gracias a exponentes de la altura  de Ángel Villoldo, Eduardo Arolas,  Alfredo Eusebio Gobbi y Vicente Greco, entre otros. También en ese momento irrumpieron nuevos letristas, pero la originalidad de Contursi consistió en elaborar un relato, una historia que contenía los elementos literarios simples y sencillos que habrán de ser constitutivos de la poesía tanguera.
Entre 1914 y 1917, Contursi le puso letra a El flete, de Vicente Greco; a La biblioteca y a Don Esteban, de Augusto P. Berto; a Vea... vea..,. de Roberto Firpo; a Matasanos, de Francisco Canaro; a De vuelta al bulín, del pianista José Martínez; a Ivette , de E.Costa y J. A. Roca; y a El Cachafaz y a Champagne tango, de Manuel Gregorio Aróstegui. También compuso Flor de fango sobre la música de El desalojo, de Augusto A. Gentile y Pobre paica sobre la música de El motivo de Juan Carlos Cobián.

FLOR DE FANGO

Esta pieza, letra de Pascual Contursi y música de Augusto A. Gentile,  fue compuesta en 1917. Éste es propiamente el primer tango que Carlos Gardel grabó en un disco, si bien apareció en 1919, después de Mi noche triste. Fue cantado en el sainete El cabaret de Montmartre de Alberto Novions.

Mina, que te manyo de hace rato,
perdóname si te bato
de que yo te vi nacer...
Tu cuna fue un conventillo
alumbrado a querosén.

Justo a los catorce abriles
te entregaste a la farra,
las delicias del gotan.
Te gustaban las alhajas,
los vestidos a la moda
y las farras de champán.

Anduviste pelechada
de sirvienta acompañada
por pasar por niña bien,
y de muchas envidiada
porque llevabas buen tren.
Y te hiciste cachadora;
luego fuiste la señora
de un comerciante mishe;
lo dejaste arruinado
sin vento, amurado
en la puerta de un café.

Después fuiste la amiguita
de un viejo boticario,
y el hijo de un comisario
todo el vento te saco...
Y empezó tu decadencia,
las alhajas amuraste
y una pieza alquilaste
en una casa 'e pensión.
Te hiciste tonadillera,
pasaste ratos extraños,
y a fuerza de desengaños
quedaste sin corazón.

Fue tu vida como un lirio
de congojas y martirios;
solo un dolor te agobio:
no tenias en el mundo ni un consuelo
y el amor de madre te falto.
Fuiste papusa de fango
y las delicias de un tango
te espiantaron del bulín,
los amigos te engrupieron
y ellos mismos te perdieron
noche a noche en el festín.

En 1917 Contursi aprovecha una actuación de Carlos Gardel en Montevideo para acercarle la letra de Lita, sobre el tango de Samuel Castriota, que el cantor interpretó en el teatro Urquiza de esa ciudad y luego en el teatro Empire de Buenos Aires, grabándolo el mismo año, ya incorporado a su repertorio.
Elías Alippi, quien tenía a su cargo la puesta en escena del sainete  Los dientes del perro, de José González Castillo y Alberto T. Weisbach  tuvo la idea de presentar en escena un cabaret con la actuación en vivo de la orquesta de Roberto Firpo, que era la mejor del momento, ejecutando tangos y a propuesta de Gardel, de quien era muy amigo, incluyó al tango de Castriota y Contursi ahora con el nombre de Mi noche triste, que cantaba Manolita Poli, una actriz de 19 años, hija de padres zarzueleros.
El 20 de abril de 1918 en el teatro Esmeralda (llamado luego teatro Maipo) se estrenó el sainete que se mantuvo toda la temporada y fue repuesto al año siguiente. El factor principal de tal éxito fue la incorporación del tango a la pieza teatral y, en especial, el aplauso que el público brindó a Mi noche triste.
El tema de Mi noche triste, del hombre que lamenta el abandono de la mujer, fue retomado por Contursi en otros tangos, como en De vuelta al bulín y La he visto con otro, y la situación inversa de la mujer abandonada en Ventanita de arrabal y El motivo.

LA HE VISTO CON OTRO

La he visto con otro
pasearse del brazo...
Mis ojos lloraron
de pena y dolor.
En cambio, en su cara
sus negros ojazos reían
contentos de dicha y amor.

Recuerdo que en mis brazos
llorando me decía:
Serán pa' siempre tuyas
mi vida y mi pasión...
Jugó con mis amores...
La ingrata me fingía,
dejándome enlutado
mi pobre corazón.

La he visto con otro
pasearse del brazo.
Mis ojos lloraron
de pena y dolor...

Hay noches que solo
me quedo en el cuarto,
rezando a la Virgen
me la haga olvidar...
y al verla con otro
pasar por mi lado,
en vez de matarla
me pongo a llorar.

El historiador Néstor Pinzón, quien siguió los pasos del poeta, nos va armando este criterioso entramado sobre el camino recorrido por Mi noche triste. “En Buenos Aires, en el café El Protegido, de San Juan esquina Pasco, tocaba un trío conformado por Samuel Castriota en el piano, Antonio Gutman en el bandoneón y el violinista Atilio Lombardo. Durante ese año 1916, Castriota había estrenado un nuevo título: Lita, editado por Juan Balerio y dedicado al señor Nicolás Caprara”.
“En la otra orilla del Río de la Plata, en el cabaret Moulín Rouge de Montevideo, ubicado en los altos del Teatro Artigas, propiedad de Emilio Mattos, padre del compositor de La cumparsita, estaba Pascual Contursi cantando con su guitarra. El diario "El Día" del 22 de marzo de 1916, registra la siguiente noticia: «Tuvimos ocasión de oír al joven cantante criollo Pascual Contursi ofreciendo temas a pedido de la concurrencia, en su repertorio figuran la mayor parte de las canciones del dúo Gardel-Razzano e infinidad de títulos a los que ha puesto letras de su cosecha...» Unos días más tarde, el mismo medio destaca el éxito que obtuviera con la letra que le agregó al tango El flete, de Vicente Greco”.
“Ya había comenzado a buscar melodías ajenas para que sus letras, con algunos retoques, encajaran en ellas. Uno de sus primeros intentos fue con el tema de Augusto Berto: La biblioteca, que por entonces también fuera conocido como Son las doce y van cayendo. Otros versos suyos encontraron la melodía adecuada en La guitarrita, de Arolas, rebautizado Qué querés con esa cara. También con Champagne tangó, de Manuel Aróztegui y que dedicara al actor Florencio Parravicini, El desalojo, de Augusto Gentile, que con letra pasó a ser Flor de fango. Y de pronto ocurrió el milagro, la pegada, el campanazo, nuestro tango en cuestión.
No cabe duda que el primero en cantarlo fue el propio Contursi en el Moulín Rouge. El letrista uruguayo Víctor Soliño da otra versión. En un reportaje de 1969, declaró que en aquel momento de la creación estaban actuando Gardel y Razzano en el Teatro Urquiza de Montevideo y fue entonces que estrenaron Mi noche triste. Y que después la trajeron a su regreso a Buenos Aires. Otras notas periodísticas decían en cambio, que sólo Razzano estaba en Montevideo”.
A medida que la popularidad de las letras del autor ganaba el crédito de la sociedad, el nombre de Contursi crecía abruptamente. El hombre de la calle llegó a decir “Qué me contursi…” al referirse a un hecho novedoso. No solo eso, Leopoldo Lugones menciona a Contursi  en uno de sus versos del Romancero, en 1924:
Chicas que arrastran en el tango / con languidez un tanto cursi / la desdicha de Flor de Fango / trovada letra de Contursi.
Celedonio Flores, otra gran poeta tanguero lo rescata en su famoso tango Corrientes y Esmeralda:
Te glosa en poemas Carlos de la Púa / y el pobre Contursi fue tu amigo fiel…/ en tu esquina criolla cualquier cacatúa / sueña con la pinta de Carlos Gardel.
El éxito logrado en Montevideo  impulsa a Contursi a regresar a Buenos Aires, pero aquí  su creación se proyecta hacia el teatro. Es el momento que se tutea con otros autores. Produce así una serie de sainetes y piezas atractivas para el público con resultado no siempre satisfactorio. En los argumentos de las obras, Contursi intercala tangos de su autoría.  
La obra del poeta no fue muy numerosa, pero los tangos que él escribió mantienen una calidad envidiable e insuperable, pegaron en el pueblo, golpearon en los sentimientos de la clase postergada, en las familias humildes y mostraron, en suma, la vida cotidiana. Todas sus composiciones fueron cantadas y grabadas por Carlos Gardel. A los ya enunciados, Mi noche triste, La Cumparsita y Flor de Fango hay que agregarle el suceso que tuvo con Ivette, La he visto con otro, Ventanita de arrabal, El motivo, De vuelta al bulín,Caferata, Amores viejos y El flete. Pero además de sus versos tangueros, el dramaturgo plasmó 15 obras teatrales.
Contursi escribió, a veces solo y otras en colaboración con autores exitosos del momento como Ivo Pelay, Manuel Romero, Mario Bellini, Enrique P. Maroni, Ricardo Cappenberg, Elías Alippi, Pablo Suero y Domingo Parra, una serie de sainetes y piezas de teatro de resultado desparejo. Algunas de esas obras fueron: Hasta el San Martín no para, Con esta sí, Maldito cabaret, La milonga popular, Mi noche triste, La polca de la silla, Martineta y Carpincho, ¡Quién fuera millonario!, Pero hay una melena, ¡Atención al fogonazo!, Cabaret, tangos y anexos, La cumparsita, Percanta que me amuraste, ¡Qué lindo es estar metido¡, Caferata, Los distinguidos reos, Primavera rea, En el barrio de los tachos, ¡Porteño tenía que ser!, Un programa de cabaret, Vayan saliendo los guapos, ¡Qué calamidad!, Del tango al charleston.




VENTANITA DE ARRABAL

Tango de 1927 Letra: Pascual Contursi. Música: Antonio Scatasso.

En el barrio Caferata
en un viejo conventillo,
con los pisos de ladrillo,
minga de puerta cancel,
donde van los organitos
su lamento rezongando,
está la piba esperando
que pase el muchacho aquel.

Aquel que solito
entró al conventillo,
echao a los ojos el
funyi marrón;
botín enterizo,
el cuello con brillo,
pidió una guitarra
y pa'ella cantó.

Aquel que, un domingo,
bailaron un tango;
aquel que le dijo:
"Me muero por vos";
aquel que su almita
arrastró por el fango,
aquel que a la reja
más nunca volvió.

Ventanita del cotorro
donde sólo hay flores secas,
vos también abandonada
de aquel día... se quedó.

El rocío de sus hojas,
las garúas de la ausencia,
con el dolor de un suspiro
tu tronquito destrozó.

Pascual Contursi, como muchos escritores de la época, se dejó llevar por ese  mandato  maldito y engañoso que conformó una matriz primaria del ser nacional. Todo intelectual que se preciara como tal, tenía que pasar por París. Y Contursi, a quien bien le cabe los versos de Enrique Cadícamo, en Anclao en París: Tirao por la vida de errante bohemio / estoy, Buenos Aires, anclao en París. /  Cubierto de males, bandeado de apremio, /  te evoco desde este lejano país, no defraudó al destino.
Junto al éxito y a la fortuna que fue acumulando, el Contursi renovado entró en todos los vicios de la buena vida. En 1927 viajó a Europa y después de pasar por España recaló en París, allí escribió la última obra que se le conoce, el tango Bandoneón arrabalero con música de Juan Bautista Deambroggio.

BANDONEÓN ARRABALERO

Bandoneón arrabalero
viejo fueye desinflado,
te encontré como un pebete
que la madre abandonó,
en la puerta de un convento,
sin revoque en las paredes,
a la luz de un farolito
que de noche te alumbró.

Bandoneón
porque ves que estoy triste y cantar ya no puedo,
vos sabés
que yo llevo en el alma
marcao un dolor.

Te llevé para mi pieza
te acuné en mi pecho frío...
Yo también abandonado
me encontraba en el bulín...
Has querido consolarme
con tu voz enronquecida
y tus notas doloridas
aumentó mi berretín.


En rigor el repertorio tangero de Pascual Contursi llena toda una época, todo un período de constante transformación político-social. No es numerosa su producción pero alcanza para mostrar ese tipo de historias de amantes fracasados, de mujeres de vida fácil, de personas deshonradas que nunca encuentran su destino. Contursi es un melancólico, un “llorón”, un sentimental que se llenó de gloria y no supo manejarla. Tal es así que con una fortuna que nunca imaginó se dedicó a vivir jugando con su vida. Ese tango que sería el último no es otra cosa que su propio espejo, allí habla del fueye abandonado, un abandono que no será diferente al suyo porque, si le vamos a creer a  Carlos Gardel, él fue quien lo encontró a Contursi tiritando en la plaza Pigalle. “Pascual, ¿no tenés frío”, le preguntó. Y la respuesta memorable del poeta fue: “Estoy muerto de calor”.




Gardel, según cuenta José María Contursi, es quien le envió a Buenos Aires el telegrama informando acerca de la desdichada enfermedad de su padre, la sífilis ya había hecho estragos y la demencia jugaba con los recuerdos. Y es el propio Gardel quien organiza el retorno del letrista en un barco, encerrado en un camarote. Ya no eran las extravagancias de un “loco lindo” las que decidieron la vuelta, todos sabían que Buenos Aires estaba muy lejos y el bohemio tenía que regresar. Se lo interna en el Hospital de las Mercedes y allí pasará sus últimos años.
La noche del 24 de octubre de 1931, los grandes ases del tango deciden brindarle un homenaje a Pascual Contursi. La cita es en el Teatro Nacional y el animador de la jornada es Enrique Santos Discépolo. La función se inicia sobre el filo de la medianoche y las primeras palabras están a cargo de José González Castillo, el padre de Cátulo. Después, Charlo, con la orquesta de Francisco Canaro, arranca con Mi noche triste. Sofía Bozán y la orquesta de Julio de Caro, interpretan luego Flor de fango; Tania, la esposa de Discépolo, canta Bandoneón arrabalero, acompañada por el fueye de Pedro Maffia y, finalmente, Alberto Gómez con la orquesta de Francisco Lomuto, canta Ivette. No concluyen allí los homenajes. Los fragmentos de dos sainetes clásicos de Contursi son puestos en escena dirigidos por Luis Arata y Elías Alippi: Se trata de Los distinguidos reos y Caferata. Allí se lucen actores como Tita Merello, Sofía Bozán Aparicio Podestá, Alberto Anchart, Roberto Blanco y Sofía Bozán, entre otros.




El 29 de mayo de 1932 Pascual Contursi muere sin saber cuál es su mundo. Sus percantas, sus taitas, sus papusas lo despidieron en silencio
El 3 de enero de 1952 se estrena en el cine Gran Rex la película Mi noche triste, con guión y dirección de Lucas Demare, inspirado en la vida de Pascual Contursi y protagonizada por Jorge Salcedo, Diana Maggi, María Esther Gamas, Blanca del Prado, Jacinto Herrera, Pedro Maratea y la orquesta de Aníbal Troilo, que ejecutó el tango.
A 80 años de su muerte, la letra de su tango sigue resonado.

MI NOCHE TRISTE

Percanta que me amuraste
en lo mejor de mi vida,
dejándome el alma herida
y espina en el corazón,
sabiendo que te quería,
que vos eras mi alegría
y mi sueño abrasador,
para mí ya no hay consuelo
y por eso me encurdelo
pa' olvidarme de tu amor.

Cuando voy a mi cotorro
y lo veo desarreglado,
todo triste, abandonado,
me dan ganas de llorar;
me detengo largo rato
campaneando tu retrato
pa poderme consolar.

Ya no hay en el bulín
aquellos lindos frasquitos
arreglados con moñitos
todos del mismo color.
El espejo está empañado
y parece que ha llorado
por la ausencia de tu amor.

De noche, cuando me acuesto
no puedo cerrar la puerta,
porque dejándola abierta
me hago ilusión que volvés.
Siempre llevo bizcochitos
pa tomar con matecitos
como si estuvieras vos,
y si vieras la catrera
cómo se pone cabrera
cuando no nos ve a los dos.

La guitarra, en el ropero
todavía está colgada:
nadie en ella canta nada
ni hace sus cuerdas vibrar.
Y la lámpara del cuarto
también tu ausencia ha sentido
porque su luz no ha querido
mi noche triste alumbrar.



Article 16

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JOSÉ PORTOGALO:La vida es de nosotros, los que hacemos la vida.


La literatura argentina se ha nutrido, a través de todos los tiempos, de exponentes nacidos en las raíces de los suburbios  o en el seno de los conglomerados populares que crecieron atravesados por costumbres, hábitos y códigos trasplantados   de otros países. La escritura testimonial, saturada de melancolía patológica, no era otra cosa que el lamento provocado por un exilio caracterizado por las frustraciones acumuladas  y desencadenado por  la crisis  que el poder económico había sometido ruinosamente a  una población que solo contaba con sus manos para el trabajo.

En este marco referencial, el problema de la cultura se presenta cuando uno decide investigar el enorme dilema: cultura producida por las clases populares o cultura impuesta a las clases populares. Y sin alejarnos demasiado, ingresamos a otro terreno: cultura popular y cultura de masas.

La cultura popular es una expresión muy antigua, ciertamente bastardeada y denostada como concepto. Lamentablemente esta desnaturalización  conduce a la creencia de que la cultura popular acaba casi identificándose con la cultura de masas, ya que la cultura de masas en sentido moderno supone una industria cultural.

Tomemos como ejemplo la literatura de  colportage  o “trabajo del colporteur” como se denominaba en Francia desde fines del siglo XVIII (1796), al vendedor ambulante de libros religiosos. La palabra procede del francés medieval comporteur.

Con el tecnicismo literatura del colportage, se alude en los estudios culturales, a los libros que, a mediados del siglo XIX, difundían los vendedores ambulantes en ámbitos rurales.


El historiador francés Robert Mandrou, un hombre que provenía de un origen humilde -su madre costurera, su padre ferroviario- basándose en la literatura del colportage, es decir: los libritos de cuatro cuartos toscamente impresos (almanaques, coplas, recetas, narraciones de prodigios o libros de santos) que vendían por ferias y poblaciones rurales los comerciantes ambulantes; toma el concepto y lo reformula adjudicando a esta narrativa la denominación de lectura de evasión. De ahí que concluya: “Esta literatura, habría alimentado durante siglos una visión del mundo imbuída por el fatalismo y determinismo, de portentos y de ocultismo, que habría impedido a sus lectores la toma de conciencia de su propia condición social y política, con lo que habría desempeñado, tal vez conscientemente, una función reaccionaria.”

A pesar que, según parece, las tiradas eran muy altas y aunque, probablemente, cada ejemplo se leía en voz alta y su contenido llegaba a una amplia audiencia de analfabetos, los campesinos capaces de leer -en una sociedad en la que el analfabetismo atenazaba a tres cuartas partes de la población -  eran sin duda una escasa minoría.

En línea paralela también podemos registrar la literatura de cordel de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, bautizada como literatura en boca de ciegos que precisamente nos puede dar una idea más perfecta de los procesos de formación de lo estrictamente popular, porque popular es su pueblo y popular el que vive  en ese entorno donde unas veces crea y otras rapsoda, en el sentido estricto de la palabra.

 

Se trataba, en síntesis, de una literatura fugaz, espontánea, cuya temática obedecía a temas cotidianos, a episodios históricos, a leyendas populares o religiosas. Era una narrativa callejera que podía adquirirse en las esquinas de las ciudades y en los pequeños pueblos. La presencia de toscos grabados facilitaba la comprensión, por lo que solían ser utilizados como textos de lectura para niños.

Existía la figura de un ciego, transmisor oral o recitador, y a veces no era un invidente sino un charlatán que hacía de mediador entre la obra y el público.

Poco a poco, esta figura fue sustituida por la del simple vendedor callejero o buhonero.

Con lentitud, ya a finales del siglo XIX, los pliegos de cordel desaparecieron por diversas causas: la evolución de la sociedad y, sobre todo, la aparición de la prensa barata y popular, que le arrebatará en buena parte su destacado lugar entre el público popular.

 Este camino repleto de costumbrismo, de denuncia, con pinceladas fatalistas, donde reinaba el pesimismo, el fracaso y la soledad espiritual, será transitado de una u otra manera por los trovadores contemporáneos que cantaron a la vida sencilla, a las simples cosas, al malestar cotidiano que palpitaba en las barriadas, en los conventillos, en los obradores, en las casas de citas, en el centro de una ciudad endemoniada.

 

La literatura social tiene enormes matices. Hay abismos entre un autor y otro, pero el verso quebrado y doloroso siempre recurrirá a los factores de desigualdad, a la carencia afectiva, al maltrato, a la condición mínima para ser reconocido como obra literaria.

Casi todos los críticos concuerdan en que lo social condiciona al arte y aquí nuevamente la valoración de arte mayor y arte menor.

Sin entrar en polémica, nuestro objetivo está más centrado en el individuo y en esa realidad que sólo tiene sentido cuando se analiza al autor y sus influencias.

 

José Portogalo (seudónimo de José Ananía, 1904-1973)  es un fiel exponente de esta corriente. Nació en un hogar humilde de Calabria (Italia), donde la ausencia del padre marcaría sus primeros años. Su madre, Dominga Gualtieri, cansada de esperar el regreso del marido, decide embarcarse con el pequeño rumbo a Buenos Aires en busca de su esposo, quien había viajado a la Argentina intentando mejores condiciones de vida. En el verano de 1909 se instalan en un conventillo del barrio de La Boca y salen al encuentro del ser querido. Finalmente lo hayan  aunque la sorpresa fue grande: el hombre había decidido cambiar su destino y tenía una nueva familia.  Con el dolor a cuestas Dominga, como tantas mujeres inmigrantes de esa época,  decide pelearle a la vida y se gana el sustento diario lavando ropa para otros; en tanto, José con sólo 5 años, sale a la calle con un cajoncito de lustrabotas para traer a la casa unas monedas más. Su madre, desolada,  conocerá a un hombre que le dará el apellido al niño, es un vendedor ambulante de pescado con quien Dominga intercambiaba momentos de diálogo en el conventillo. Después de un tiempo se unen en pareja. El comerciante pasará a ser el padre adoptivo del niño. A partir de entonces, José Ananía  se transformará en José Portogalo.

El poeta trabajó como florista, vendedor ambulante, pintor, albañil y hasta bailarín profesional de tango, antes de aferrarse a los versos sociales. La mejor semblanza que se puede ofrecer de su vida es la que rescata su hijo, Pablo Ananía, en este texto:


Memorias del mundo sin Dios

Fue una tarde de agosto de 1909, hace 92 años. Muertos de frío, los dos pibes se miraron sin hablarse. Uno, el lustrabotas, se mordía los codos de envidia cuando relojeaba que el otro, en la esquina de Corrientes y Esmeralda, gritaba fórmulas esotéricas para que la gente se agolpara a su alrededor, momento en el que abría una valija, sacaba una serpiente de tres metros de largo y la depositaba sobre la vereda mientras le hablaba en términos cabalísticos haciéndole misteriosas preguntas.
El reptil ondulaba, levantaba la cabecita repugnante, movía la cola y, cuando parecía que estaba a punto de dar una punzada mortífera, el muchacho -un tal Carlos R. Muñoz del Solar- lo recogía, lo arrollaba, le decía a su público que la presunta cascabel estaba bajo sus poderes de hipnosis y así podía servirle de bufanda mientras verseaba: "Vean, vean ustedes este aparatito mágico de 20 centavos de industria alemana y estas únicas hojitas de afeitar fabricadas en Gran Bretaña a sólo 3 centavos una ganga cuidado con la serpiente llévese señor este aparatito para la patrona ojo no la toque que si lo muerde lo mata llévese el aparatito...”.
El chico -charlatán, imaginativo y estrafalario- tendría unos 12 años y el otro, el lustra -el tanito que apenas hablaba en cocoliche, Giussepe Anania-, apenas 5. Los dos vivían en la Boca y a veces "trabajaban" en las barrancas de Belgrano pero aquella fría tarde de agosto, allí, en esa esquina del centro, fue donde se hicieron amigos y el mayor (el que después sería el Malevo Muñoz, el que más tarde todavía tomó el nombre definitivo de Carlos de la Púa) le enseñó al menor (el lustra, el que luego sería José Portogalo) cómo se bailaba el tango mientras recitaba en voz alta, a los gritos, para darse aires canyengues, los apuntes que Carriego ya había hecho para "El Alma del Suburbio":

En la calle la buena gente derrocha
sus guarangos decires lisonjeros
porque al compás de un tango que es La Morocha
lucen ágiles cortes... dos orilleros

Imagínense a esos dos pibes, perdón, dos orilleros -cuando apenas comenzaba el siglo veinte- con semejante caudal de humor, deseo y fantasía: el alumno aprendió rápido. Y se hizo milonguero, compadrito, bailarín profesional. Traje cruzado, funyi, solapas de terciopelo en el abrigo largo y entallado, Portogalo -todavía por algunos años más Anania o Ananía, vaya uno a saber- empezó a ir por su vida adolescente con taquitos malevos mientras no empuñaba la brocha gorda de pintor de paredes.

El inmigrante

Fue feliz, es cierto, pero tuvo esa vida dura del inmigrante de tercera categoría. Nacido en 1904 en plena calle y desamparo, en Savelli, un pueblito arrasado por la pobreza, enquistado en la cumbre de una montaña, en el sur de Italia, en la Calabria, llegó a la Argentina a los 4 años con su madre, una tana inmensa, analfabeta, amorosa y extraordinaria: Dominga Gualtieri. Y con ella (que vino en busca de su primer marido) se instaló en la Boca para laburar de lustrabotas dos días después de bajar del barco. Ella encontró al Ananía original, su esposo, casado con otra y decidió ceder a los encantos de un vendedor ambulante de pescado (otro calabrés de Catanzaro, de apellido Portogalo) que asumió como suya la paternidad sobre Pepe, como Dominga llamó a su hijo desde chiquito.
Hasta los 28 años, el Pepe Portogalo hizo de todo para ganarse la vida mientras ella lavaba la ropa del conventillo y el vecindario: lustra, vendedor de diarios, florista, vendedor ambulante, portero de escuela en la época de Uriburu y -desde los 15- bailarín profesional de tango en la escuadra del famoso Cachafaz, con el que frecuentaba los salones más temibles: la Colonia Italiana de la calle Paraná 555, el Primo Círcolo Mandolinístico Italiano, la Nazionale Italiana, La Argentina, el ABC, a dos cuadras del mercado de Abasto, al que se lo conocía con el nombre de El Gato Negro, donde sólo se bailaba entre hombres todas las noches y los sábados y domingos con mujeres.
Por esa época -mientras ya el Malevo Muñoz se incorporaba al diario Crítica como aspirante (aprendiz de cronista) y se transformaba para la mitología porteña en Carlos de la Púa- Portogalo empezó a escribir poemas copiando a Almafuerte, imitando a Carriego, soñando con llegar a ser célebre y eficaz como Rubén Darío.

Subversivo y pornográfico

Anarquista, insolente, arañó esa fama en los años treinta pero de una manera impensada: su tercer libro, Tumulto, aparecido hace exactamente 66 años, en el mes de noviembre de 1935, provocó un escándalo infernal por su tono subversivo, injurioso y apasionado. Se ganó un premio municipal que nunca le pagaron y luego le confiscaron, pero agotó insólitamente una edición completa de 1500 ejemplares antes de que lo prohibieran.
Se había convertido en el primer poeta de Buenos Aires con la realidad social metida debajo de las venas de su agrio escepticismo, de un humor descalabrado, orgulloso y triste. Eran esas épocas tremendas: de persecución política, de hambre, dolor, angustia y absoluto desprecio por la dignidad humana. Con Tuñón y Olivari, fue Portogalo uno de los primeros que puso en sus versos a la dactilógrafa que ganaba 30 pesos por mes y moría tuberculosa. El poeta de Tumulto le cantaba a los canillitas, a las maestras y a los proletarios, a los seres sin familia y sin techo, sin amor y sin compasión.
Pero como ningún otro lo hacía con la incontenible violencia de los anarquistas románticos. Su ofuscación era la cara visible de una fermentación interior. Vivía en un tiempo desgarrado y dividido contra sí mismo, una época -quizá tan feroz como la actual- en que era imposible no preguntarse por los valores perdurables de la realidad humana en peligro de derrumbe.
No era Portogalo el que hablaba en Tumulto: era su propia época la que en ese libro se cuestionaba a sí misma.
Cada poema es una dentellada, un grito, la condición necesaria para advertir -con verdadero temblor profético- el advenimiento del abismo, el ingreso progresivo de una civilización -la occidental- en el cono de sombra de la disolución, un mundo sin Dios que desciende a las tinieblas de la noche histórica.
Fue amado y odiado con igual intensidad. Los críticos oficiales lo despellejaron. Estaba en la lista de los autores indeseables. Pero la gente del suburbio lo ensalzaba violentamente. "De mí -escribió en el diario Noticias Gráficas en su propia defensa muchos años más tarde- hablaban mal los pedantes de filosofía y letras, los notarios, los escribientes de policía y los párvulos que escribían sonetos gongorinos. Me miraban con ojeriza los revolucionarios de papel maché encolumnados con toda la reacción".
Al fin, hizo Tumulto tanta hojarasca que a Portogalo le retiraron la carta de ciudadanía argentina y le iniciaron un juicio por el que fue condenado, con Demetrio Urruchúa, el pintor que ilustró la obra, a la pena de prisión preventiva por un año. "Fui el pornógrafo de los falsos moralistas, el nihilista patológico de los falsos intelectuales, el cuco de la burguesía pudibunda que leía a Pitigrilli escondida entre las sábanas y de los hipócritas contumaces que con toga o sin ella alardeaban de honestos", se vanagloriaba en su artículo Portogalo que, perseguido, sin nacionalidad, con el alma lastimada y sin trabajo se tuvo que exiliar en Rosario primero y en Montevideo un tiempo después, cuando el golpe nacionalista del 43 amenazaba con su destierro o la cárcel por largo tiempo.

Cambio de rumbo

Es en Uruguay donde se distancia de Lucio (del que nadie ya sabe su apellido), el anarquista argentino que los formó políticamente a él y a de la Púa, y se embandera como camarada de ruta del Partido Comunista argentino, junto con Raúl González Tuñón, Leónidas Barletta y Elías Castelnuovo. Pero esa es otra historia que oscurece -en realidad- la conciencia luminosa que reverbera en los versos de Tumulto, sin duda su mejor obra, la que pone de manifiesto el abyecto servilismo de la clase intelectual de la época frente a las ideas libertarias que a él lo consumían.
Tumulto es un documento vivo y patético en la conciencia de cuyo autor está presente la calamidad de un tiempo que él conocía muy bien, con su desgarramiento y su dolor, hacia donde llevara los ojos: la inmigración, la infancia, su madre, sus compañeros de andamio y brocha gorda, sus hermanos proletarios, los piringundines portuarios.
La vehemencia verbal -habría que decir meridional, en verdad- de ese libro, su intolerancia combativa, su desprecio por los hipócritas clericales, su odio por el imperialismo y los capitalistas, confunde sus objetivos políticos. Y (mandatos de los stalinistas del Partido que no supo o no quiso eludir) con los años se van aplacando sus intensas pasiones subversivas. Del pibe aquél que hería la noche con el Malevo Muñoz ya no queda ni su armónica plateada, una pequeña joya que conservó hasta su muerte. A veces, precisamente poco antes de morir, hacia mediados de 1973, alguien bien podía verlo, solitario, menudito, perdido en su mundo y al borde de la desmemoria, envuelto en su sobretodo negro y con el funyi ladeado, caminando la madrugada porteña, merodeando por el puerto o las estaciones ferroviarias, atraído seguramente por el banderín de algún mástil o las estridentes locomotoras que se tragaban el horizonte.
Tumulto es el tercero de sus 12 libros, el que sin duda revela su lírica intransigente. Después vinieron otros, tal vez más prolijos, quizá más acordes con su época de mansedumbre militante, cuando más cerca estuvo de Tuñón y Juanele Ortiz, de Guillén y Neruda, amigos todos -chinoístas o prosoviéticos-, envueltos todos en la mística revolucionaria de los años cuarenta.
A Ortiz lo unía su amor por la China de Mao y el tabaco negro. A Neruda y Guillén la camaradería partidaria, la admiración por la Madre Rusia, el amor incondicional por la Cuba revolucionaria. Con Tuñón compartía el tinto y el semillón, la redacción de Clarín, la amistad de sus mujeres, las comilonas en los restaurantes del pasaje Carabelas. A Ortiz y Guillén, cuando se llegaban hasta Buenos Aires, los hospedaba en el departamento que alquilaba por 40 pesos en Villa Ortúzar. Dormían en la pieza de sus hijos, en el primer piso del 3883 de la calle Avilés, casi esquina Estomba. Ulises Petit de Murat -su otro yo, su más íntimo amigo de la vejez, su contracara católica y anticomunista, su compinche racinguista- le disputaba el vínculo con Juanele y los invitaba a ambos a comer a los boliches cajetillas de Belgrano.
Hacían un trío estrafalario: Ortiz, flaco como una espiga, ya doblado como un junco, con sus anteojitos y su boquilla finita de hueso y ébano, Petit con su traje gris perla y chaleco, saco cortón, bigotito gris y sonrisa gardeliana, con apariencia de banquero o de aristócrata arrepentido, y el viejo Porto -con su andar de cachafaz, pelada incipiente, el encendedor carucita y el paquete rojo de Particulares sin filtro arrugado en la mano- discutían airadamente de política. A veces, los domingos al mediodía, en la casita de Ortúzar, doña Dominga Gualtieri de Portogalo (su madre) amasaba tallarines. Era cuando Ortiz se venía de Entre Ríos y se les unía González Tuñón, adicto del tuco con estofado regado con el buen vino de las botellas que llevaba de regalo envueltas en papeles de diario. Al terminar, los cuatro salían a tomar mate amargo hasta la puerta de calle, se sentaban en el cordón de la vereda o sobre un escalón de la mueblería de Moisés y en compañía del judío cachafaz, progre y generoso del barrio miraban el picado con pelota de goma de los chicos de la calle Virrey Avilés. Discutían mucho de fútbol. Ni falta les hacía hablar de poesía.




Sobre Tumulto, el recordado poeta y periodista Daniel Chirom, así se refería:

Un poema legendario

 Tumulto es un libro maldito de nuestra poesía. Todos conocen su nombre. Pocos lo han leído. La razón es sencilla: ganó el Premio Municipal de 1935 pero casi inmediatamente fue prohibido. Es un poemario ferviente, despojado, militante, revulsivo, de un ritmo potente, con versos a cara o cruz. Si se lo lee ignorando su autor y su época, parecería el poema de un poeta beatnik. En su primer libro, Tregua (1933), Portogalo respeta la métrica tradicional, pero ya en su segundo poemario, Tumulto, influenciado por la poesía norteamericana de Carl Sandburg y Langston Hughes (al primero, la crítica de su país lo calificó como el sucesor de Walt Whitman, especialmente por su extraordinario poema Chicago), deja toda atadura para lanzarse a la aventura del verso libre.

En el prólogo a Tumulto, firmado por la editorial Imán, se dice que "...otros poetas podrán huir a su realidad y a su tiempo y otorgar al medio de su poesía un fin diverso...El autor de Tumulto en cambio, se enfrenta a él: más todavía, responde a un ritmo que tiene urgencia dinámica y sale de una realidad con frecuencia dramática".
El lector podrá inferir fácilmente el porqué del escándalo que desató Tumulto y su posterior prohibición. Lejos de resultar "naif" su lectura, como sucede con otros poemarios de la época, Tumulto conserva todo su vigor. Quizás, en estos versos del libro, se resuma su espíritu. "Disculpadme, compañeros poetas, este cartel sin Poesía. / Pero hay hambre en el mundo, hambre en las bocas del mundo. Y yo tengo un par de gritos violentos y unas ganas tremendas de vivir”.

Es de imaginar el efecto que pudo haber producido en la sociedad de la época un poema como éste:

..Oh, camaradas / qué lindo sería poseer a las muchachas sobre la tierra / y ensuciarles la boca con zumo de pasto y las mejillas con zumo de pétalos / Envenenarles la sopa a los millonarios que duermen / Violar los cerrojos de los conventos para besar a las mojas / Subirnos a los rascacielos y mear los escudos del congreso eucarístico / con el beneplácito de Jesús y la venia de los ángeles / bajo la vigilancia de las nubes y el corazón / de Dios que arde en el cielo / llenar las valijas de los turistas católicos con dinamita / He irnos desnudos por los caminos del mundo / desnudos y alegres como el hombre que vio la primera luna / o la mujer que nació al deseo junto a las raíces y las bestias…

 
Raúl Gonzñales Tuñón escribió sobre su amigo:

“Tanto en su prosa como en su poesía, Portogalo tiene algo luminoso. Casi todos los poetas tienen una palabra que los define y los distingue, Portogalo es el poeta de la luz en todas variaciones y manifestaciones. Portogalo cantó a las usinas, a las fábricas sórdidas, a los suburbios grises, a todos esos lugares donde la luz está encerrada como los inquilinatos o las viejas casas que los pobres tienen en los suburbios. Él liberó una luz recóndita, escondida en todos esos lugares pobres, feos y chatos, aparentemente nada poéticos, y a esos aspectos sombríos los llenó de una luminosidad que, por otra parte, está en su interior, en su espíritu, en su manera de ser”.

Un poema a las 6 de la mañana

Podría cantar la desalquilada vigilia de las prostitutas,
el motín callejero de los gorriones en la urbe.
De mis manos inválidas, de mis pies doloridos,
pero el canto de un gallo
que abre la mañana con los dedos de un ángel sin aureola,
suena en mi corazón -íntimamente-
y en mi sangre
alza su tono de armónica meridional
para recordarme que soy un hombre huérfano en mi ciudad.
Mi ciudad: La de las grandes riquezas y las grandes miserias.
La de los grandes chantajistas de guantes color patito:
Gerentes de banco. Presidentes de asociaciones patrióticas:
Directores de grandes rotativos. Críticos de Arte. Periodistas.
Urruchúa los pintaría con una ganzúa en los labios
y el alma junto a tu voz que enrula un tango de Filiberto.
Sé que me querrías si te hablara de amor,
aunque te desangres diez horas en una fábrica de tejidos
y sufres el asedio de un gerente mulato
-oblicuo como la sombra de una pared a media noche-
Porque tú necesitas un hombre, amiga, y yo necesito una mujer.
Asaltamos el alba a tiro limpio
Ramón Sender
Me trepan los insultos -mareas numerosas-
como trepan los hijos al cariño de un hombre.
Tengo las ansias llenas de ganarme en un grito.
Grito: ¡La vida es nuestra! y abro los horizontes.
Puertas de bronce viejo, de hierro remachado,
caerán cuando se agrupen las voces en un puño.
Hombres desvencijados, de espaldas a la vida:
así dancen las balas no serán de este mundo.
A los calvos de ideas, con sangre de pantano,
a los viejos que ensucian las palabras más altas,
les hago una advertencia: conmigo están los brazos
de aquellos que arrancaron de sus ojos las lágrimas.
La humildad -ese viejo mascarón- no hará suya
nuestra carne que es nudo de un clamor que echa ramas
y en sus climas oscuros, como a un árbol raíces,
nutren de savia pura los cuencos de su entraña.
Y ¡guay! del que esté en contra de nosotros, los pobres,
esos ríos de sangre, silenciosos y lentos,
que bajan hasta el pozo más hondo de la tierra,
que suben hasta el límite más alto de los cielos.
La vida es de nosotros los que hacemos la vida
a gotas de sudor, de ímpetu, de fuerza
y que jamás o nunca tenemos una cama
donde cavar la hondura de un vientre en primavera.
Nos vejan, nos explotan, nos reducen a cero,
si agitamos un grito de protesta nos castran.
Nos orinan la baba de un exiguo salario
y nos cuadran en leyes como a burros de carga.
Y hablan de La Piedad, de La Bondad, del Arte,
sacerdotes, artistas, profesores, poetas,
los que en nombre del pueblo se erigen en vigías,
¡esos hijos de puta con almuerzo y con cena!
Ah señor Jesucristo: no queremos tus frases
-panes sin levadura-, magníficas, humanas,
que no son más que frases pero que nos inhiben
y destapan, astutas, nuestros poros de lágrimas.
No queremos tus frases. Yo que vengo de abajo
y que anduve entre obreros con hambre y manos sucias,
que sé lo que es el mundo, este mundo de mierda,
te lo digo derecho: tus palabras son putas.
Al carajo con todas las parábolas bellas.
Al carajo con todos los escrúpulos sordos.
Presentemos las armas proletarios del mundo
y a tiro limpio, firmes, vaciémosles los ojos.
La vida es de nosotros, los que hacemos la vida
a gotas de sudor, de ímpetu, de fuerza,
y que jamás o nunca tenemos una cama
donde cavar la hondura de un vientre en primavera.


César Tiempo es otro de los amigos que nos dibuja la imagen de un Portogalo entero, con la misma metáfora que Raúl González Tuñón lo definiera:

José Portogalo, el poeta de la luz
 
A Portogalo lo conozco hace más de cuarenta años. No puedo precisar la fecha con exactitud. El era primo de un poeta anarquista, Fernando Baltieri, autor de un libro, Clarinada, y que dirigió muchos años un periódico que se llamaba La voce dei calabresi. Como Portogalo, era calabrés. Porque Portogalo es de Sabeli, un pueblo que conocí mucho después, un pueblo seco y polvoriento. Vino a la Argentina de cuatro o cinco años, traído por un tío. Sabeli es un pueblo de la provincia de Catanzaro, en Calabria. El apellido Portogalo era de su padrastro. Su apellido real es Ananía, José Ananía, como uno de los personajes bíblicos que acompañaron a Daniel en la cueva de los leones.
Llegó con su padrastro que era pintor de paredes e hizo el escalafón de la calle: José fue vendedor de diarios, lustrador de calzado, albañil, portero de escuela -le gustaba decir que era "concertista de campana", especialista en tocar la campana para escapar antes de la hora-. En una de esas combinaciones, no sé si haciendo algún mandado o qué, conoció a un general, el general Bellomi. En esa época, José leía mucho, sobre todo a Guerra Junqueiro, a Rubén Darío, a los modernistas. El general Bellomi le preguntó en qué podía ayudarlo. Pero no lo ayudó con un empleo público, sino que lo habilitó con unos pesos para comprarse un carro de verdulero, un carro y un caballo. Como Pepe era un poeta auténtico, se comió el carro y el caballo, y al poco tiempo volvió a los andamios.
Yo lo conocí por ese entonces, cuando ya era albañil o portero de escuela. Yo vivía en la calle Entre Ríos, al lado de la casa de la novia de Enrique Banchs, a quien sabía ver en la esquina haciendo el novio, esperando que el padre que era almacenero, don Luigio Malinverno, abandonara el negocio para meterse en la casa.
Muy de muchachos anduvimos vinculados al grupo de Claridad, al grupo de Boedo, que tenía los talleres y los depósitos de libros en la calle San José y Garay, a cuatro cuadras de casa. Portogalo me trajo los primeros versos y yo se los hice publicar en Claridad donde según creo, también publicó su primer libro, Tregua. Tumulto lo publicó en 1935. Ganó uno de los premios municipales. Yo había ganado el año anterior el primer premio y por eso la Intendencia me nombró miembro del jurado. En esa época, el jurado estaba integrado por concejales, cosa que después no ocurrió. Un concejal-jurado era conservador y el otro socialista. Lizardo Molina Carranza por los conservadores y Juan Unamuno por los socialistas. Era intendente, por ese entones, Mariano de Vedia y Mitre. En el seno del jurado se peleó bastante. Yo lo sostenía a Portogalo, sobre todo por su condición de hombre pobre, de obrero, de hombre de la calle que necesitaba un estímulo económico para poder seguir. Banch decía que a él no le interesaba la situación personal. El defendía a Jorge Obligado, hermano de Carlos, un muchacho de posición económica muy desahogada y sin ninguna clase de problemas.
El primer premio era de 5 mil pesos, el segundo de 3 mil y el tercero de mil. Yo defendía el de mil para Portogalo.
Banch decía:
-A mi, fundamentalmente, me interesa la obra.
Yo le replicaba:
-No. El premio es municipal. La Municipalidad estimula a los hombres de la ciudad que han hecho alguna obra y que necesitan hacerla. Ahora el régimen se ha modificado completamente, al punto que los premios municipales son más ricos que los premios nacionales.
Entonces, Molina Carraza me pregunta:
-¿Usted leyó el libro?
-Cómo no lo voy a leer. Es sensacional. Poesía auténtica.
Exageré un poco la nota.
-Yo lo voy a apoyar,me dijo, finalmente, Molina Carranza.
Unamuno también me apoyó. No quiero ser inexacto, pero me parece que en el jurado estaba igualmente don José A. Oria. Resultado: conseguimos cuatro votos contra tres a favor de Tumulto, el libro de Portogalo.
Al día siguiente la noticia del premio se publica en La Nación. De Vedia y Mitre lo llama en seguida a Molina Carranza, que era concejal de su partido, y le dice:
-Le voy a leer una poesía, ¿qué le parece?
Y le lee un poema de Tumulto donde Pepe se orinaba en las pilas de agua bendita, y otros exabruptos por el estilo.
-¡Esto es un horror, caramba!-exclamó Molina Carranza.
-No sólo es un horror- le respondió de Vedia y Mitre-, sino que, además, usted lo ha votado para uno de los premios municipales. ¿Cómo es eso, concejal? Lo ha estimulado con dineros de la Municipalidad. ¿Cómo es eso?
-Retiro la firma-¡¡¡retiro la firma!!!, dijo Molina Carranza.
Pero Unamuno que era muy amigo nuestro, ya lo había acompañado a Portogalo a la mañana y éste había cobrado el premio en la Municipalidad.
Otro ejemplar humano bastante curioso inició un juicio contra los jurados, por malversación de caudales públicos. Era un tal José Andrés Capezze, redactor de La Prensa. Un tipo increíble. Me parece que la Municipalidad, o la policía, no recuerdo, inició un proceso por ultraje al pudor. Lo cierto es que a Pepe le cancelaron la carta de ciudadanía a raíz de eso. Y tuvo que irse a Montevideo. Porque el libro desencadenó una serie de iras terribles, y a lo que era un acto de libertad de un hombre que hacía poesía sin ataduras, los "bien pensantes" de entonces le dieron una trascendencia desmesurada.
Sin embargo, todo eso lo favoreció bastante a Portogalo. En Montevideo se conectó con poetas, con periodistas. Se hizo amigo de Alfredo Mario Ferreiro, de Enrique Amorin, de Nicolás Fusco Sansone. Y comenzó a hacer periodismo.
Después de mucho tiempo volvió al país, se fue a Rosario, hizo mucho periodismo y más tarde pasó a Córdoba. En Córdoba se hizo amigo de Deodoro Roca, de Gregorio Bergman, de Luis Reynaudi, que era secretario de redacción de El País. Se hizo de un ambiente muy simpático. Una de mis piezas, Pan Criollo, se estaba dando en Córdoba, con Blanca Podestá. Portogalo me avisó y entonces fuimos al estreno en el Teatro de la Comedia.
Poco después, Portogalo se casó con Eva Ambas. Tuvo dos hijos. Uno es periodista, Pablo Ananía, y la chica está casada y vive en San Isidro.
Un editor de Mendoza, D'Acurzio, le publicó hace algunos años una antología, con prólogo de Luis Emilio Soto. Después editó Juan Tango que tuvo bastante resonancia. Fue la primera vez que le pagaron derechos de autor. Cobró, creo, 10 mil pesos. Con el seudónimo de Díaz Bustamente ganó un concurso literario en La Prensa.
Su última etapa periodística fue en Clarín. Una vez lo invitaron, me parece, a China Popular. Hizo un hermoso periplo por Oriente. Demoró más de un mes su regreso y, al volver, se encontró con que había quedado cesante de su cargo en Clarín. Pero, después de tantos años de periodismo pudo jubilarse.
Gran devoto de Neruda, gran bailador de tango; cada vez que Pablo venía a Buenos Aires, lo íbamos a ver al Castelar o a los bares. Muy amigo de Raúl González Tuñón, de Ulises Petit de Murat y de Samuel Eichelbaum. A Eichelbaum lo visitaba en su casa, le leía sus poemas, y cuando Eichelbaum murió, siguió frecuentando a su familia.
En nuestros primeros tiempos de bohemia forzada, hemos cantado en colaboración grandes "Toscas". "Cantar la Tosca" se llamaba, en ese entonces, a hacer un gran consumo en una lechería y salir disparando sin pagar. Frecuentábamos una lechería de la calle Entre Ríos, entre Estados Unidos y Carlos Calvo. A la vuelta vivía Alvaro Yunque que, cuando venía con nosotros, pagaba, pues no quería plegarse a "cantar la Tosca". Era el rico de nuestra barra. Y si Yunque no venía, esperábamos el momento propicio de disparar.
Otra lechería que frecuentábamos era la de Angel Greco, el autor de Naipe Marcado, que era dueño, no sé cómo, de una lechería. Era un tipo curiosísimo. Usaba lentes de cadenita con un solo cristal: se le había caído una vez y nunca lo repuso. Solía reunir a una serie de malevos impresionantes.
Esa lechería era el deleite de Portogalo y de Roberto Arlt.
Una de las diversiones de Greco era leer los diarios y enterarse por los avisos fúnebres de algún velatorio. Entonces decía:
-Bueno, muchachos, esta noche tenemos función completa.
Ibamos al velorio, porque siempre se convidaba con café y si aguantábamos hasta la mañana, había desayuno. Nos quedábamos con Portogalo y con Aristóbulo Echegaray, Roberto Arlt y Greco. A veces venía Dante Linyera, que también era del barrio, un poeta plutónico, de canciones arrabaleras.
En su plenitud Portogalo hizo muchos contactos con el exterior. Era muy amigo de un poeta cubano, Navarro Luna, y de Juan Marinello. Se escribía constantemente con Juvencio Valle, de Chile.
El milagro de Portogalo consiste en que, habiendo sido un hombre de extracción popular, tan rústica, que tan sólo conoció los primeros grados de la escuela primaria, fue perfeccionando su poesía. Es conmovedora la pasión de Pepe por la poesía. Cuando descubrió a García Lorca, su poesía dio un viraje, se hizo más colorida, más plástica.
Es curioso. Portogalo y Julián Centeya son italianos (Centeya es de Parma) y nadie como ellos es tan porteño. Centeya llegó a Buenos Aires a los 14 años. Portogalo a los 4 o 5. Pero adoptaron la ciudad y borraron lo que habían dejado atrás. Portogalo, además de escribir sobre Buenos Aires los versos más fervorosos, era bailarín de tango, hombre nochero, milonguero, hombre de tertulias.
De ese porteñismo ejemplar se destaca en Pepe una cualidad: la fidelidad a sus amigos; si alguien habla mal de algún amigo, se agarra a las trompadas.
Hace dos años Portogalo recibió el premio de la Fundación Argentina para la Poesía junto con Francisco Luis Bernárdez.
Si alguien me dijera qué rasgo percibo más nítidamente de Portogalo, no vacilo: su generosidad. Yo se lo presenté a un cuentista de origen salteño, Miranda Klix, que publicó Cara de Cristo y una Antología de cuentistas argentinos en Claridad. Era un muchacho esmirriado, lleno de problemas y enfermo -murió tuberculoso, a los 26 años, en Córdoba-. Pero era muy salidor. Participaba de todas las tertulias donde tosía mucho. En una de esas reuniones, terminamos como a las dos de la mañana en un bar de la Avenida de Mayo. Hacía frío. Portogalo se quitó el sombrero y el echarpe y se los regaló. Miranda no quería aceptar y Pepe lo obligó a que se pusiera -casi de prepo- ambas prendas.

La Opinión, 2 de julio de 1972




Poema a Carl Sandburg

"…Y las sargas anónimas de los hombres oscuros
que pelean a brazo partido con la vida
y en profundas calles de extramuros
sufren su humillación como una herida"
César Tiempo

Cómo me alegraría, mi querido Sandburg, que estuvieras aquí,
a nuestro lado, junto a esta verja que da a una calle opaca
y sin chicos que la embarullen como a la calle de los pobres,
hoy que el frío nos agarrota los dedos,
nos humedece la punta de la nariz como a la de los borrachos.

Cantaríamos juntos, mi querido Sandburg, la canción del trotacalles.

Ya los lecheros han dejado sus botellas en los jardines silenciosos
-frágiles y sin arrugas como jardines de calcomanía-.
Por eso me acuerdo de ti cuando oigo sus carros percudir el silencio
que se tiende feliz sobre la calle opaca.

El sol insiste en no tirarnos su bufanda de lumbre para calentarnos
y el aire es tan frío y delgado que nos penetra y duele como un grito.

Atrás de los párpados de las ventanas duermen los millonarios y sueñan.
¿Qué soñarán los millonarios en las mañanas de invierno?
Dime, Sandburg, ¿qué soñarán los millonarios de todo el mundo?
Y sus hijos, ¿qué soñarán en sus cajitas de sorpresa?

Cómo me gustaría haberme hallado en tus años
junto a tus manos pesadas, ásperas, violentas,
porque con ellas has hecho todos los oficios -como yo- y has escrito poemas;
has volteado los vasos en las tabernas
riendo con una risa fuerte de bebedor de whisky y de guapo;
has peleado con los patrones, los porteros, los choferes
y has acariciado los muslos de una muchacha querida para soñar.
¿Qué soñarías en las mañanas de invierno?
Dime, Sandburg, ¿qué soñarías sobre tu carro de repartidor de leche?

-Ah, pero yo soy pintor y nada remedio con estas interrogaciones
mientras mis compañeros lijan los barrotes de la verja
que van como lenguas al cielo para evadirse de la soledad.

Me subiría a tu carro de lechero, de trotamundos, de abremalezas;
arrancaríamos el poema de la urbe
- caliente como raíz o el seno de una madre-
para agriarnos la voz
y blasfemar como los italianos frente a los mercados,
viendo cómo les roban la plata a los pobres turcos y a los pobres judíos
y cómo "levantan" los bultos de los carros y de las veredas
los truhanes que ya han comprado los ojos del vigilante y los del cuidador.

Y con Masters, el masticador de tabaco y amigo de los obreros,
y con Anderson, que antes que millonario prefirió ser poeta,
nos iríamos a mi suburbio, allí donde creció mi infancia
y gané los primeros coscorrones y los primeros centavos
y paladié el sabor de las primeras palabras sucias que no mancharon mi alma;
donde conocí a la única mujer que me quiso
y donde estoy ahora apelotonado como un trasto viejo
vendiendo cara mi vida y mis sueños por la porquería de un jornal.

Nos iríamos Sandburg, a mi suburbio
para acechar la llegada de los vendedores de diarios
-esos ángeles pringosos que me parten el corazón con sus gritos-
cuando el canto de los gorriones hace boquetes en el aire
y el vozarrón de los gallos se riza como una viruta
en ese minuto en que las prostitutas cierran los ojos y sueñan.
¿Qué soñarán las prostitutas en las mañanas de invierno?
Dime, Sandburg, ¿qué soñarán esas mujeres
de palabras duras como sus vidas y frías como sus labios
que no queremos pero en cuyas orillas
hincamos nuestra soledad para habitarla de imágenes?
-Ah, pero yo soy pintor y nada remedio con estas interrogaciones
mientras mis compañeros lijan los barrotes de la verja,
y pienso que no tengo muchacha para acariciarle los muslos
porque el jornal no me sobra y la pobreza me asedia
como el frío de esta mañana de invierno
en que el sol insiste en no tirarnos su bufanda de lumbre para calentarnos.

Film


Una vez a Nemo, "el ángel" le rompí la cabeza de un hondazo.

Yo tenía diez años y un corazón violento como mis malas palabras.
Y una voz agria y dura que sabía colarse en los tranvías
y dar vueltas en las barrancas de Belgrano seguida por los guardianes.

El era un niño rubio y manso dejado de la mano de Dios.
Y hasta tenía los ojos húmedos de un galgo que lame las manos del castigo.
Pactaba con medallitas de lata y se regía por una oración.
Y jamás se le ocurría pensar que a las muchachas había que poseerlas.

Pero éramos camaradas.
Yo con mi afán de romperlo todo. De socavarlo todo.
Hasta las lenguas grasosas del Río de la Plata en días de rabona.
Con mi lujosa agresividad de niño aceptada en rueda de mayores.
Con mi inocencia zumbona de pantaloncitos rotos en el traste.
Con mi alegría salvaje que tuteaba a las "señoritas".

En Echeverría y 11 de setiembre le lustraba los ojos a mi infancia.
Entre el olor y el sabor de la mañana sentada sobre mis rodillas
sacaba mi corazón y en mis manos se lo daba de comer a los gorriones.
Esto hacía gruñir a los ingleses de piernas de palo y voz de vidrios rotos.
Pero mi honda lograba frustrar el servilismo de los porteros,
y el corazón salía ileso porque era puro como la pepita de un carozo.

Entonces yo estaba enamorado de Perla White y de mi maestra de 3er. grado.
Me gustaban los ojos oscuros y las pestañas rizadas de Pola Negri.
Y tenía una novia a quien le relataba las aventuras de Sandokán.
Se llamaba Pola Morera y era linda como la estampa de un libro.
Por ella quería ser William S. Hart o el capitán de "La amenaza oculta".
A mi novia le gustaban los ojos de acero de los cowboys de las películas
y me llamaba su pequeño soldadito invasor.
Porque mi voz agria y dura dolía como una pedrada
y siempre tenía los puños listos para trizar narices.
El, con su dulzura de arcángel bajo los cornisones
en una mañana de primavera de cielo verde nube y de cartón,
yo, con mi hisopo flamígero encendiendo las mejillas de las muchachas
en una barricada de guerrillero de barrio.

Hoy Nemo "el ángel" anda por las plazas de Buenos Aires
y predica el salvacionismo con voz de Biblia y un tajo en la cabeza.
A veces se acompaña de un órgano y dice que ve a Dios sobre los árboles
y a Cristo sobre las aguas sucias del pecado con intención de lavarlas.

Pero yo sólo sé que Nemo "el ángel" es corredor de retratos.

 

Regresamos a Raúl González Tuñón para ampliar este panorama. Lo hacemos a través de este interesante artículo:


A Pepe lo conocí en los días en que ya había terminado la famosa guerrilla literaria entre Florida y Boedo, una guerrilla simpática y saludable que, vista con perspectiva histórica, ha dejado más cosas positivas que negativas. Además, se ha descubierto que tanto en un bando como en el otro, existía el mismo tipo de inquietud. En Florida estábamos buscando nuevas expresiones, temas nacionales como el tango, como el redescubrimiento de Carriego y la Canción del Barrio, y éramos principalmente poetas. Y en Boedo, eran principalmente narradores.
Por sus simpatías personales, por algunos de sus temas, Pepe Portogalo estaba más cerca de Boedo. Pero, de todas maneras, se puede decir que él se mantuvo equidistante durante todo ese período de la guerrilla literaria.
Ahí lo conocí yo, de la manera más notable. En una revista cuyo nombre no recuerdo, criticó unos poemas míos, tildándolos de afrancesados. La crítica tenía sus gramos de sátira y mordacidad, pero nada desagradable.
Por ese tiempo me encargaron una antología de poetas sociales- yo siempre digo que no existe poesía social o antisocial, sino poderosos elementos sociales que, a veces, sin que el poeta se lo proponga, se introducen en su conciencia de hombre -. Esa antología nunca salió. Pero lo cité a Portogalo en un café, y a él le pareció muy raro, después de la crítica que me había hecho, que yo tuviera interés en conocerlo. Desde ese momento se estableció entre los dos una amistad entrañable.
Luego me llevó a su casa, me presentó a su padre que era un hombre maravilloso, a quien él nombra en sus poemas - cuando murió yo le escribí un poema que a Pepe le emocionó muchísimo - y a su madre que amasaba unos tallarines fabulosos. Vivían entonces en Villa Ortuzar, y por muchos años Portogalo vivió en Villa Ortuzar. El otro día me hicieron un reportaje con motivo del homenaje que se le va a rendir a Pepe y allí dije que así como Carriego es el poeta de Palermo, Portogalo siempre siguió siendo fiel a los amplios patios y a los cielos luminosos de Villa Ortuzar. Ya esos patios desgraciadamente han desaparecido. Esos patios desaparecieron, pero no los cielos luminosos. E incluso si esos cielos hubieran desaparecido y los invadiera una niebla como la de Londres, ellos permanecerían preservados en los poemas de Portogalo de la línea porteñista. Porque él, como todos nosotros, éramos y somos enamorados de nuestra ciudad. La sentimos y la cantamos. El primero fue Carriego, como dice Borges -el Borges auténtico, el Borges de los mejores libros de Borges, como Fervor de Buenos Aires, Luna de Enfrente y Cuadernos San Martín, que a mí entender quedarán como grandes documentos líricos y con sentido popular del cual ahora Borges reniega- el inventor, el iniciador de esa poesía porteñista en la cual después nos enrolamos todos nosotros.
Portogalo, como hombre de su tiempo y sabiendo que la literatura, por lo menos, pretende ser el diálogo del hombre con su tiempo, no sólo se interesó por su propio país, sino que también le preocupó el mundo profundamente. Como el poeta tiene una antena que no sólo recibe los mensajes de su tiempo en su país, sino también los que vienen del gran torbellino del mundo, Portogalo escuchó esos mensajes. No sólo captó a Lisandro de la Torre, a José Carlos Mariategui, también todos los acontecimientos de su época, que de algún modo, rozaron la condición humana. Hizo una poesía varonil, vehemente, llena de imágenes y de una gran fuerza.
Como todos nosotros, era una gran caminador de Buenos Aires. Enamorado de los atardeceres de Buenos Aires, de sus crepúsculos. Por eso, lo que deseo vivamente es que pueda volver a caminar para ver esos cielos luminosos de Villa Ortuzar.
En Portogalo hay una cosa muy particular y muy rara en otros poetas: enaltece y difunde el mensaje de los otros poetas, aunque él no esté de acuerdo con el estilo y con la forma de expresión de esos otros poetas. En mi caso personal, sé que a dos o tres poetas que tenían todo el derecho del mundo a no estimar mi poesía, les dijo cuando oyó que me criticaban:
"-¿Pero ustedes leyeron tal libro de Raúl?-"
Y cuando recibía respuestas negativas, les decía:
"-Bueno. Vengan a mi casa"
Y los llevaba a su casa y les presentaba mis libros, los que él consideraba claves de mi poesía.
Uno de los libros de Portogalo que me interesa muchísimo porque me parece de una extraordinaria madurez, donde hay un hermoso poema que se llama Imagen de la Amistad, es Poemas con habitantes. Claro que uno no puede decir que ese es su mejor libro. En todos los libros de Pepe hay poemas que son mis preferidos. Pero si tuviera que elegir, eligiría los poemas que tienen que ver con Buenos Aires. Tregua, cuyos cuarenta años se festejan ahora, está lleno de esos poemas porteños, entrañables. Después abandonó ese tema por el tema civil, pero luego volvió a él. Vale decir, que ha seguido -y me parece que es lo ideal en un poeta- en las dos ondas, no en una sola onda. Porque no creo que se pueda hacer una afirmación dogmática de que la poesía tiene que ser la abstracción de la realidad, o la servidumbre de la realidad. A veces, son esas dos cosas juntas, a veces son cosas misteriosas.
Portogalo es un poeta por su obra y por su vida. Se jactaba y se jacta de haber sido pintor de brocha gorda, vendedor ambulante de flores y pescados, con su padre, y eso me parece muy bien.
Con el tiempo la perspectiva poética de Portogalo se fue ampliando. De un ideario un poco vago fue hacia otra cosa más definida, consistente.
Cuando se anunciaba la muerte absoluta del tango, Pepe fue uno de los que defendió su supervivencia. Escribió un libro muy fresco, Juan Tango. Pero él sabe también que, a pesar del enorme respeto por los grandes autores del pasado, el tango se va a salvar siempre que sus letras tengan resonancias actuales. Tangos que tienen que ver con otro Buenos Aires, con otros problemas.
Cuando Portogalo hizo poemas con estructuras retóricas, en una línea estrictamente clasicista, como sonetos, supo mantener su jerarquía de poeta. Pero donde me parece que se realiza más, es en la línea del verso libre y vivencial, lleno de imágenes y de ritmos interiores.
Tanto en su prosa como en su poesía, Portogalo tiene algo luminoso. Casi todos los poetas tienen una palabra que los define y los distingue, Portogalo es el poeta de la luz en todas variaciones y manifestaciones. Un libro de él es definitorio. Se llama Luz Liberada. Portogalo cantó a las usinas, a las fábricas sórdidas, a los suburbios grises, a todos esos lugares donde la luz está encerrada como los inquilinatos o las viejas casas que los pobres tienen en los suburbios. En sus libros, a esa luz que tanto ama la saca de su encierro, de sus múltiples encierros, y la pone en sus poemas, cuyas palabras definitorias son madrugada, sol, rocío, crepúsculo, atardecer, amanecer. Él liberó una luz recóndita, escondida en todos esos lugares pobres, feos y chatos, aparentemente nada poéticos, y a esos aspectos sombríos los llenos de una luminosidad que, por otra parte, está en su interior, en su espíritu, en su manera de ser.
Hay algo que poca gente sabe: no sólo fue un gran bailarín de tangos, sino que tuvo una academia donde fue profesor de tango con "corte". Eso fue antes de que yo lo conociera, vale decir antes de 1930. De modo que su amor por el tango se comprende. No es una cosa retórica, sino que proviene de un amor acendrado. Otros han utilizado al tango de una manera convencional, a veces muy hermosa y estupenda, como hizo Borges, pero convencional. En cambio, el amor de Portogalo por el tango parte de una vivencia, es vida.


Ulises Petit de Murat lo define al poeta pero nos lo acerca desde la faceta de bailarín de tango.


Un gran bailarín de tango

José Portogalo es de esa gente linda que se instala en la vida. Desde 1932, con el señor Joyce, estamos con el predominio del anti-héroe y no nos movemos nada más que con bandoleros, con personajes agresivos, salvajes, pervertidos. Sin embargo, yo me encontré con mucha, muchísima gente linda, y entre las más lindas, está Portogalo. Un hombre sin altibajos, con una mística muy grande de la amistad. Un hombre al que yo calificaría de casi angelical.
No hemos tenido ni altercado, ni una contradicción en nuestra amistad de muchas décadas. Iba a mi casa, más bien a las de mis padres, en las sierras de Córdoba, y teníamos para nosotros el día entero. Mis padres lo adoraban.
Yo sé algunas cosas que no presencié como testigo; algunas de ellas las he visto después como su capacidad de gran bailarín de tangos. En un viaje que hicimos a Paraná, otras veces en casa, lo vi bailar el tango con "corte", en su juventud esa habilidad le servía para "levantar minas en los salones" hasta que, naturalmente, se convirtió fanáticamente a la pareja. Porque desde que conoció a Eva, formó un solo ser con ella.
Yo no recuerdo dónde Pepe bailó el tango ni en qué salones, porque la vida del grupo Martín Fierro se desarrollaba en el Barrio Norte, en una ambientación donde en un momento dado predominaba el charleston o el shimmy. Al tango lo bailábamos más bien para abrazar a las muchachas. No le dábamos ninguna importancia. Me acuerdo que, en mi casa, me despertaba a eso de las 9 de la mañana un hermano mío que era muy amigo de Juan Carlos Cobián, que venía a aporrear el piano. Naturalmente, todavía no se habían acostado. Yo me levantaba a saludarlo y a escucharlo a Juan Carlos. Entonces yo era un chico. Después las edades se van igualando, después, tuve la misma edad.
Pepe Portogalo es un hombre con una gran sapiencia de calle. A mí me asombraba mucho. De nuestra largísima relación, puedo destacar una cosa de la que, quizás, no muchos se acuerden. Íbamos siempre al fútbol, porque a mí me gusta como deporte; además, me parece que no se tiene una noción muy clara del lugar donde se vive si no se va a una cancha de fútbol. En ella conviven y convergen todas las clases, todos los tipos de ubicación social. Y en ese momento de éxtasis colectivo que es el partido de fútbol, siempre aparece la problemática nacional que realmente tiene importancia a los ojos de una masa, mucho más allá de lo que puede decir la gente politizada.
Íbamos al fútbol con Pepe, y él me enseñó a mirar eso. Y también me salvó de los ladrones. Porque, recuerdo una vez en una cancha, había dos sujetos "cariñosos". Yo, que siempre estoy a favor de la gente linda, a veces me confundo.Esos dos sujetos cariñosos, que nos querían buscar un lugar en la tribuna, tenían la intención de sacarnos la billetera con su exceso de cariño. Pepe se dio cuenta y los echó violentamente con un gran conocimiento del prójimo habitante de la calle. La batalla callejera, cuando un poeta tiene que ser lustrador de zapatos, diariero, albañil o "fusilar las primeras minas contra el paredón", como decía Pepe, con peligro de ser sorprendido por las intervenciones de la policía, es dura.
A mí me maravilla la enorme sapiencia de la calle que siempre tuvo Portogalo. Podemos decir que gente del tipo de las que formábamos la generación de Martín Fierro empezó a tener calle cuando fue incorporada al periodismo, cuando ese periodista con una agudeza y un talento enormes que era Botana, ante la risa de todos los demás directores de todos los grandes diarios, decidió tomar a toda la gente de Martín Fierro, y a un ensayista como Pablo Rojas Paz le hizo hacer fútbol, a mí me largó a hacer crónicas de crímenes, y después lo trajo a Borges e hicimos un suplemento literario para la masa.
Hasta ese momento, no teníamos "gran calle" porque vivíamos visitándonos de casa en casa, a la sombra de bibliotecas, rodeados de muchachas muy lindas, con bastantes facilidades para vivir. "La calle" era algo muy relativo. Nos servía tan solo para transitar. Y encontrar un hombre como Pepe, medularmente metido en la calle y en el conocimiento del gran patio de la picardía porteña.



Portogalo podría decirse que significa la recuperación de la poesía boedista. Fue un poeta sin armaduras, de lenguaje desprendido, con un verso sin titubeos. Sus trabajos no son tempranos, cerca de sus treinta años empieza a escribir poemas. Antes de llegar al periodismo salta de un lado a otro. Ejerció la profesión en Noticias Gráficas y Clarín y colaboró con muchas de las revistas literarias de la época como Brújula (noviembre 1930 / diciembre 1931), Nervio (mayo 1931), Metrópolis (marzo 1931/ agosto 1932), Contra (mayo-agosto 1933), Conducta (agosto 1938 / diciembre 1943), Expresión (diciembre 1946 / mayo 1947), Ventana de Buenos Aires (noviembre 1952/ julio 1956).

El tango y transitar la ciudad fueron otras de sus pasiones. "Portogalo -dijo el poeta cubano Manuel Navarro Luna- ha podido llegar, como muy pocos poetas de esta generación, a un perfecto dominio del lenguaje poético, sin que por ello su comunicación directa con el pueblo falte en ningún momento en su poesía".
Hizo culto de la amistad al extremo. Con los poetas tuvo un gesto de cordialidad superior. Valga como ejemplo la carta que transcribimos:



Buenos Aires, 23 de enero de 1953


Para

José Pedroni

Belgrano 2258

Esperanza (Santa Fe)



Mi querido Pedroni:



                        Hace mucho tiempo que deseaba escribirle, sobre todo para felicitarlo porque he tenido la oportunidad de leer algunos de sus últimos poemas en «Propósitos» y el que tan gentilmente me ha alcanzado: Canto al camionero nocturno, aparecido en «El Litoral» del 31 de diciembre de 1952, en los que una fuerte savia vivificadora le empina el tono y hace que aquella poderosa ternura suya, aquella cordialidad de su voz y aquel hondo lirismo que lo diferenciaba, tomen un orden, no distinto sino más afirmativo, más alzado contra los que atacan las hermosuras del hombre, y llenen de pájaros nuevos el cielo ya colmado de cantos de su siempre joven poesía de otros tiempos. ¡Espléndido, caro poeta! Le deseo muchos «encuentros» felices de su voz, muchas cargas luminosas de su vigilia volcada sobre los acontecimientos que nos inquietan por igual a todos nosotros.



                        «El camionero es joven, fuerte, valeroso./ Ama la libertad./ Tiene un amigo en el umbral del monte/ que agua y aire le da.» ¡Muchas gracias por esas grandes descargas emotivas que nos alcanza desde su Esperanza, muchas gracias!



                        No sé si sabe que estoy escribiendo en el diario «Noticias Gráficas» una serie de notas sobre artistas argentinos de origen humilde, obrero o popular, que hayan tenido una infancia o una adolescencia muy trabajada y que, a pesar de todas las vicisitudes, angustias y dolores sufridos en su vida, han logrado darnos un mensaje de amor, solidaridad y arte cumplidos. Ya he hecho la vida de Spilimbergo, la de Antonio Alejandro Gil, que tuvo la terrible y trágica humorada de abandonarnos para siempre, y la de José Fioravanti, hijo de inmigrantes italianos y uno de los más grandes escultores que tiene la Argentina. Bien, yo quería hacer la suya. Siempre recuerdo sus “Palabras a mi padre y a su digna herramienta” y muchas otras tantas hermosas cosas de El pan nuestro que ha tocado mi espíritu. Para esto tendría usted que enviarme datos muy precisos de su vida y si fuera posible algún hecho que haya tenido importancia en su infancia; sus muchos trabajos y otros datos de interés para pergeñar una pequeña biografía en la que se demuestre que pese a las adversidades y desencuentros, usted ha llegado a ser “el hermano luminoso” que ha visto Lugones en su nunca bien nombrado y siempre bienquerido Gracia plena. A los efectos de que usted interprete mi pedido le envío la nota de Spilimbergo, para que vea qué es lo que quiero de usted. Además, ha de adjuntarme una buena fotografía suya para ilustrar la nota, si es que acepta que haga mi trabajo. Me gustaría también saber si recibió mi Mundo del acordeón enviado a Esperanza con mucha demora. Con urgencia espero su respuesta y desde ya le quedo sumamente agradecido. Un abrazo grandote, fuerte y solidario de su amigo.



Pero a veces la desilusión lo invadía y ese hombre sanguíneo gritaba. Cita su hijo Pablo lo que Portogalo escribiera en el diario Noticias Gráficas. “De mí hablaban mal los pedantes de filosofía y letras, los notarios, los escribientes de policía y los párvulos que escribían sonetos gongorinos. Me miraban con ojeriza los revolucionarios de papel maché encolumnados con toda la reacción".


Sus obras son: Tregua (1933), Tumulto (1935), Centinela de sangre (1937), Canción para el día sin miedo (1939), Destino del canto (1942), Luz liberada (1947), Mundo del acordeón (1949), Perduración de la fábula (1952), Poemas con habitantes (1955), Letra para Juan Tango (1958), Poemas 1933-1955 (1961) y Tango (1963).


José Portogalo  fue un fiel exponente de esa Buenos Aires mística, convulsionada, taciturna y melancólica. El poeta que se arremolinó en sus calles y lloró en sus veredas, nos dejó un canto de vida que nos acerca  a una felicidad episódica. Tomemos cualquiera de sus poemas y hagamos que el verso traiga la letra urgente que recupere el canto diario de la mañana. Volvamos al  tiempo donde la  palabra tenía identidad y la gente un compromiso con su semejante.

 




Article 15

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ROGER PLA: EL SOÑADOR PASIONAL





La calle Corrientes todavía alberga librerías de viejos que suelen contar con esos palimpsestos que sólo son acariciados por enfermos buscadores de tesoros. Hasta no hace mucho tiempo, aquellos caminantes solían aferrar bajo el brazo más de un ejemplar que escondían con cierto recelo. Parecían ladrones que temían ser descubiertos por otros malhechores que se dedicaban a “marcar” a los principiantes en el arte del saqueo literario. El tiempo de las oportunidades fue modificándose, la sociedad cambió y los emporios abarrotados con libros quedaron reducidos a “locales de oportunidades” con un stock francamente pauperizado y tristemente menospreciado. Junto con los textos desaparecieron los personajes típicos y la obra teatral se quedó sin público, con un escenario vacío, desolado, mortal.


La calle Corrientes recicló su fisonomía, el olor a pizza cayó sepultado entre el moscato agrio y las bebidas energizantes; el aroma de la aceitosa hamburguesa del Imperio se mezcló con las páginas desteñidas de ciertas novelas que sobreviven entre CD de cumbia villera, rock setentista, merchandising barato, manteros enojados por la falta de extranjeros y vendedores africanos con valijas de relojes truchos, quienes trajeron un clima diferente a la cultura popular. Diría un nostálgico: “Corrientes ya no es la misma”.

Este panorama nada tiene que ver con aquella época donde los verseadores populares consumían la madrugada a fuerza de vino triste y lectura socialista. Los escritores caminaban sus veredas y se detenían en los cafés para corregir el borrador de su último capítulo. Los voceadores de los diarios castigaban los oídos con los titulares. Las prostitutas reinaban sin necesidad de un tratamiento de belleza. Esa angustia existencial que invadía la mente de muchos inspirados era un crédito propio de los trabajadores de las letras. Hoy las preocupaciones literarias marchan en otro sentido, no hay códigos, se puede escribir sin decir nada y ese “nada” se transforma en genialidad.


Hablamos de la calle Corrientes por el solo hecho de poner un ejemplo, pero bien podríamos ocuparnos del barrio, de los suburbios, del trabajo, de la enseñanza.

En este andar cargamos en la mochila a muchos gladiadores secretos que los manuales de literatura se empeñan en ocultar. Se perdieron los polígrafos homéricos. Es que el vértigo de las redes sociales expulsa a los tranquilos escribientes y la palabra guglear se transforma en meritoria, en salmo espiritual, en voz respetada.

Lejos de los ordenadores y los teléfonos inteligentes estaría sin duda Roger Pla (1912-1982), un bohemio a quien le debemos una serie de novelas magistrales, críticas de arte sin desperdicio, crónicas periodísticas arltianas, un humor irónico y la capacidad de transformarse en humilde tallerista, formando a muchos jóvenes en el camino de las letras. Ese hombre conocía de memoria las veredas de la calle Corrientes, sabía de los rincones más insólitos, de los bulines más reos, de la noche iluminada que se apagaba con el sueño tardío. Ese autodidacta era también un excelente guionista, un calificado redactor de textos publicitarios y decididamente un pasional.





Nacido el 8 de octubre de 1912, en Rosario, dos meses después de la muerte de su padre, tempranamente sufrirá el vacío afectivo que aparecerá sistemáticamente en su obra. Su madre desolada ante este destino fatal decide mudarse a la casa de su hermana, donde el pequeño se criará entre tíos y primos. Es su hermano Cortés quien lo protegerá y tratará de encaminarlo, pero Roger es un iracundo, un rebelde que no quiere estudiar ni atarse a un trabajo formal.


Desde niño escribía versos. (…) Había publicado algunas prosas en Rosario, y a los diecisiete años un cuento bajo seudónimo en una insólita revista agraria que se llamaba Páginas Rurales (…) A los diecinueve años tuve listo un libro de poemas que proyectaba publicar con el título de Canción del poeta que muere. (…) Sobrevino la época de crisis. Rompí o sepulté todo lo hecho y empecé a rumiar una novela. En 1929 me había trasladado a Buenos Aires, al colegio Nacional Rivadavia, pues mi familia se fue a Europa, donde estuvo varios años. Al regreso falleció mi tía y volví a Rosario. (…)


Es sumamente interesante descubrir al autor a través de su diario. Lamentablemente esta literatura de testimonio es poco conocida. Los textos rescatados por algunos especialistas nos hablan de un período de anotaciones entre 1930 y 1945.


Analía Capdevila, una de las dedicadas investigadoras sobre el autor, resalta la existencia de tres cuadernos de su diario íntimo. El primero recoge entradas que van del 9 de noviembre de 1930 al 8 de diciembre de 1932; en la portada, debajo de las iniciales RP, a modo de título se lee “Mi libro. 1930.31-32”. En la carátula del segundo cuaderno, Pla consignó “1935-1942. Buenos Aires”, aunque la última entrada corresponde al 27 de febrero de 1943; en cuanto a la primera, como al cuaderno le faltan las diez primeras hojas iniciales, que fueron arrancadas, desconocemos la fecha de su inscripción (la que quedó como primera después de la expurgación correspondiente al 7 de noviembre de 1935). El tercer cuaderno, el más breve, recoge entradas que van del 11 de junio al 25 de enero de 1945.


Otra opinión concreta es la de Alberto Giordano, cuyas investigaciones sobre los diaristas resulta enriquecedora. Al respecto Giordano expresa: < ¿Qué sentido tiene llevar un diario para quien lo escribe, es decir, para alguien que de todos modos escribe muchísimo, porque su profesión es escribir?” (Elías Canetti). La principal estrategia crítica de la que eché mano en los últimos años para ensayar lecturas de diarios de escritores consistió en mantener abierta esta pregunta, activos el asombro y la curiosidad que alientan su enunciación. ¿Qué acciones y qué pasiones despierta la práctica del diario cuando la sostiene alguien que “escribe muchísimo”?

Más que lo específico de un género en el contexto de las llamadas “escrituras del yo”, me interesa la figura del diarista como alguien, o algo, que el ejercicio de la notación incidental va componiendo, hasta darle la consistencia de un carácter, mientras secretamente lo deshace en el flujo misterioso de lo impersonal, cuando sus actos cobran, para el que lee, valor de gesto.

Por diario de escritor entiendo, cuando salto de la evidencia empírica a la arrogancia conceptual, un diario que, sin renunciar al registro de lo privado o lo íntimo, expone el encuentro de notación y vida desde una perspectiva literaria y desde esa perspectiva se interroga por el valor y la eficacia del hábito (¿disciplina, pasión, manía?) de anotar algo en cada jornada. Aunque por lo general la sitúen en el borde externo de los márgenes que delimitan su actividad, la práctica del diario plantea a los escritores problemas específicos de técnica literaria, ligados a la conciencia que han adquirido de los poderes y los límites del lenguaje cuando se propone representar o capturar de algún modo fragmentos de vida, como así también les plantea cuestiones más mundanas, ligadas a las posibilidades o los riesgos de la autofiguración (¿a través de qué imagen se lo reconocerá, la de un egotista impenitente, la de una moralista o la de un experimentador –según la trillada metáfora del diario como laboratorio?). Cuando hablo de perspectiva literaria, pienso entonces, a la vez, en exigencias institucionales determinadas históricamente, y en los requerimientos del deseo de literatura (deseo de un encuentro inmediato entre vida y escritura) que liga secretamente al escritor con su obra.>



Dice Pla en uno de sus ingresos testimoniales: Es curioso: hace unos días se ha instalado en mí la fría certeza de que seré célebre. Me deja indiferente esta idea, no como antes. No me envanece. Y se la siente con la tranquila parsimonia de aquel que sabe que ha de cobrar una deuda, cierta satisfacción, pero ninguna sorpresa, ningún deslumbramiento (1 de agosto de 1944)


Aquel regreso a Rosario en 1929, le abre el camino a una nueva faceta. Estaría en total cercanía con la cultura de la ciudad hasta 1936.Allí se nuclea con los grandes artistas de su época -entre ellos Antonio Berni y Leónidas Gambartes- y se convierte en uno de los más reconocidos críticos de arte de su ciudad. Comienza a dar clases de literatura, se inclina al periodismo, escribe cartas por encargo, se ocupa del horóscopo para una revista del corazón, inventa recetas que copia de revistas extranjeras y se presenta como guionista de historietas. En esta última disciplina sus trabajos en Rosario no quedaron documentados. Su vínculo real parece limitarse a un breve período de colaboración con la Editorial Columba, que en 1953 adaptó en un Álbum de Intervalosu novela Paño verde (con dibujos de Guillermo Dowbley), mientras que en materia de guiones originales escribió con el seudónimo de “Nico Pons” los de la serie protagonizada por el gendarme Paco Almiral (1953) y es muy probable que haya realizado los de Black Hood, un enmascarado que dibujó Oscar Fraga y también Eugenio Colonesse.

Con respecto a su amistad con los maestros de la pintura, tengamos en cuenta que Pla no tenía una formación académica, sin embargo, sus crónicas dejaron el sello de un observador consecuente. Aquí uno de esos trabajos:



LA VETA HUMORÍSTICA EN GAMBARTES



Aproximadamente entre 1937 y 1941,Gambartes ejecuta una serie de cartones en los que deja testimoniada una actitud a primera vista insólita, tan diferente es de la que preside el resto de su obra, hasta ese momento –y más aún a partir del decenio siguiente- más bien dramática, o al menos grave, en el sentido rilkeano del término, aquel que implica un impulso de gravitación profunda hacia abajo, hacia la escondida raíz de las cosas, y que de modo tan persistente y notable caracterizara a sus mitoformas, sus payés, sus cromos al yeso posteriores al cincuenta. Se trata de témperas de un color lujoso, generalmente de dominancia cálida –aun los azules, los cielos están llenos de luz- y de un dibujo figurativamente firme, de líneas amplias y definitorias, destinadas a narrar una anécdota inspirada con frecuencia en temas infantiles o vinculados a la mitología o la literatura infantil a veces tejida directamente alrededor de un hecho cotidiano. El aspecto lúdico del cartón, dado tanto en la forma y el color como en la anécdota narrada, consiste en el primer grupo, en el modo de comentar el tema infantil, con la diversión y la gracia que puede encantar a un niño; pero, a la vez, con un trasfondo irónico que implica ciertas alucinaciones a la condición humana en general, trasfondo donde justamente se pone en movimiento la veta humorística del pintor, y que sin molestar la contemplación del niño –esto es, sin transgredir los límites de la literatura infantil– actúa tan solo para el adulto.

Los títulos de estos cartones de 1937, por ejemplo, revelan claramente el carácter y la temática de las temperas: “Historias de Piratas”, “La Vuelta de Buckle Jones”, “Catálogos de la Rabona”; lo mismo ocurre con cartones del año siguiente, como “Sábado inglés en Naipelandia” y “Kindergarten de Pepe Parlante” o “El último viaje de Simbad el Marino”. (…) Lo insólito de estos cartones es más aparente que real. Sí, Gambartes no fue un pintor anecdótico. Inclusive, el humorismo dado narrativamente –quizás ni siquiera la actitud del humor– está ausente de su obra pictórica. Pero aquí y allá asoma, no solo en sus figuras anteriores al cincuenta sino en alguna figura en el paisaje, alguna yuyera, inclusive en algún payé, un resabio quizás de humor mudo, un humorismo al que se le prohíbe abrir la boca, un humor al que se le ha arrancado la lengua. En otros términos, el goce de pintar, la diversión del oficio junto a la contemplación remotamente crítica –quien haya conocido a Gambartes no podrá separar jamás de su imagen ese trasfondo crítico, inclusive algo sardónico que lo habitaba permanente–, pone a veces en sus dioses olvidados o en sus génesis o en sus fósiles algo grotesco, algo en la estructura misma de su lenguaje, que no está lejos de esa zona no necesariamente amarga pero tampoco necesariamente alegre donde comienza la mueca del humor. (…)

La nutrida serie de anécdotas de Gambartes donde brillaba el ingenio, a veces del sarcasmo, son una especie de ilustración biográfica de este rasgo de su espíritu. Que no contradice en absoluto, como pudiera parecer, esa gravedad de su obra en la que está presente el misterio y hasta cierto sentido patético, sino trágico, de la existencia. Pero aquel espíritu incisivo, aquella aptitud para la observancia sagaz, que ve de una mirada el anverso y el reverso de las cosas –quizás en el fondo el humor sea otra cosa que un descubrimiento inesperado y súbito del reverso de las cosas– sólo podía quedar inactivo en nuestro artista a condición, como dijéramos antes, de que se le arrancara la lengua.

25 de marzo de 1973

Dando continuidad a su autobiografía transcribimos: Allí conozco a Berni (1929), que acababa de regresar de París: Vanguardia, Marx. Formamos un grupo con otros jóvenes. Entre ellos están Gambartes, Sívori, Grela, Píccoli. Luego amigos de toda la vida. Yo no era en modo alguno estudioso, ordenado o retraído. Mas bien experiencias tumultuosas, callejeras, juergas, episodios sentimentales dramatizados.(…). He abandonado los estudios y mi hermano suprime su subsidio.



Toda esta suerte de libertinaje prepotente tenía una raíz: el desamparo. Roger quemará etapas de su vida castigado por el desamor. Aquella pérdida primitiva donde la figura del padre quedaría relegada a un álbum familiar terminaría cerrándose con la muerte de su madre: Uno siente que adentro se ha roto un resorte. Algo ha cambiado en el mundo. La vida tiene otra expresión. Sin duda, flotando en el mundo, ha quedado mi propia humanidad, sola, divorciada para siempre de la infancia.

Este mundo intrincado de Roger Pla estará permanentemente latente, en carne viva. Habíamos dicho que era un pasional y todo quedará demostrado: Vuelvo a Buenos Aires y empiezo Los Robinsones. Mi breve pasado está hecho escombros. La casa de infancia ha desaparecido. Esto es 1936. Mi madre ha muerto. Trabajo en mi novela seis años mientras me mantengo haciendo periodismo.

Para este momento Roger comienza a trabajar en el diario El Mundo y se tutea con esos poetas y narradores que hicieron escuela en la literatura popular. Pla descubre el mundo de la noche porteña, la madrugada poética, la calle en toda su dimensión y la amistad de esos vagos soñadores que como él deliraban con el verso latente.

En un trabajo de Juan Pablo Bertazza, donde el autor señala la semejanza entre Roberto Arlt y Roger Pla, encontramos una excelente justificación para colorear este momento:Si bien el rosarino Roger Pla no es epígono, parricida ni discípulo de Arlt –en todo caso, sí sabemos que lo admiraba en su juventud, cuando su eximio compañero de El Mundo ya era un novelista de renombre–, es probable que el no contar hoy con la celebridad que su calidad merecía se deba en gran parte a que Arlt ya había ocupado ese sitio. Como si esa misma condición de huérfano de padre, o incluso hijo póstumo que pintan todas sus biografías (el padre de Pla murió dos meses antes de que él naciera), hubiera dejado a su obra simbólicamente desamparada.

Las semejanzas entre Arlt y Pla son muchas, o varias al menos. Van desde lo biográfico hasta ciertas marcas de estilo y, obviamente, la hegemonía de esa angustia existencial que cargan casi todos sus personajes. Además de acusarse a sí mismo de padecer una melancolía al mejor estilo Erdosain, Roger Pla fue también autodidacta y voraz lector de traducciones baratas de novelas clásicas. También como Arlt, no pudo terminar el secundario, por lo que muy joven empezó a ganarse la vida con el periodismo gráfico. En cuanto a su literatura, al igual que sucede con el autor de Los siete locos, su obra vagamente se enmarca y desmarca con la misma facilidad de las banderas de Boedo. Incluso Pla también se quejaba de que nadie advirtiera el prolífico trabajo que lograba hacer contrarreloj, aunque nunca citara la famosa frase del cross a la mandíbula.

Sin embargo, Arlt y Pla también tuvieron sus diferencias: entre agosto y noviembre de 1941, en la página 6 de El Mundo discutieron en torno de lo que debía ser la nueva novela. Mientras Pla defendía la existencia de personajes o criaturas lo más vivas y complejas posible en detrimento de la trama, Arlt decía que lo más importante era conservar el argumento porque, de lo contrario, una novela corría el riesgo de transformarse en una sucesión de estados de ánimo, una galería de retratos. Lo interesante, más allá de este entredicho que no pasó a mayores (pero, al parecer, disgustó al joven Pla) es pensar hasta qué punto aquellas posturas representan hoy por hoy sus obras. Si El juguete rabioso es el prototipo de esa trama que tanto defiende Arlt, no sería demasiado errado postular que Los siete locos se acerca peligrosamente a esa característica que ensalza Pla.”

De lo que sí estamos completamente seguros es que Roger Pla fue un escritor sustancialmente comprometido con lo social, con el malestar de la época y su obra siempre estará teñida de una angustia visceral que el rosarino depositará en la estructura de una serie de personajes urbanos traumatizados. Debemos entender que Pla fue parte de esa nueva cara del realismo que impactó en la literatura a partir de la irrupción del peronismo.

Como la mayoría de estos escritores de pluma caliente, Pla se maquillaba para no mostrar debilidad, pero en lo íntimo, en el silencio atormentado, reflexiona:

Me ahogo. Me falta luz.

Vivo en la más crasa incomprensión. Todos mis familiares me resultan extraños. No sé qué piensan de mí. Que soy un loco, lo piensan muchos. Que río por cualquier motivo, que soy un mal genio y que hago mil disparates al día.
Quiero alejarme de todos.
Además me fastidian sus problemas. Quiero irme solo. Solo.
Sé que nadie me quiere.
Ellos quizá están convencidos que me quieren. Pero es distinto.
Lo dije una vez y lo repito: mi gran tragedia, se sintetiza en esto: “Tuve mil padres y no tuve ninguno.”
Sin embargo, me queda un consuelo. Es puramente estético.
Pude escribir de mi vida, muchas páginas interesantes.


Los trabajos de Roger Pla analizados por Analía Capdevila nos acercan a todo este mundo íntimo. Su ensayo Roger Pla, la novela total es sumamente criterioso, pero también resultan significativos los aportes de Juan Carlos Ghiano en una reedición de Los Robinsonesy el estudio preliminar sobre toda la obra de Pla, realizado por Orfilia Polemann, que se incluye en la edición póstuma de su última novela Los atributos. De esta obra extraemos un fragmento:

EL MADAME SAFÓ

Había un requisito previo para ser admitidos en el Safo. Un examen a través de la mirilla de su gran puerta de cedro labrado. Roque y yo, tiesos bajo la gran marquesina de cristal que destellaba de luces, resistimos la prueba. La puerta se abrió, y entramos. Un grandote de smoking se hizo a un lado. Y nos sumergimos en un corto corredor, muy ancho, piso y zócalo de mármol, macetas y flores a los costados, una puerta cancel de cristales tallados, abierta, y, junto con todo eso, una frescura de atmósfera perfumada rescatándonos de la canícula que hasta entonces había estado quemándonos la piel. Rumor de ventiladores por todas partes, voces discretas, sin gritos, la amplia, enorme recepción —cien metros cuadrados de un patio, una especie de impluvium pompeyano con la excepción del techo de vitraux sostenido por columnas corintias—, sofás y divanes diseminados con gusto, gran estufa de bronce, ahora apagada, en el centro, curiosa mansión que se prolongaba, a los costados y al fondo, en pasillos y quien sabe cuántas habitaciones, parejas y grupos sentados o de pie, mujeres cruzando lánguidamente ese espacio con una belleza que aún no había empezado a marchitarse, suaves bajo las ropas traslúcidas de soirée, casi aladas, piernas perfectas surgiendo por la hendedura de los vestidos, firmes sobre los pies también firmes en los zapatos de raso, de seda, elevados sobre tacones Luis XV. Una estudiada distinción planeaba sobre todas estas mujeres y el menor de sus movimientos, y Mme. Safó, en seguida supe que era ella, como una marquesa, enarbolando su larga boquilla de espuma de mar y virolas de oro, avanzando hacia nosotros.

—Enchantée. Moi, je suis Mme. Safó


Entre sus obras podemos citar: Los robinsones(1946), Faja de Honor de la SADE, El duelo (1951), Paño verde (1955), llevada al cine en 1973 por Mario David, Las brújulas muertas (1960), Intemperie(1973) y, póstumamente, Los atributos(1985). Pla había publicado una novela policial con el seudónimo de Roger Ivnes. Titulada en su edición original por el sello Jackson La diosa de la venganza llora, fue reeditada casi 20 años más tarde en la entrega 279 de la colección El Séptimo Círculo, dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, como El llanto de Némesis. En 1969 sale en la editorial Vigil el ensayo Proposiciones. Hacia el final de su vida pública el libro de poemas Objetivaciones, del cual hace una muy pequeña tirada para sus alumnos y seres allegados. Como crítico de arte escribió, entre otras, las monografías Diderot y sus ideas sobre pintura (1943), Gambartes, y La pintura pompeyana. Como crítico de arte ha producido múltiples ensayos, entre los cuales se destaca el dedicado a su amigo Antonio Berni. Incursionó también en la dramaturgia. En este género su obra más importante fue Detrás del mueble (1942).En 1981 Torres Agüero Editor, sello hoy desaparecido, preparó un precioso librito, maravilla tipográfica, reuniendo en versión de Roger Pla compilaciones de textos de Charles Baudelaire, algo periféricos para los siempre lectores de sus dos o tres obras canónicas. Se tituló Consejos a los jóvenes escritores y Proyectos de prólogos para Flores del mal.



“Casi al mismo tiempo que escribe Intemperie, Pla está embarcado, como ensayista y estudioso de la literatura, en dos proyectos importantes”, escribe Analía Capdevila en su estudio preliminar. “El primero es un ciclo de charlas semanales para Radio Nacional de Buenos Aires, titulado La Novela Nueva hacia una Nueva Forma. Para esta misma época es convocado por Boris Spivacov, director del Centro Editor de América Latina, para dirigir Capítulo, la Historia de la Literatura Argentina, una obra colectiva que sale entre 1967 y 1968”.

Esta experiencia sería revolucionaria. En una oficina de la calle Piedras y Avenida de Mayo se reunían para perfilar la colección que marcaría un hito en la edición de libros. Cada semana el público recibía un fascículo más un libro a un precio sumamente accesible. Esta idea hizo que la literatura se socializara y dio oportunidad a un sinnúmero de nuevos autores para que pudieran publicar.

Capdevila consigna que para esta obra en fascículos trabajan profesores y críticos literarios que habían renunciado a sus cátedras luego de la intervención de la Universidad por el dictador Juan Carlos Onganía, y que la lectura final de cada capítulo está a cargo de uno de estos destacados profesores: Adolfo Prieto. No profundiza sin embargo Capdevila en cuál pudo ser la relación de una novela tan programáticamente nacional, popular y modernista como Intemperiecon las ideas afines del grupo Contorno, al que Prieto pertenecía. ¿Por qué Contornose ocupó tanto del rescate de Arlt y dejó en la sombra a Pla, que para colmo escribía mucho mejor?

Pese a que el estudio preliminar de Capdevila no responde a estos interrogantes, combina sin embargo rigor académico y amena lectura. Aún distanciándose de la intensidad del biografiado mediante cierto desapasionado sesgo posmoderno, no deja por ello de revalorar y poner en foco a una figura relevante de su época pero desconocida para las generaciones más jóvenes. Figura que encarnó, al igual que Arlt, un oficio casi completamente desaparecido en el ámbito local: el del escritor que vive de su pluma. A destajo. Sin cátedras ni cargos. Y que en sus casi inexistentes ratos libres se las ingenia para desarrollar una obra innovadora. Una obra, además, que va tejiendo una saga donde los vínculos entre los personajes conectan los diferentes libros entre sí.




Las dos primeras novelas de Pla, Los Robinsones (1946) y El duelo (1951) son novelas de crisis, novelas de ideas y, en algún sentido, novelas de artista, la morosidad de cuyas conversaciones entre los personajes retorna en el drama trágico Las brújulas muertas (1960). Su novela póstuma, Los atributos (1985) regresa al mundo arrabalero con una historia de la vida real, cruzando ficción y no ficción. Es su única novela rosarina y está ambientada en los años `20 y `30, la época de su juventud. En 1969 (coincidiendo nada casualmente con la escritura de Intemperie, el ciclo radial sobre Nueva Novela y la obra para Capítulo) salió por la Editorial de la Biblioteca Popular Vigil su ensayo Proposiciones. En 1982 alcanza a ver publicado Objetivaciones, un libro de poemas del que Osvaldo Svanascini editó 300 ejemplares.




En la década del `70 Roger Pla aparece ligado a la publicación Mitomagia,una revista que alcanza a editar 15 números. En mayo de 1973 es convocado para desarrollar un proyecto que marcaría a toda una generación: aparecía la revista Crisis. Roger Pla sería el primer Secretario de Redacción y Julia Constela la Secretaria General. Entre los redactores estarían: Julio Huasi, Eduardo Baliari, Mario Szichmann y Orlando Barone.

Fue miembro del Rotary Club de Ramos Mejía -Pla vivía en esa localidad con su famila-.Posterior a su muerte la institución organizó diversos concursos literarios para los cuales otorgaba un importante premio a los concursantes. Dicho premio fue denominado "Premio Roger Plá" a partir de 1982 en homenaje al escritor.

Miembro también de la SADE, organizó distintos talleres literarios y de narrativa, ocupación que continuó realizando en forma independiente hasta unos pocos meses antes de su muerte.

Fallece el 28 de junio de 1982, víctima de un cáncer de pulmón.



RECUERDO AL INSTANTE DE MI MUERTE

Fue tal como lo había deseado.

La noche de verano,

los pies sobre el banco,

el cuerpo en la reposera, tomando la forma de la lona,

la boquilla apretada entre mis dedos con sus hilos de humo.

Tenía doblado bajo la nuca el brazo izquierdo

y el derecho, la columnilla rojogris hacia lo alto,

apoyado el codo en la madera.

Desde lejos, las estrellas golpeaban con sus nudillos en mis ojos.

Entonces el espacio aspiró con fuerza y contuvo el aliento.

La inmovilidad sujetó sus espasmos en la copa de los árboles,

la casa vertical fue un panal de abejas en el aire.

El poste de la luz, en cruz, cruzó los brazos.

Apareció en el cielo el sol, sin contradecir, amable, la lenta noche,

y sonrió el creciente de la luna con un sarcasmo bondadoso.

Pensé que no era decoroso seguir con los ojos abiertos ante tanta belleza,

y bajé los párpados.

Sin impertinencia,

con suavidad,

la boquilla se desprendió de mis dedos.

EL EDITOR AGRADECE AL ILUSTRADOR DANTE BERTINI,EL DIBUJO QUE ACOMPAÑA ESTA CRÓNICA QUE FUE REALIZADO ESPECIAMENTE PARA HOJAS DEL ABANICO.
BERTINI, SIENDO MUY JOVEN, TRABAJÓ EN LA DIAGRAMACIÓN DE LA REVISTA MITOMAGIA Y RECUERDA CON PROFUNDO AFECTO A ROGER PLA.

Article 14

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AMELIA BIAGIONI  Y LA SILENCIOSA PERDURABILIDAD DE LA PALABRA.

Amelia Biagioni (Gálvez - Santa Fe, 1916  / Buenos Aires, 2000) es una escritora que escapa a las clasificaciones. Como expresa Valeria Melchiore en su ensayo, la poeta estuvo “allegada en sus inicios al neorromanticismo posterior al cuarenta, coetánea del surrealismo y del invencionismo -vertientes con las que, a pesar de las diferencias inzanjables, es factible percibir cierto «aire de familia»-, en las antípodas del objetivismo, del nacionalismo y de la poesía social y comprometida -si consideramos estos rótulos en sentido estricto-, la producción poética de Amelia Biagioni se resiste a las categorizaciones de la crítica que, por otra parte y salvo raras excepciones, no se ha detenido a profundizar en esta trayectoria peculiar y de alcances tan inusitados”.

Cristina Piña, en el prólogo del libro Cazador en trance y otros poemas  destaca que “Escasísimos textos suyos quedan fuera del conjunto señalado, lo que da cuenta, por un lado, de su negativa a participar de grupos literarios consolidados y, por ende, de sus publicaciones periódicas; y, por otro, del cuidadoso proceso de selección que precedió a la difusión de su obra. De hecho, y a modo de confirmación de esta última hipótesis, es preciso subrayar que la obra de Biagioni resulta casi magra si la comparamos con la de algunos de sus contemporáneos, sobre todo teniendo en cuenta que su trayectoria abarca casi cincuenta años. Sin embargo, el tiempo que media entre libro y libro son causa y consecuencia de uno de los rasgos más evidentes y originales de su producción: la ruptura y la experimentación constantes”.

La familia Biagioni, asentada en la ciudad de Gálvez, en el centro-sur de la provincia, ubicada a 81 km de la ciudad de Santa Fe, eran descendientes de aquellos inmigrantes piamonteses que llegaron al territorio con afán de trabajo. Los Biagioni  junto a muchos nativos, se incorporaron a una tierra donde dejaron su esfuerzo plasmado en las concesiones que cultivaron, en los talleres de los pueblos, en el tendido de vías férreas y otras obras esenciales para la transformación de esa urbe. La corriente inmigratoria italiana, procedente de las regiones del Piamonte y Lombardía, era preponderante en la composición de la población durante la primera época, la cual se integraba también con un importante grupo de nativos. A lo largo de todo este período existe una pujante actividad comercial, marcada por la incipiente industria que en los primeros años se limitó a la fidería, el molino harinero y las ladrillarías. Otra destacada fuente de trabajo, fue la empresa ferroviaria. En ese ámbito rural Amelia transcurrió sus primeros años de vida ocultando su verdadera vocación. El único recurso con que contaba la joven escritora era escribir poemas a escondidas y valerse de un seudónimo para publicarlos.

Amelia cursó el magisterio en Rosario y el Profesorado de Letras en la Escuela Normal Nro. 1 de Profesores de Ciencias, en Letras y Lenguas Vivas “Dr. Nicolás Avellaneda”, graduándose en 1936. Con el título bajo el brazo regresó a Gálvez para ejercer la docencia secundaria. Debido a su  capacidad de persuasión  logró convencer a sus padres que su camino estaba en esa dirección. De no ser por su perseverancia, hubiera sido una calificada educadora, reconocida en su pueblo por las damas de la sociedad de beneficencia y casada seguramente con algún empleado bancario o un agente municipal.

Analía Pinto define  la trayectoria de Amelia Biagioni enmarcada en tres períodos. El primero, vinculado aún a la poesía del 40, de corte intimista y ligado a una estética más bien clásica donde se destaca su inclinación hacia el soneto. Un segundo momento de transición, cuyo libro emblemático es El humo y un último, en que la ruptura estética es completa y se profundiza en cada nueva entrega. Dice la ensayista: “Mientras que en Las cacerías (1976) la ruptura es aún más temática que formal, en Estaciones de Van Gogh (1984), auténtica biografía poética del pintor, y Región de fugas (1995), la autora rompe también los moldes formales y apuesta por quiebres de todo tipo (sintácticos, gramaticales, espaciales) pero sin perder jamás su natural don de cántaro”.

Amelia trabaja como educadora mientras secretamente escribe poemas, enseña literatura española y se atreve con un taller de escritura para niños en la periferia de su pueblo. No está decidida a dejar la ciudad. La retiene el miedo a pegar el salto a la gran urbe donde sería una simple provinciana. Si bien escribe desde pequeña recién a los 30 años, encerrada en el seudónimo de Ana María del Pilar, da a conocer sus trabajos. De aquella época se registra su poema Color de Mayo en Gálvez, publicado en la revista El Hogar del 8 de agosto de 1947.
Estamos en un momento de acomodamiento social y cultural, hay un nuevo relato, un desarrollo todavía no mensurado. La generación del 40, como quedó clasificada, tuvo excelentes narradores y poetas. El verso aún era descriptivo, lo nostálgico y lo memorioso se presentaba con Vicente Barbieri, Olga Orozco, León Benarós y Alfonso Solá González. La narrativa se alineaba en el idealismo de María Granata, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar y Manuel Mujica Láinez y el realismo tomaba  cuerpo con Ernesto L. Castro, Ernesto Sábato y Abelardo Arias; sin dejar de lado a los costumbristas urbanos como Joaquín Gómez Bas y Roger Plá.

Amelia Biagioni sabe que su futuro será duro y el camino estará minado de problemas, pero el destino quiso que la joven poeta se cruzara con José Pedroni, otro oriundo de Gálvez, quien residiera durante la mayor parte de su existencia en Esperanza, en la misma provincia de Santa Fe,  su ciudad adoptiva, y en la cual escribiera la mayor parte de su obra poética. Pedroni incentiva a Amelia de la misma forma que alguna vez Leopoldo Lugones lo estimuló a él. Gracias al señalamiento del maestro, Biagioni deja el anonimato y comienza a utilizar su verdadero nombre, reúne sus poemas y a instancias de Pedroni los publica bajo el título de Sonata de Soledad, en 1954. Por esta obra recibe la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).

Lluvia

Llueve porque te nombro y estoy triste,
porque ando tu silencio recorriendo,
y porque tanto mi esperanza insiste,
que deshojada en agua voy muriendo.

La lluvia es mi llamado que persiste
y que afuera te aguarda, padeciendo,
mientras por un camino que no existe
como una despedida estás viniendo.

La lluvia, fiel lamido, va a tu encuentro.
La lluvia, perro gris que reconoce
tu balada; la lluvia, mi recuerdo.

Iré a estrechar tu ausencia lluvia adentro,
a recibir tu olvido en largo roce:
Que mi sangre no sepa que te pierdo.



Amelia fue una mujer tímida, poco expresiva, de comunicación precisa. Tenía una mirada melancólica y una sonrisa cerrada. Era insegura y esa historia de la muchacha del interior mudada a la gran ciudad la sobrecogía. Buenos Aires parecía inalcanzable y el solo hecho de dejar sus afectos, las raíces y la tranquilidad, le generaron un verdadero desarraigo que puede observarse en muchos de sus poemas. Tal vez esta carta de José Pedroni que transcribimos, nos ayude a perfilar esos primeros momentos en la vida de Biagioni, justamente cuando dejara su tierra y se marchara a Buenos Aires.



Esperanza, 13 de diciembre de 1954


Amelia Biagioni


Estimadísima colega y amiga:


            Hoy recibí la carta de usted, fechada el 10. Elena me la había anunciado. Ambos, Elena y yo, le agradecemos sus amables palabras.


            Le devuelvo firmada, su solicitud de socio de la SADE. La he firmado con el mayor gusto. Comparto su pensamiento de completar la ficha en Buenos Aires. En la capital le será fácil obtener la otra firma. No creo, por lo demás, que en la SADE se ajusten demasiado a los reglamentos, en punto, a esa formalidad. Ellos mismos le resolverán toda dificultad.


            Elena y yo le deseamos toda suerte de felicidades. En medio de los triunfos que le auguramos, no nos olvide. En especial, desearía que no olvide aquello que, impulsado a proteger su numen, me permití decirle acerca de la dignidad del oficio y del deber de la inteligencia. El nobilísimo destino del canto está lleno de exigencias. Si le señalé el riesgo y le hablé de aquello a que está obligado el artista, es porque creo en usted. Defienda la luz que lleva, aproximándola pura a quienes necesitan de ella. Puede haber con esa forma de conducción, alguna espina –las habrá, sin duda−; pero ese es el camino del mensajero auténtico. Avanzando por él, sin pensar en la notoriedad o la recompensa, tiene sentido nuestra vida y nos hacemos dignos del don recibido. Los ojos del pueblo dicen siempre si vamos o no descarriados. No olvide los ojos del pueblo, mi buena amiga. Mire siempre allí para orientarse. Déjese llevar por ellos. 


            Elena le envía sus cariños, que uno a mis afectuosos saludos.
                                                             José Pedroni



Con el empuje que le brinda la edición de su  obra, Amelia viaja a Buenos Aires. Es un momento de crisis, la sociedad está fracturada, la literatura dividida. Ivonne Bordelois explica: “es una época en donde la polémica, la conversación, los debates y encuentros culturales, y sobre todo la trayectoria de múltiples revistas de distintas procedencias ideológicas y estéticas, daban cuenta de una movilidad y energía socioliteraria y crítica muy peculiar". Agrega: "En esos años el juego era más abierto, podías ser amiga de Victoria Ocampo, pero también lo eras de gente que recién estaba empezando. No es como ahora, que hay que ser amigo de Beatriz Sarlo. En ese entonces no era uno solo el que tenía la pelota; eras tan amiga de los marginales como de los consagrados. Recuerdo esas peleas maravillosas en Contorno y en Sur, aquel debate tremendo que tuve con Victoria Ocampo. Hoy la gente se trata bien, pero por atrás se clavan el puñal”.



Los días en Buenos Aires  no le serán gratos. Está a punto de regresar a Santa Fe cuando la llaman para cubrir un cargo docente. Comienza otra historia. El contacto con alumnos le renueva la vida, vuelve a esos momentos mágicos  e irrepetibles ligados a las aulas de su ciudad natal. Casi como señalada por una luz mágica se le abren las puertas de los diarios La Prensa, La Nación y la Revista Internacional de Poesía; conoce a Manuel Mujica Láinez, Enrique Banchs, Jorge Luis Borges, Vicente Barbieri, Conrado Nalé Roxlo, quienes la relacionan con el ambiente literario, pero Amelia no es afecta a las reuniones y siempre encuentra un justificativo para evadir cualquier invitación. Esta forma de moverse en la gran ciudad, alejada de las tertulias literarias, no le impidió trascender como escritora. Siempre se desempeñó como docente y esos largos espacios de tiempo entre un libro y otro no fueron fatales en su obra.


Durante la primera etapa de su producción se la comparó con Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni. Luego su obra va a dar un giro importantísimo al volverse un espacio autónomo. Va evolucionando su poesía hasta ser considerada revolucionaria por sus colegas y admirada por los más jóvenes.





Es cierto que si se compara la producción de Amelia Biagioni con la de otros poetas contemporáneos, podrá parecer escasa; sin embargo hay que considerar que el tiempo transcurrido entre obra y obra se deben fundamentalmente a dos razones: la necesidad de ruptura y la constante experimentación.
En el recuerdo hay muchas Amelias, la que aparece posando para la foto en casa de Antonio Requeni rodeada de poetas y amigos –María Elena Walsh, Oscar Hermes Villordo, Jorge Calvetti y Alfredo Veiravé, entre otros–, la que se preocupaba porque el ruido del ascensor molestaba el descanso de Augusto Roa Bastos en el Hotel Bauen a comienzos de los años noventa, cuando el escritor paraguayo venía a Buenos Aires a presentar sus libros, la que elegía sábanas celestes para regalarle al hijo recién nacido de un escritor amado al que le atribuía el haberla ayudado a encontrar el título de uno de sus libros: Región de fugas, la que compraba ravioles de espinaca a los que llamaba Popeyes siempre en la misma casa de pastas de la calle Corrientes, la que usaba anteojos negros y llegaba del brazo de su amiga María Victoria Suárez a ver a Olga Orozco, la que cuidaba con devota cotidianidad los geranios amarillos que le había regalado Borges y también aquella otra Amelia, quien ya muerta recibía flores blancas de parte de un antiguo admirador, un galán incondicional de pelo canoso que siempre iba con un ramo gigante a escuchar a Fernando Noy cuando la recitaba.
Sea cual fuese el recuerdo, Amelia, con su pelo lacio, suave, fino, primoroso y de color irreal, se mantenía atenta y acompañaba siempre desde el rincón menos visible. Una delicia íntima la entretenía.
Dueña de un humor extravagante y también pueblerino, “A marido regalado / no se le mira el príncipe”, le gustaba decir que Alejandra (Pizarnik) era la dolorosa, Olga (Orozco) la hechicera y ella la cósmica.
Le agradaba retornar sobre lo escrito, corregía y volvía a corregir sus poemas ya editados “una palabra corrige al mundo, una coma de más molesta al cielo” pero por sobre todas las cosas le encantaba, amparada en su bucólica timidez, trasmutarse en nadie.


El azul

Si te acercas
a su reino ovalado,
la puerta
te engulle suavemente,
y adentro
en lugar de la puerta
está la ley,
que ordena:

Hay que fijarse al tema azul
cantando sin pasado:
“Azul, azul, azul”,
y alcanzar la soga que pende azul
y enroscarla en el propio cuello
distraído,
y apoyando un pie, un párpado azul
-con el otro encogido-
en el vacío azul,
en su mano sin palma,
darse un gran envión
en torno al eje, al ojo azul,
girar desarrollándose
sobre la mano del vacío azul,
y cantar sin pasado:
“Azul, azul, azul”,
hasta que llegue el miedo,
o el rojo con espuma.





En 1957 aparece La llave que recibe el Segundo Premio Municipal de Poesía en 1958. Paralelamente se reedita Sonata de Soledad.


Transcurrió una década para que El Humo (1967) le valiera el Primer Premio Municipal de Poesía y mención en el Certamen Nacional de Poesía, trienio 1967-1969.


A El humo se ha referido Alejandra Pizarnik en una carta enviada a Amelia Biagioni que publicó Ivonne Bordelois:


[...] porque cada verso y cada palabra han sido llevados (padecidos) hasta su máxima tensión, y con toda la carga de sus sentidos plurales, estos poemas son un lugar -o un espacio- de reunión. Por eso, imagino, invocas a la dura poesía con términos lujosos y trágicos como si fuera la muerte; y por eso, imagino, ser poeta es, entre otras cosas, poseer esta virtud [...] de adueñarse de la máxima paradoja [...] Paradoja que consistiría en que el más solitario, por obra y gracia de “alados Discursos”, crea un lugar -el poema- en donde otros solitarios se reúnen, se reconocen (en tanto afuera llueve y es invierno). Tus poemas fueron siempre para mí lugares pero nunca lo fueron como ahora, gracias por EL HUMO.


No resulta llamativa la seducción que este libro ha ejercido sobre Pizarnik dadas las coincidencias con su propia concepción del poema como un lugar, como instancia de salvación. Para Pizarnik, desde un principio, “[...] la poesía es una auténtica patria del hombre y el camino privilegiado de construcción de la propia subjetividad”.


Julio Castellanos también acerca su opinión sobre Amelia Biagioni.  Nos aclara que la escritora cumple con la poesía “uno de sus altos designios: ser la interrogación vibrante que nos hace posibles. Ser expresión de desautomatización del sentido, sorpresa poética pura”.




Las cacerías aparece en 1976 y recibe el premio Jorge Luis Borges de la Fundación Argentina para la poesía. Biagioni -al decir de Ivonne Bodelais- “soslayó los tonos confesionales, panfletarios o herméticos en los que naufraga tanta poesía en nuestro tiempo: escribió con grandeza, con misteriosa claridad, con musicalidad única, sobre los grandes temas del ser humano contemporáneo, desde el gran escenario que le proporcionaba la incesante y ávida lucidez de su mente privilegiada. Nada en ella fue pequeño, salvo su delicada figura de geisha iluminada. A Biagioni le faltaba el espíritu de la negociación, la obsecuencia y el compromiso: en El humo denunció sin tapujos "el valle del lucro" adonde descienden tantos. Ella carecía de tiempo y espacio para las pequeñas intrigas; era impaciente con los calculadores y los mediocres, a los que discernía a la distancia, y de los que se protegía con aquella tan suya y modesta altivez”.




Enrique Pezzoni, quien con enorme lucidez escribió sobre el lenguaje poético de Biagioni, se refirió así a su obra Las cacerías:"Su ritual celebra el encuentro del fragmento con el todo, de la cercanía con la distancia; son las nupcias de lo irreconciliable consigo mismo. Los versos oscilan así, entre el himno y la fórmula mágica que ilumina sin cesar la creación, mostrándola inclusive en sus aspectos más feroces: a través de la muerte, todo está en marcha hacia sí mismo"y agregó"Pocos poetas han visto como ella la grandiosidad de ese monólogo múltiple que es el existir como búsqueda, la asunción del cambio como testimonio único de lo inmutable".


Estaciones de Van Gogh llega en 1981 y en 1987 recibe por este trabajo el Segundo Premio Nacional de Poesía. Valeria Melchiore defina la obra valorando que “la intertextualidad se constituye como el eje estructurante del libro. Biagioni recupera el legado epistolar del holandés. De esta manera, y adoptando en muchos de los poemas la voz del pintor, le concede la palabra. El sujeto poético, metamorofoseado en Vincent, asume su condición errante desde el comienzo: <Ahora debo partir/ ser para siempre mi alejado/ y aún no sé si es más fuerte el caminante o el inmóvil>.



En el bosque

Cada día una ráfaga me empuña
procurando mi identikit.
Siempre traza el rumor
que llega a la espesura y sopla:

Soy mi desconocida.

Tal vez
tu mensajera sin memoria
o tu evasión,
sopla el pájaro espejo
cancelándome.

Tan sólo sé
que el bosque errante de los nombres
es mi hogar.


Su última obra Región de fugas se publica en 1995. Amelia ya está cansada. Se jubila como docente con el cargo de vicedirectora. Se recluye en su departamento de la calle Corrientes y desde el piso 13 mira la ciudad, esa enorme mole de cemento que tanto la disgustaba.




Encuentro

Fue en Corrientes y San Martín
Y en un rato de otoño.
Después que el prodigioso atardecer
Borró murallas de cotizaciones
Cerró el tiempo
Y extendió un bosque lila.
Allí supe
Que hay lugares sin hora
En donde el agua y el aceite
O Bach o Villa Lobos
O los pasos de los diversos
Comparten aura.

En aquel bosque lila
Vi a dos hombres distintos y perennes
En sus páginas y en sí mismos,
Dos de las varias escrituras
De Buenos Aires.

Inesperadamente
Los singulares, encendidos
Por los dos mundos del crepúsculo
Se divisaron en un claro,
Con ademán volando
Se saludaron en el oro,
Al lila refluyeron
Y caminaron
Alejados y acercados
Por hojarascas paralelas.

Uno extraviaba entre los árboles
Su agonía quemante
Y el otro dispersaba entre los pájaros
Su agonía funámbula.
Pero tendiendo.
Cada uno en su letra
Y oyendo a la diversa,
Roberto y Macedonio
Desandaban
Maravillados de escucharse.

Hasta que se atraparon.
Hasta que cada cual se oyó en el otro.
Hasta que hubo
Una sola escritura
O pasión
O senda,
Y por ella los dos se fueron.

Le dice a Enrique Butti:“Ya no escribo; temo que no escribiré más. Mientras hubo angustia hubo vitalidad. La angustia obliga a la acción, al movimiento, me llevaba a la escritura; lo que es terrible es la indiferencia, la impasibilidad, la inacción del limbo. La poesía es una visitante; viene cuando quiere y se va cuando quiere”.

Su deseo era volver a Gálvez, al lugar íntimo que le vio crecer: “Vuelvo a Gálvez como un elefante a su última morada”.

Amelia Biagioni recibió los premios Esteban Echeverría (1985), José Manuel Estrada (1939) y Alfonsina Storni (1999). Por la totalidad de su obra poética se la reconoció en 1984 con el Diploma al Mérito en Poesía Fundación Konex. Colaboró en los principales suplementos literarios de los diarios nacionales y en las revistas Sur, Revista de Occidente (Madrid), Internacional Poetry y Review de Estados Unidos.



Falleció el 19 de noviembre de 2000, un día domingo, tal como lo había profetizado en uno de los poemas de su libro La Llave: "Aquí no hay reloj que marque / calma, ni para sufrir. / Sólo el domingo a la tarde puedo morir".


Episodios de un viaje venidero, fue el poema póstumo que apareció en el diario La Nación el 3 de diciembre de 2000. Biagioni había muerto unos días antes.
En los soles culebras grullas sollos
no me aguarda lo negro:
la muerte no es la muerte
es un salto cromático
en la infinita metamorfosis.
La noche es sí la noche
ese pozo que pasa deletreándose
para que yo degluta
la oculta historia de la luz.
Cuando me lame con sus ojos y cabellera
me despilfarro
me ubicuo
profetizo
y traduzco los humanos poemas
todavía no escritos.
Y hay un río en la luna desde donde
aparezco y desaparezco
en todas las orillas de la tierra
capaces de croar.

Article 13

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MARIA ROSA OLIVER: LA BACANA PROLETARIA




María Rosa Lucía Oliver (1898-1977) es una escritora que resulta difícil encuadrarla en el campo de la literatura argentina. Su  posición ante la  vida y de frente a una sociedad pacata,  la mostró en constante desafío. Su perfil como militante feminista la acercó al núcleo de mujeres más progresistas de la historia nacional y su coraje para vencer las dificultades la transformó en un ejemplo para tener en cuenta.

Es notoria su presencia en el panorama de la cultura porque si bien es cierto que dentro de la literatura la participación de la mujer resulta calificada y frecuente, no siempre su aporte fue valorado. Recordemos que desde Stella de Emma de la Barra hasta Norah Lange, son pocos los ejemplos que podemos presentar. Digamos  de la poeta Nydia Lamarque (1906), Carmen Gándara (1903) o María Alicia Domínguez  (1908) para no caer en el olvido, pero nada más. Ocurre que esa característica femenina a la prosa confesional fue dando paso a una madurez de estilo que bien se puede apreciar en Silvina Ocampo, Luisa Mercedes Levinson, María Angélica Bosco, Elvira Orphée, Beatriz Guido y Marta Lynch, entre otras.

Perteneciente a una familia patricia argentina, fue hija de Francisco José Oliver y María Rita Romero, la primera de ocho descendientes. Existe la versión no acreditada de cierto parentesco con María de los Remedios de Escalada de San Martín. Al respecto sobre esta presunción, el texto que sigue es elocuente:"...y porque había oído que la abuela (María Eugenia Escalada Salcedo de Demaría) de Abuela (Rita Arana Demaría de Demaría, en realidad, la bisabuela de María Rosa) era medio hermana de la mujer de San Martín, no bien comencé a aprender algo de historia, le pregunté un día si ella lo había conocido. - El tío Pepe era un ordinario- me contestó. - ¿Cómo? - Sí, un ordinario... Un grosero. - ¿Por qué? - Hablaba como gallego- me contestó, pero al ver que eso no me impresionaba, añadió-: Se casó con una Escalada para hacerse conocer- y como al afirmar tal cosa no creyó necesario mirarme a la cara, prosiguió-: ...Para el casamiento le encargaron a mi tía Remeditos un ajuar a Europa, vestidos paquetísimos, lencería llena de puntillas, y en la familia, porque se hacían en la familia, le hicieron una cantidad de escarpines de raso... Apenas se casaron, él los devolvió diciendo que "la mujer de un soldado no puede andar calzada de seda"... - y al repetir la frase de quien para mí era el Libertador y para ella sólo el tío Pepe, Abuela imitó el acento español pero volvió al criollo para agregar indignada, casi herida -: A la pobre Remeditos la soterró entre los indios...- (Los indios eran los mendocinos; en cuanto al soterramiento, con el correr de los años llegué a sospechar que no debió ser muy hondo). En represalia por su falta de respeto a San Martín, y porque ya había habido quienes me hablaron de los horrores "del tiempo'e Rosas" le dije: -Y otro tío suyo fue ministro de Rosas, ¿no? - Sí, mi tío Felipe, (Felipe Arana Andonaegui) que además de sonso era un adulón. Al comprobar que el irrespeto de Abuela hacia sus tíos, carnales o políticos, era general, le pregunté, ya más calma, si se acordaba de Rosas. -Sí, de él creo que me acuerdo un poco - me contestó, y yo calculé entonces que de San Martín sólo había oído hablar."

Extracto de "Mundo, mi casa", de María Rosa Oliver, Colección Personas, Ediciones de la Flor, noviembre de 1995. Los agregados de nombres son de la autoría de Juan Fernando del Pazo, quien gentilmente ha proporcionado este texto.

A la edad de 10 años María Rosa contrajo poliomielitis quedando postrada en una silla de ruedas por el resto de su vida. Su invalidez, sin embargo, no le impidió ser una de las pioneras de la lucha en varios frentes. Con la ayuda de la fisioterapeuta sueca Olga Carlsson, comenzó una recuperación durante la cual desarrolló amor por la lectura y el dibujo. María Rosa fue ampliamente admirada por su valentía para sobrellevar la discapacidad física y por su amabilidad e interés en las personas de todos los ámbitos de la vida, en especial, por su condición  de no victimizarse y transformar las circunstancias de su malestar físico a una vida de política personal y compromiso cultural. Dice la autora en La vida cotidiana (1969): “a nadie podía culpar de mi mal. Y si a nadie podía pedirle cuentas, lo mejor sería, en lo posible, no tomarlo en cuenta”.

Resulta complicado intentar un desarrollo completo sobre María Rosa Oliver. Nos enfrentamos a una mujer “de clase” que sin renegar de su origen burgués va recreándose permanentemente. Es la misma persona quien se declara abierta ante el americanismo de protesta social y la que integra el selecto grupo de intelectuales de la revista Sur. Nos encontramos con la militante que abraza el ideario comunista, se compromete con la lucha antifascista durante la Guerra Civil Española y la señora que articula una suerte de red cultural con escritores de diferente pensamiento. Este aspecto la transforma en una mujer polémica capaz de ser animadora en un momento que la politización de la cultura tenía un efecto productivo sobre el mundo literario. Ella hace posible que se fortalezca la amistad, impulsando el diálogo y permitiendo alianzas contingentes que en otros contextos no hubieran existido.

Convengamos que su obra siempre estuvo atravesada por la forma propia de interpretar la vida y por su declarada angustia antes las desigualdades. Oliver tenía presente el plano de injusticia que recaía en determinados estratos de la sociedad y su crítica mayor punzaba sobre el placer que sentían los dominadores ante las clases que humillaban. Afirma en Mundo, mi casa (1965): “el privilegio no se atreve a nombrarse a sí mismo”.



Paula Croci la califica como una escritora excéntrica y agrega: “Viajera incansable, observadora de la realidad, pacifista, miembro del grupo Sur e integrante del consejo de redacción de la revista, incursionó como sus pares Victoria Ocampo -su mejor amiga- y Norah Lange, en el género autobiográfico, no solo para bucear en su pasado –no siempre feliz- sino para dejar testimonio de la actividad intelectual de la Argentina en las primeras décadas del siglo XX. Tal vez porque los recuerdos son más borrosos y es necesario contar con otras fuentes, con otros informantes; tal vez porque la infancia es una zona todavía sin determinar, vedada, o protegida para los recuerdos del adulto, se observa que, en general, los textos autobiográficos del siglo XIX omiten remitirse a los años de la niñez y, cuando lo hacen, es con la intención deliberada de elaborar una filiación patricia, por ejemplo, el caso de Alberdi recordando que solía jugar al caballito en las rodillas de Belgrano. Enfrentadas a las convenciones sociales y a las instituciones que históricamente excluyeron a las mujeres de actividades intelectuales y no alentaron la escritura femenina, estas excéntricas damas del siglo XX, que encontraron en la autobiografía una manera eficaz de autorrepresentarse y acceder a la escritura, se abocaron a contar esos años de la primera infancia, ligados a lo familiar, como excusa para hablar del modo en que se volvieron escritoras.”

María Rosa creció en una casa de total confort en la calle Charcas 628, que se describe en muchos detalles de sus memorias.

María Rosa Lojo, también nos acerca su testimonio: Estamos en la Buenos Aires de 1918; aún no han terminado la Primera Guerra Mundial ni las disputas locales entre aliadófilos y germanófilos. Una enorme mansión familiar, frente a la Plaza San Martín, vive su propia y pequeña revolución. Desde días atrás, un ejército de criados, tapiceros, enceradores, electricistas, changadores y plomeros lo ha invadido todo, en un torbellino de constante movimiento. La casa suena, retumba, cruje, tiembla, colmada de voces, suspiros, músicas, roces de rasos, de seda, de terciopelo. Se mueven los pianos, de un salón al otro; el aire de los cuartos se satura de perfumes y colonias y del aroma de las viandas, traídas de las confiterías del Gas, del Águila o de las profundidades de la cocina propia. Una hija del matrimonio Oliver-Romero va a ser presentada en sociedad con el baile de rigor.

Pronto sólo se oyen valses o tangos, tocados en vivo por orquestas, y el rumor de risas y de conversaciones. Hay, no obstante, dos personas inmóviles, fuera del torbellino giratorio que se expande sobre la planta baja: una niña y una muchacha menuda, morena, apenas mayor que la debutante miran desde el piso alto las parejas que danzan. Bajo el vestido de fiesta de la joven se ocultan dos piernas laceradas por la polio, que no volverán a caminar. No será ella, sin embargo, la que se queje de su aislamiento: "Me pareció tan natural que al no bailar yo no bajara, como que a mi segunda hermana no se lo permitieran por ser demasiado joven para que la `presentaran´".

Se podría haber augurado, para esta muchacha limitada a mirar la danza de los otros, un destino quieto y triste, de ostracismo y resentimiento. Nada menos exacto, sin embargo. María Rosa Oliver (1898-1976), como su entrañable amiga, Victoria Ocampo (1890-1979), tendió un puente verbal entre culturas diferentes: fue corresponsal y traductora de escritores notorios, e interlocutora apreciada por las figuras culturales más relevantes de su tiempo. Como Victoria, y ya independiente de los periplos familiares, se convirtió en asidua viajera, e incluso la excedió en la audacia de ciertos recorridos. Así, fue capaz de instalarse, con su silla de ruedas, en un viejo avión soviético biplano, que la llevó por Rusia y por China, donde conoció nada menos que a Mao Tsé Tung. María Rosa secundó a Ocampo durante muchos años en la gran empresa de Sur (estuvo a su lado en la fundación con Waldo Frank y fue una inapreciable colaboradora); fundó, también junto a Victoria, la Unión de Mujeres Argentinas, empeñada en la lucha por la igualdad de derechos civiles que el Parlamento, en 1935, quiso conculcar. Las dos, fervientes antifascistas, ayudaron a la España republicana y protegieron a perseguidos y exiliados.


La actitud de rebeldía que en todo momento aparece en la escritora es una muestra acabada de su deseo por establecer cambios, modificar esquemas cerrados, dar plena libertad a esas sensaciones prohibidas que dominaban en una cultura de clase. Para la época esta forma de vida era un total desafío, una bofetada y un accionar peligroso que molestaba e irritaba.


Volvamos a María Rosa Lojo para continuar con la semblanza: “Desde muy niña -si hemos de creer a esta magnífica artista de la memoria que nos dejó Mundo, mi casa y La vida cotidiana - a María Rosa la perturbaron las desigualdades en el orden del mundo. No se trataba sólo de la subordinación de las mujeres, presas en una jaula de oro, si pertenecían a la clase alta; menos aún se trataba de la enfermedad que le había robado a ella misma buena parte de los gozos terrestres. Aunque quizá esta asimetría irremediable y dispuesta por la naturaleza la haya vuelto crecientemente sensible a las asimetrías subsanables que calificó, sin eufemismos, como injusticias, y que atribuyó, no ya a la naturaleza, sino a la organización de la sociedad.

Ya antes de la parálisis, en los veraneos infantiles de Mar del Plata, entendió que "todo el mundo" se refería sólo a los miembros de su misma clase ("la gente que era, o se creía, dueña del país"); supo que si no la dejaban jugar con determinados chicos, calificados como "pilletes", era porque esos niños eran pobres, si bien nadie confesaba la verdadera causa. Una mirada implacable registraba las mínimas variantes de ubicación en la virtual "escala jerárquica" (comparada a los círculos celestiales del Dante) que ocupaban los comensales de "día fijo" en la gran mesa del abuelo, según se tratara de "finos" u "ordinarios", de provincianos (pero encumbrados políticamente) o de inmigrantes opulentos. La misma mirada reparaba en que a los niños de la familia se les ocultaban los accidentes laborales (un pintor que se había caído desde el tercer piso, al no contar con las mínimas medidas de seguridad), acaso para que no supieran que "hay trabajos [...] que hieren, matan, aplastan". El trabajo le parecía, por cierto, muy mal repartido en el pequeño mundo de la casa. Unos vivían en la elegante holganza (los tíos maternos, solterones, que sólo aspiraban a disfrutar sus herencias); otros (padre, madre, abuelo) se afanaban toda la semana pero descansaban el domingo, y otros (los sirvientes) debían trabajar siempre, aun en contra del divino mandamiento "santificar las fiestas": "Claro que alguien tenía que cocinar, alguien servir la mesa, y qué mesa la de los días de fiesta! ¿Cómo sería una fiesta que todos, todos santificaran? Al imaginarlo configuraba algo parecido en sus consecuencias a lo que después, mucho después, supe que tenía un nombre: paro general"(Extracto de "Mundo, mi casa).




Pedro Orgambide también nos habla de la narradora: “Maria Rosa Oliver escribió centenares de artículos, notas, críticas, ensayos y se acerca a la ficción a través del cuento; pero su aporte singular a nuestra literatura es por sus libros de memoria, un género que ella cultivó con extrema sinceridad, con pasión y con un estilo sobrio y muy bello al mismo tiempo”.

Maria Rosa nunca renegó de haber sido una “niña bien”, jamás tomó venganza, sencillamente buscó la forma de encontrar espacios que le permitieran canalizar su deseo de cambio. Es interesante enfrentarse a esta formula química que en muchos casos resultó explosiva. Oliver entra y sale permanentemente de los círculos peligrosos y lo hace con total comodidad. La ensayista criticaba a Victoria Ocampo y se reunía con Waldo Frank, dialogaba con Eduardo Mallea y se encontraba con Ernesto “CHE” Guevara. Es que para ese momento de sustanciales vaivenes, la polémica no se decidía en un cuadrilátero. Había códigos distintos y lealtades construidas. Las diferencias no terminaban en el campo de batalla. Mucho se ha dicho sobre su persona. Parecería que esa condición de moverse bajo el agua la transformó en sospechosa. Se le inventaron desde amores clandestinos a deslealtades  políticas, desde pactos silenciosos a bajezas de toda laya.

Viene a cuento, ya que fue nombrado, la figura de un personaje que ocupó el escenario con el mérito del alcanzar el estrellato. Nos referimos a Waldo Frank, una especie de pastor protestante, aprendiz de guerrillero y Don Juan, escapado del sistema capitalista que, deslumbrado por la América latina, había llegado a la Argentina en su imaginario camino de liberación. Waldo con su natural manera de mezclarse, conoce a Victoria Ocampo en Europa y ésta se lo presenta a Mallea cuando el escritor llega a la Argentina. A partir de entonces comienza una historia de amores, celos, envidias y proyectos que envolvería las vidas de Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, Eduardo Mallea y Waldo Frank. Hay documentos y testimonios que no es necesario leerlos dos veces para entenderlos y fotografías reveladoras sobre la historia. Como ejemplo queda aquella confesión de María Rosa: “la primera vez que salí a cenar sola con un hombre fue con Waldo Frank”.




El seductor norteamericano había arribado a Buenos Aires con su libro España virgen (1926) bajo el brazo y logró convencer a Samuel Glusberg para que editara Nuestra América. María Rosa, que se había transformado en confidente de Victoria, no pudo desprenderse del enigmático Frank, y a pesar de ser una animadora febril de la revista Sur, plácidamente caería dominada sobre la alfombra tendida por Waldo; hasta tal punto que traduce su novela City Block, publicada en 1937, donde el norteamericano como un verdadero caballero elogia y agradece a su amiga. Esa misma María Rosa, es la correctora de la revista, por sus manos pasaron los primeros textos que llegarían a la letra impresa. Cuando Sur ya está en la calle la autora confiesa: “Sopesé largamente el primer número de Sur que tuve en mis manos, husmeé el olor a madera de su papel, pero no corté en seguida sus páginas en las que cada palabra me era conocida. Esperé la noche y no me dormí hasta terminar de leer el número entero.

“Sur tenía unidad orgánica y reflejaba el espíritu que iría imprimiéndole cada vez más su sello particular…”

Por su parte, el iracundo norteamericano desliza en sus Memorias un fino pensamiento que cabe recordar: “Mi concepción de la revista como organismo era ajena a Victoria, a quien también le resultaban ajenos la mayoría de los autores norteamericanos e hispanoamericanos (…) La revista Sur publicó muchos buenos trabajos, pero se mantuvo al margen de lo que yo anhelaba y de lo que el hemisferio necesitaba.

Una entrañable amiga de Victoria era María Rosa Oliver, otra de las mujeres notables de la Argentina. (…) Simpatizaba con los comunistas, a cuyas intenciones de desarmarse les prestaba más crédito que a las de los Estados Unidos, y abarcó el mundo entero con sus esfuerzos a favor de la paz. Visitó los Estados Unidos, donde se desempeñó (…) como asesora del vicepresidente Wallace en relación con los problemas latinoamericanos. (…) Ella  quería la revista que yo quería. Victoria no podía trabajar con ella. El distanciamiento ideológico de Victoria (…) y María Rosa fue un símbolo. Las ‘partes’ de América todavía no estaban maduras para desarrollarse unidas”


La vida familiar de María Rosa Oliver fue intensa. Con su madre estableció una relación sin fisuras que le permitió vivir con ella durante muchos años. Después de su muerte, en 1962, la autora permaneció en compañía de sus dos hermanos y bajo el cuidado atento  de  su comprometida asistente - Josefa "Pepa" Freire - quien la acompañó permanentemente. La presencia de María Rosa Oliver con Pepa Freire empujando su silla de ruedas, se convirtió en un espectáculo conocido en las Conferencias Mundiales de la Paz y otras organizaciones.


María Rosa no se encerró en su caja de cristal, por el contrario, fue una incansable viajera y amante del espacio verde. Pasó largos períodos en una pequeña granja de Merlo y como amaba estar cerca del mar, su historia la ligó al balneario de Santa Teresita donde su hermano, el arquitecto Samuel Oliver, desarrolló el proyecto en el barrio “Las Toninas”, consistente en la realización de viviendas denominadas las “pagodas”. Esta historia es muy bella porque entrelazó también  al arquitecto Clorindo Testa, quien se  apasiona y se suma a la obra vanguardista. 


El tranquilo balneario repentinamente tomó otra dimensión a partir del emprendimiento que Samuel Oliver encabezó con un equipo que diseñó un modelo arquitectónico y urbanístico en la manzana virgen que cedió Alejandro Leloir.

El proyectista de las “pagodas”, Samuel Oliver, las planteó como una propuesta destinada a ser un modelo a seguir en relación con el respeto de la topografía y el uso del suelo. El proyecto pionero no se supo interpretar, ya que hoy La Costa tiene todas las características de una conurbación.


Dice Clorinda Testa: “Teresa, mi mujer, es sobrina de Oliver. Nos casamos en el año 62 y justo antes de casarnos Oliver nos contó de lo que estaba pensando hacer, y entonces decidimos comprar un lote y que él hiciera una casa. Cuando volvimos de nuestro viaje a Italia, que coincidía con el premio Di Tella que yo había sacado, que era una estadía de un año en el lugar que uno quisiera, yo elegí Europa y un viaje a la India pero que duraba seis meses. A la vuelta de esos seis meses fuimos por primera vez a Las Toninas. Allí se estaban empezando a construir las casas que estaban en el medio de los médanos, había que dejar el auto a tres cuadras y caminar por la arena, subir el médano. Cuando se terminó la construcción empezamos a ir los veranos, y Teresa se pasaba todo el verano ahí, los tres, cuatro meses. Fue lindísimo porque era un lugar absolutamente natural, no había ruta entre el mar y las casas, era un lugar como debía ser un lugar de veraneo en el mar”.

“La manzana que hizo Sami (Oliver) estaba muy bien proyectada. Los lotes eran de veinte metros de ancho, era todo muy aireado, las casas estaban separadas, eran todas iguales pero distintas, porque algunas tenían dos dormitorios, otra uno, la nuestra tenía una especie de altillo atrás, un depósito, tenían esa variedad, y además la orientación, que algunas estaban en orientaciones distintas. Con lo cual había un movimiento dentro de casas que tenían todas un mismo punto de partida, que era ese “estar”, el living que medía 6 por 6, con la cúpula arriba, y enseguida las empezaron a llamar las pagodas”.

Maria Rosa además de ser una de las fundadoras de la Revista Sur junto a su íntima amiga Victoria Ocampo, también fundó en 1936 la Unión Argentina de Mujeres (que no debe confundirse con la Unión de Mujeres de la Argentina creada hacia 1947) promoviendo el votofemenino.

La UMA era una organización de mujeres que se creó para defender los derechos civiles de las mujeres, en 1936, donde María Rosa Oliver era una de las principales fundadoras y quien llevó a Victoria Ocampo como presidenta, con el voto de todas. Oliver lo recuerda así en su libro La vida cotidiana): ...“éramos voluntarias, no funcionarias, burguesas, no empleadas ni obreras. De distinta extracción partidaria, comunistas, socialistas, radicales, y apolíticas algunas. Nuestra tarea consistía, entre otras, en informarnos sobre las condiciones sociales vigentes, estudiar las leyes laborales y mantener lazos sobre las condiciones de las mujeres de otros países de Europa y USA”.

Sin embargo, hubo disturbios cuando dos jóvenes feministas vocearon el folleto de la UMA en la calle Florida, cuyo texto había escrito Victoria Ocampo, a la que, sin embargo, le publicaron el mismo en La Nación de junio de 1936. Decía Victoria, entre otras cosas de un largo texto: “La revolución que significa la emancipación de la mujer es un acontecimiento destinado a tener más repercusión en el porvenir que la guerra mundial o el advenimiento del maquinismo. Lo único que me pregunto es si la palabra ‘emancipación’ es exacta. ¿No convendría más decir ‘liberación’? Me parece que este término, aplicado a siervos y esclavos, se ciñe mejor a lo que quiero decir. No olvidemos que los intolerables métodos coercitivos que nacen tan naturalmente en los hombres y que las mujeres soportan con una naturalidad más extraordinaria aún están todavía en vigor entre la gran mayoría. La emancipación de la mujer, tal como yo la concibo, ataca las raíces mismas de los males que afligen a la humanidad femenina y, de rebote, a la humanidad masculina. Pues la una es inseparable de la otra. Y por una justicia inmanente, las miserias sufridas por una repercuten instantáneamente en la otra bajo aspectos distintos. Que un grupo de mujeres, por pequeño que sea, tome aquí conciencia de sus deberes, que son derechos, y de sus derechos, que son responsabilidades. Tal es mi voto restringido y ardiente. Si las mujeres de este grupo pueden responder por sí mismas, podrán responder dentro de poco por innumerables mujeres”.

María Rosa estableció una profunda amistad con muchos intelectuales, entre los cuales podemos citar a: Oliverio Girondo, Pedro Henríquez Ureña, Guillermo de Torre, Norah Borges, Ramón Gómez de la Serna, José Bianco, Alfonso Reyes, Pablo Neruda, Federico García Lorca, GabrielaMistral,Miguel Ángel Asturias, Roberto Fernández Retamar, Ángel Rama, Raymundo Ongaro, Simone de Beauvoir, Luis y DalilaSaslavsky, Vinicius de Moraes, Eduardo Mallea y Waldo Frank. También fue una notable traductora. Su tarea de llevar al castellano autores brasileños como Carlos Drummond de Andrade, Vinicius de Moraes, Jorge Amado, Mário de Andrade y Carlos Lacerda, la muestra por entero.

Entre 1920 y 1930 María Rosa se reúne con escritores y artistas activos en la Asociación “Amigos del Arte” de Buenos Aires. Durante este período la ciudad fue hogar de escritores e intelectuales de todo el mundo, muchos de los cuales venían huyendo del nazismo en Francia y Alemania.[]


Viajera incansable, desde joven se trasladó con su familia a Europa y después lo hizo permanentemente de la mano de “Pepa” Freire. Recorre varios países de Latinoamérica (México, Chile, El Salvador, Cuba, Guayana Británica, Panamá, Colombia, Ecuador, Bolivia,  Brasil). En 1942  la encontramos en Estados Unidos, luchando con la causa aliada en contra del nazismo. Trabaja para el Consejo Mundial de la Paz entre 1948-1962 y en Washington invitada por la administración de  Theodore Roosevelt. María Rosa, con otros intelectuales argentinos, como Ernesto Giúdice, Fina Warshawer, Norberto Frontini, Leónidas Barletta, ya formaba parte de Partidarios de la Paz; era miembro del Concejo Mundial por la Paz, y en tal calidad participó del Congreso Mundial de Viena, en 1952. Ayuda a los exiliados de la Guerra Civil Española y en 1958 recibe el Premio Lenín de la Paz. Este reconocimiento la aleja del grupo Sur y especialmente de Victoria Ocampo. Si bien ésta lamentó que María Rosa, su “hermana menor” en el afecto, apoyara el comunismo ruso (para ella, otro imperialismo), "eso no impide–escribió- que te abrace con un cariño que tiene hoy (eso sí) más valor que ayer".


Su itinerario político la lleva  a China, la Unión Soviética, Polonia, España, Italia y Francia.

Nunca negó su religiosidad, fue una mujer de fe, pero tuvo siempre una actitud crítica con los que usaban al Evangelio y demostraban actitudes hipócritas.  Con el sacerdote Eugenio Guasta desarrolló una profunda amistad que también se coronó con un intercambio epistolar que abarca el período de 1960 a 1976.  Cuenta Guasta que conoció a María Rosa Oliver en Villa Victoria, en San Isidro, durante un cóctel que Victoria Ocampo le ofreció a una nuera de Lady Astor (Nancy Witcher Langhorne, Vizcondesa Astor, primera mujer en ocupar un escaño en el parlamento británico). “Yo me fui a Europa en el 69. Pero antes de irme, en el 67 o 68, apareció una encíclica de Paulo VI, Populorum Progresi, que era un logro progresista en esa época”, cuenta el párroco.  El religioso agrega que cuando volvió de Europa “en enero de 1977, a los pocos días fui a visitarla a aquella casa (se refiere a la casa de playa en Las Toninas). Estuve cuatro o cinco días. Estaba muy preocupada por la situación del país. Pero a pesar de su ideología, había vuelto sobre los Evangelios”.

“Es cierto que mi amiga redescubrió el Evangelio, pero no a la manera de una conversión. Era una forma de seguir peleando contra las injusticias sociales. Su marxismo era tan heterodoxo como su cristianismo”.





“Ella redescubrió lo que siempre vivió, un seguimiento del evangelio. Su idea-fuerza era la lucha contra la injusticia, pero fue muy crítica con la situación política que sucedía bajo el estalinismo”, descubre el sacerdote.

Guasta aclara que ella  "jamás fue miembro del PCA. Aunque por cierto, ganó el premio Lenín de la Paz. Y antes que ella lo había ganado Danilo Dolce, que también promovía la no violencia", asegura el sacerdote.

“María Rosa falleció en abril de ese mismo año. Fue un golpe muy duro. Pensé en volver a Europa. En Roma sabíamos más de la situación argentina de lo que sabían acá. Finalmente me quedé", concluyó.

María Rosa Oliver publicó tres tomos de memorias: Mundo, mi casa (1965), La vida cotidiana (1969) y Mi fe es el hombre (1981) que cumbre el período que comienza en 1936 y se extiende hasta los años 70. La autora expresa en el final del prólogo, fechado en Las Toninas, febrero de 1977: “Es mentira que el mundo no cambia. Basta con recordar nuestra vida para certificar lo contrario. Pero la transformación moral del hombre es ínfima si se la compara con la del mundo que en esfuerzo colectivo, él va transformando. Esta perogrullada no es obvia para todos. No lo es para quienes se emboban con el progreso material únicamente o se aprovechan de una liberación en las costumbres que no se debe a lo que piensan y actúan como ellos. Para quienes señalar la injusticia y denunciar el desvalimiento es tendencioso, para quienes censurar la opresión y combatir las desigualdades es hacer propaganda, para quienes los escritores han de limitarse a deleitar con su estilo.

Para quienes, en fin, los seres humanos sólo tienen el derecho de nacer y morir”.

Article 12

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GERMÁN ROZENMACHER: EL NARRADOR EN SU VUELO NOCTURNO


Uno puede hacer múltiples interpretaciones sobre la muerte. Acaso ese círculo de misterio que encierra al ser humano en su final físico lleve a elucidaciones diversas y perversas. Se pueden sostener diferentes teorías, adherir a distintos pensamientos, coincidir con armadas filosofías, desdeñar conceptos básicos y pueriles, detestar a los que especulan con la vida; pero lo cierto es que cuando la muerte llega tempranamente, siempre sentimos una mayor desazón, y si ese proceso sin retorno es por “un error humano”, la pena resulta mayor. La muerte nos pone ante el espejo de nuestra debilidad y nos hace recordar todas las cosas importantes que construyen la existencia, pero por sobre todo, permanentemente nos señala que puede presentarse en cualquier momento, a la hora más inesperada, en el instante menos pensado. La muerte nos persigue, nos acompaña, nos obsesiona; solo cabe un recurso: hay que aceptarla y no reconocer lo estrictamente físico, también debemos admitir la otra muerte, la muerte del alma; ya que el fallecimiento físico no es más que expirar, pero ¿es acaso la única forma de morir? No. La muerte del espíritu es, tal vez, el mal más común del cual sufre la raza humana, al punto que ha llegado a ser una enfermedad. Es ese constante  sentir que no se es nada, el conocimiento que recuerda que no se es nadie y que no hay una razón para seguir viviendo; es el conformismo del día a día, ese sabor amargo en la boca por la monotonía. Antoine de  Saint-Exupery hacía mucho hincapié en el concepto de vuelo nocturno. Se refería al malestar extraño e inesperado que podía presentarse en el instante menos preciso. En ese vuelo circulaban las emociones y el quiebre de las mismas. Entonces la muerte podía acabar o motivar el deseo de seguir viviendo. Y ese misterio mueve a la fe y está mucho más allá de la comprensión, porque lo único real de la muerte, es que no sabemos nada de ella.
A Germán Rozenmacher (1936-1971) la muerte lo sorprendió tempranamente, tenía treinta y cinco años. Maldita, artera, inesperada, como todas las muertes jóvenes. La mañana del viernes 6 de agosto la térmica invernal congelaba los huesos en Mar del Plata. Por eso, por el frío, el cuentista había encendido la noche anterior las hornallas de la cocina del minúsculo departamento que ocupaba con su familia. Germán, preocupado por la salud de su hijo, olvidó ventilar debidamente el ambiente. Por una emanación de gas provocada por la mala combustión de la cocina, el lugar quedó viciando. Todo fue como un final de cuento policial. Germán y su hijo mayor, Juan Pablo (5) terminaron sin vida.
El grupo había llegado a la costa atlántica en plan de pasar un par de días de descanso mientras que el periodista terminaba unas notas ya pautadas. Un compañero de la redacción de  7 días le había prestado a Germán su departamento de la Avenida Colón. Durante el viaje Lucas vomitó dos veces y esa fue una llamada de atención para los padres. Cuando llegaron a la estación terminal del ferrocarril  el pequeño seguía molesto. Decidieron instalarse, el departamento estaba helado. Germán encendió las hornallas de la cocina para calentar el ambiente. Lucas seguía irritado, tuvo como una convulsión. Entonces decidieron acudir al hospital. En la guardia el médico revisó a Lucas y le aconsejó a la pareja que quedara el niño en observación. Germán y Juan Pablo se fueron al departamento a descansar y Amelia se quedó al cuidado de Lucas en el nosocomio. El dramaturgo prometió a su esposa volver a las 9 de la mañana. Eran las 11 y no llegaba. Amelia inquieta le dice al médico que la ausencia le resultaba muy rara, Germán era muy puntual. El médico que tenía dudas sobre el diagnóstico de Lucas le responde: “Yo la acompaño”. Lo que sigue es la tragedia. Cuando llegaron al departamento la realidad los superó. En rigor, esos síntomas confusos que advirtió el facultativo en Lucas, habían sido el resultado de una intoxicación sumado al malestar del viaje. Amelia Figueiredo, relata los momentos previos al desenlace: "Recuerdo que en el viaje de ida en tren a Mar del Plata, Germán me mostró el libreto de Sordos ruidos oír se dejan, un espectáculo de cabaret político que había escrito para el actor Oscar Martínez".


Germán Rozenmacher estaba muerto -relata Mariano Crespo-. Certero; neto, el cable de agencia no dejaba lugar a dudas. El redactor quedó estupefacto. Miró la máquina de escribir. Titubeó. Levantó el cigarrillo del cenicero que flanqueaba a su máquina de escribir, porque allí, en el diario, casi todos fumaban. Al menos todos los que lo rodeaban. Aspiró fuerte y saboreó el humo. Buscó la mirada de los otros. Dolidos, tanto como él. Impactados. “No puede ser”, repetían. Era. Germán Rozenmacher había muerto. Eso decía el cable. Decía, también, que junto a él había muerto Juan Pablo, su hijo mayor.

“Tomáte el día, si querés”, escuchó Roberto Cossa que le decía su jefe. Él, nuevamente, clavó sus ojos en la máquina. Las teclas se le desdibujaron. Una lágrima, tal vez, intentaba jugarle una mala pasada; dijo que no, enseguida dijo que no, que se quedaba; y se sentó a escribir.

La nota se publicó al día siguiente, en la contratapa del diario La Opinión. Así Roberto “Tito” Cossa se despidió de su amigo Germán Rozenmacher.

“…Nada hay que quede más a contramano a Germán que la muerte, nada más absurdo que tener que escribirle a él una nota necrológica, a uno de los tipos más vitales y sanguíneos que yo haya conocido. Como es absurdo que, entre él y yo, la muerte no haya sido más que una de las tantas bromas que solíamos tirarnos en los ocho años que nos conocimos.”

“Y es trágico que Germán no haya podido elegir su muerte, como eligió su literatura, como eligió en la vida. Seguramente habría muerto peleando, o discutiendo en un café.”

“Germán Rozenmacher era un escritor. Muy a pesar suyo, como muchos de nosotros. Hacía tiempo que había descubierto la inutilidad de la literatura y se asume cada vez más como militante, como un hombre que sabía que su destino estaba ligado a otros hombres que nada sabían de sus libros ni de sus obras de teatro. Su mayor preocupación en estos últimos tiempos era justamente esa: hacer del escritor un hombre útil a su pueblo, a la gente que trabaja.”

A Rozenmacher se lo conoce por su cuento Cabecita negra que ha sido leído como una vuelta de tuerca de Casa tomada de Cortázar, pero todo el resto de su obra ha quedado en el limbo de los autores olvidados. Cabecita negra fue escrito en 1961 y publicado en 1962.  Jorge Álvarez lo reedita con total éxito. El cuento que da nombre al libro, escenifica con realismo crítico la mirada sobre la nuestra estructura social que aparece con la llegada de los “negritos del interior” y  refleja con gran veracidad las relaciones racistas que establecieron la clase media de Buenos Aires con las nuevas clases de trabajadores procedentes de las provincias. El protagonista del cuento es el Señor Lanari, un comerciante de Buenos Aires que posee una ferretería, hijo de inmigrantes. El Señor Lanari sufre de insomnio y decide salir a la calle a las tres de la mañana. Y allí la ve. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida, sola y perdida. Inmediatamente después un policía se acerca y pretende detener al Señor Lanari por alterar el orden en la vía pública. El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante. ­Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente. Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de  Plaza Congreso. Ahora sentía la misma vejación, la misma rabia.

A partir de ese momento el Señor Lanari se sentirá invadido por los dos cabecitas negras, y el cuento relatará su experiencia como si se tratara de una pesadilla en la noche.




Guillermo Sacomanno nos describe claramente la trayectoria del cuento:Cabecita negra no es sólo uno de los cuentos excepcionales de la literatura argentina. Su prosa directa, firme, avanza sin parar involucrando al lector en su tensión. Este podría ser, de sus méritos, el más evidente. Y no está mal, nada mal para un escritor de veintiséis años, estudiante de letras y periodista, que se banca publicar ese cuento en un volumen con el mismo título y lo distribuye con su compañera por las librerías de Corrientes. Pero Cabecita negra va más allá. Porque debe leerse en la misma línea que unos pocos textos ejemplares de nuestra historia literaria. El matadero, para empezar. Casa tomada, también. Y contemporáneo a su escritura, Esa mujer. Brecht escribió que un fascista es un pequeño burgués asustado. Y eso es el señor Lanari, un ferretero próspero que una noche se topa con la chusma, una piba y un cana que violarán su respetable intimidad de clase media. Con un filo despiadado Rozenmacher eviscera tanto el reaccionarismo de una clase que se presume cara pálida, ilustrada y bien pensante y la enfrenta con la barbarie.  Según Alvaro Abós, escritor, amigo y compañero de militancia en la revista Compañero, a Rozenmacher lo golpearon las asperezas: “Por judío, incomodaba a algunos peronistas que sospechaban al sionista. Por peronista, incomodaba a ciertos judíos. Por defender a los palestinos, fue tachado de traidor. Por peronista defraudaba a la izquierda y era insoportable para la derecha. Por revolucionario, para los amantes del orden”.

La vigencia de este cuento es notoria. Hoy cuando el proceso social de clases va transformando la interculturalidad cotidiana,  la interpretación  del relato nos hace revivir ciertos momentos despiadados  y crueles que parecían olvidados.  Los “Lanari”  aparecen enmascarados, ocultos en las redes sociales, mezclados con  los grupos más  disociados, negando el desarrollo de una estructura polémica y crítica que transita hacia una mejor calidad de vida.

Rozenmacher fue un obstinado. Con  ese librito  apasionado, resultado de una edición que él mismo armó, salió a conquistar la calle Corrientes ayudado por su  mujer. Era verano, pero igual recorrió las librerías ofreciendo su “cabecita negra”. Así consiguió que la edición de 2000 ejemplares editada por el sello Anuario que encubría una edición de autor,estuviera en los anaqueles de las casas de libros.  Para la época su forma de proceder  era bastante común, los jóvenes se movían por  la calle Corrientes con sus libros y revistas literarias y se detenían en los quioscos de diarios  que gentilmente accedían a mostrar las publicaciones. Esta aventura era parte de la mística literaria. 
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       
Cabecita Negra

 A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciéndole escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.
­

-Quiero ir a casa, mamá ­lloraba­. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
 El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
  
- ­¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? ­la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
     
-­A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.
  
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
   
- Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen         barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
­-Viejo baboso- ­dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante­-.Hacéte el gil ahora.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.

-Vamos. En cana. 

El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

- Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? ­Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

- Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos?- ­ dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

- Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer­ dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era un cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

-Señor agente- ­le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
 

-­Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto.­Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró­. Vivo ahí al lado ­gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

-­Dame café­- dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
   
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
­

-Qué le hiciste- ­dijo al fin el negro.

 ­Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de. . .­el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
   
Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpear]o, a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:­

Este no es, José. ­Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.


Su hermana, la psicopedagoga Hilda Rozenmacher  cuenta quenuestro padre, Abraham Rozenmacher, era cantor en la sinagoga de Uriburu y Sarmiento. Germán y papá discutían mucho pero se querían y se respetaban. Mi hermano tuvo una educación religiosa, iba a ser rabino y estaba dispuesto a emigrar a Israel en la década de 1950. Pero cuando llegó el momento, mis padres no lo dejaron ir. El estudió la carrera de Letras en la UBA y fue amenazado por la gente de Tacuara. Era muy amigo de los hijos de Samuel Eichelbaum, Horacio y Edmundo”.

No siempre un escritor no da la posibilidad de plasmar su autobiografía, Germán en este caso nos permite llegar a su intimidad de la mejor manera: con sus propias palabras.




Rozenmacher, Germán ¿Qué quiere que diga? Como diría el marqués de Bradomín, soy feo, judío, rante y sentimental. Nací en el hospital Rivadavia - en el 36-  y mi cuna, literalmente, fue un conventillo, pero eso sí, en una sala grande de una casa de la calle Larrea. De mi padre, que canta y que alguna vez fue actor y anduvo en gira por las colonias de Entre Ríos, o por Santa Fe y otras partes, me viene la vocación que pueda tener, el ser artista. Me gusta cantar, soplar el trombón avara y la trompeta, pero como no sé tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la boca. Aparte de Cabecita Negra y Los ojos del tigre (mi dos libros de cuentos), hay dos obras de teatro todas mías (Réquiem para un viernes a la noche y El caballero de Indias), otra en colaboración con Roberto Cossa, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik (El avión negro), y una versión escénica de El lazarillo de Tormes. Además de todo lo que tiré, que es realmente un vagón (dos o tres borradores de novelas, una pieza y varios borradores de otros espectáculos teatrales), aparte de infinitos cuentos que nunca fueron. Escribo con horario, todos los días, porque sino no se puede y ojalá dentro de muchos años, cuando ni usted ni yo estemos, alguien se acuerde de un cuento, o de alguna frase o aunque sea de un adjetivo de esos pocos felices que a uno le salen a veces -muy pocos en una vida- y entonces el lector diga: “Esto es verdad, esto está vivo todavía”. Si eso pasa yo, desde el purgatorio, voy a guiñar este ojo miope, sincero pero desconfiable, bastante agradecido. No creo que pase, pero, por las dudas, qué quiere que le diga, es una de las tantas mentiras que me ayudan a trabajar como una máquina, como un loco, hasta que se me acaben las pilas. Y siempre hablando de lo mismo. Porque será un lugar común, pero, ¿no tienen la impresión de que los autores escribimos siempre un solo libro a lo largo de todas nuestras páginas? Y es difícil hacerlo, no crea, porque el striptís al principio parece lindo, pero después... En fin, señores, más o menos, un poco por afuera, éste soy yo. Lo demás, para bien o para mal, está en los cuentos que van a leer.

Rozenmacher  estaba preparado para ser un gran escritor. Sin temor a equivocarnos hubiera alcanzado los méritos de Bernardo Verbitsky, de Bernardo Kordon o el mismo Osvaldo Soriano. Su narrativa golpeaba sin lugar a dudas y su preocupación por la problemática social ligada al desarraigo, la soledad y la discriminación, lo hubiera transformado en un referente destacado. Como intelectual transitó intensamente la contradicciones de su tiempo y vivió a fondo los conflictos de su época.

Eduardo Pogorile nos transmite  que: El escritor Alvaro Abós, que trabajó con Rozenmacher en el semanario político peronista Compañero en 1962, recuerda que 'Horacio Eichelbaum era el director y Germán, el jefe de la página cultural. Escribían también Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Ortega Peña, Pedro Barraza y José María Rosa'. Abós prologó la última reedición de Cabecita negra en 1997 y cree que "en la prosa tersa de Germán se combinaban la tradición judía y el peronismo. Era una mezcla explosiva, el peronismo siempre fue para Germán el espacio de los perseguidos".

"Era un intelectual que tenía raíces muy hondas, Germán se hizo peronista en setiembre de 1955 al ver la represión de la Revolución Libertadora. Fue amigo de Rodolfo Walsh. Como él, creía que peronismo y revolución iban juntos. Pero nunca creyó en la lucha armada, menos aún luego de la muerte del Che en Bolivia, en 1967", dice Amelia Figueiredo.

Hacia 1964 Rozenmacher pasó de Compañero a la revista Así que dirigía el poeta Joaquín Giannuzzi. En sus palabras "era la publicación estrella de Héctor Ricardo García, con tres ediciones semanales y tirajes de 800.000 ejemplares. Combinaba la crónica policial y la política". En esa redacción, Rozenmacher escribía escritorio de por medio con Leónidas Lamborghini, Bernardo Kordon y Juan José Sebreli.

Para Roberto Cossa, que en aquellos años se encontraba con Rozenmacher en el Bar Ramos o en Gotán —el boliche de los hermanos Cedrón— la frase más poética y teatral de la generación del 60 "fue escrita por Germán en Réquiem.... Después que un padre judío maltrata a su hijo porque se va a casar con una católica, cuando el muchacho se está por ir de la casa, le dice "Llevá la bufanda".
 



En noviembre de 1970, Rozenmacher terminó El Caballero de Indias, posiblemente su obra mayor. El personaje central es un joyero de la calle Libertad que abandona sus negocios, convive con su amante y el marido de ella mientras se refugia en la fantasía de una religión universal —donde no faltan referencias al fenómeno del Marranismo judío— hasta terminar en el manicomio. Luis Brandoni recuerda: "Germán la leyó en la casa de Walter Vidarte, la oímos también Sergio Renán, Héctor Alterio y yo. Nos fascinó a todos".

Memorioso, Brandoni cuenta "Renán quiso estrenarla en el Teatro SHA, pero la rechazaron porque la comisión directiva de Hebraica, en esa época, creía que era incorrecto mostrar a un judío en conflicto con sus tradiciones. Yo creo que nadie fue tan judío y tan argentino como Germán".

Luego de su muerte y de los años oscuros que vivió la Argentina, Rozenmacher fue olvidado por el gran público. Pedro Orgambide adaptó algunos de sus cuentos para la televisión mexicana en la década de 1970.

El dibujante de El Eternauta, Solano López, ilustró Cabecita negra para el libro de Ricardo Piglia La Argentina en pedazos, en los años ''80.

Desde 1999 el Centro Cultural Ricardo Rojas entrega un premio para dramaturgos jóvenes con su nombre.

En alemán, Rozenmacher quiere decir "el hacedor de rosas". El entendía la literatura como un dolor. Al escribir, se quedó con las espinas, pero a sus lectores les entregó un perfume inolvidable

 

El gato dorado

 -¿Ahora? -preguntó el artista viejo volviendo la cabeza en el sótano, hacia el hueco de la escalera por donde bajaba el pálido resplandor del día.
El gato dorado, sedosamente dorado, de algún modo dijo: -Miau -lo que quería decir “Todavía no”, y siguió allí como un pequeño sol tibio esperándolo acurrucado bajo la escalera.
El artista volvió a enderezarse y siguió tocando en su piano, ante la gran bocina grabadora modelo mil nueve veinte que ya no se usaba en ninguna parte y que sólo podía encontrarse en el sótano de ese café, ese humoso café melancólico donde hombres silenciosos fumaban, jugando a las cartas y el humo opacaba los espejos ovalados de grandes flores incrustadas en los bordes, y una caja registradora con ángeles labrados en el hierro, como una antigua diligencia siempre inmóvil hacía simplemente tilín, tilín. Y había una gran balaustrada de madera que separaba el salón familias del resto del café melancólico y allí, a la hora del té, hombres y mujeres se hacían furtivamente el amor con los ojos, mesas con mantel de por medio, bajo el techo que era muy alto y entre las columnas.
Y al fondo del salón familias una escalera bajaba al sótano; y en el sótano, desconocidos que nunca dejarían de serlo grababan discos mientras el artista los acompañaba tocando despacio, en su piano amarillento.
 “Hoy es el día” pensaba mientras seguía el ritmo del jazz con el taco del zapato, y una banda de muchachos alrededor suyo tocaba su trasnochada música frenética que él acompañaba bastante mal, torpemente, porque él era mucho más lento que eso, y también más antiguo.
Miró de nuevo hacia la escalera:
-¿Ahora? -le preguntó con la mirada al gato dorado que apenas podía distinguir debajo de los escalones; pero esos ojos de sol invernal siguieron mirándolo obstinadamente sin contestarle.
Detrás, en la cola había un cantor de ópera que había sido famoso en su ciudad natal, una ciudad italiana de tercera categoría donde había cantado Lucía en el teatro municipal -un corralón con techo- y que ahora aquí, en Buenos Aires, era corredor de una compañía de vinos y grabaría un aria para poder escucharse los domingos a la mañana, en su vitrola, en la pieza de conventillo donde vivía con su mujer y sus hijos. Además había una vieja, ajada y medio dormida, que alguna vez había cantado milongas en una confitería del centro y que antes había sido la mantenida de un ministro y que grababa discos para llevarlos a una prueba en la radio que no se haría nunca, y también para escucharse, en la cama vacía, ahora que estaba sola y nadie quería vivir con ella. Y además, en la cola había dos muchachos que cantaban tangos y querían empezar a hacerse conocer. El pianista los acompañaba a todos. Tenía los ojos cerrados y las cejas alzadas y se mecía al compás, abandonado a sí mismo. “Me espera”, pensó. “Hoy será el gran día.” Por fin había llegado. Hoy sería. O nunca más. Temblaba, por dentro. Y respiraba hondo como ante algo ímprobo y final. Abrió los ojos y así, con las cejas alzadas parecía siempre a punto de llorar, o decir algo inexplicable. En realidad tenía húmedos ojos judíos pero no lloraba nunca, aunque siempre solía entrecerrarlos como si recibiera el sol de frente, o como si estuviera condenado a sentir cosas que jamás podrían ser del todo dichas, viviendo en una incomunicada zona inefable. O como si hubiera visto toda la tristeza del mundo, junta. Dentro suyo.
Volvía todas las tardes, cuando el sótano estaba cerrado para las grabaciones y sentándose al piano tocaba viejas canciones judías, rehaciéndolas a su manera, escribiendo la música, valses vulgares sin demasiado brillo ni talento.
De pronto, en medio de la grabación de los muchachos y sólo audible para él que lo estaba esperando escuchó un solo Miau y mirando hacia el costado -porque la escalera estaba a un costado-vio a su gato dorado que con los ojos fijos en él mudamente le decía: “Vamos”.
 Entonces, en medio de la pieza abandonó el piano, agarró su sobretodo, se caló el sombrero arrugado sobre sus desordenados y abundantes cabellos grises y sin despedirse -cosa muy extraña porque era sumamente respetuoso- subió despacio la escalera. Pasó frente a la caja y al estaño del mostrador, y la inmóvil diligencia de los ángeles labrados hizo tilín tilín despidiéndose y el patrón gritó:
 -¡Eh! ¡Adónde va, maestro! -allí todos lo llamaban maestro como si fuera Beethoven. Salió del café con la certeza del que sabe a donde va hasta que se detuvo, volviéndose, esperando, con la vista puesta en la salida por la que habían aparecido todos los integrantes de la orquesta que le gritaron:
-¡Eh! ¿Está loco, maestro? -después salieron el cantor de ópera y la vieja, y los dos cantores de tangos, y él se los quedó mirando, a ellos que, silenciosos lo miraban a él, con media cuadra de por medio, viéndolos allí, amontonados en la puerta del café, el disco a medio grabar, esperando en la mañana de invierno, mientras el viento soplaba entre las ramas resecas del árbol de la vereda y le agitaba los mechones grises que se escapaban por el sombrero.
Colándose majestuosamente pequeño entre los pies que obstruían la puerta salió el gato. Y entonces el artista empezó a caminar pensando que hoy era el gran día.
Caminaba delante y el gato lo seguía y eran como dos hermanos, caminando distanciados pero juntos, con los otros mirándolos irse y pensando en aquellos rumores que los hacían manteniendo larguísimas conversaciones, en el sótano, cuando el pianista tocaba para sí mismo por las tardes, con el fuego necesario para convocar a los ángeles y el gato lo escuchaba, acurrucado bajo la escalera, siempre.
El gato se trepaba a los árboles, husmeaba por los balcones y el artista sabía que volaba; algo lo alzaba y el gato, casi inmóvil, se dejaba arrastrar por el viento, como una hoja otoñal, dorada y leve, con el lomo encorvado, las patitas moviéndose, como nadando apenas, en el aire. Así hicieron varias cuadras y aunque el artista jamás se dio vuelta sabía que el otro estaba allí, tras él, por Sarmiento, solos y juntos, por las calles desiertas del invierno, hacia el hotel. “¿Realmente querrá este itinerario?” pensaba. En las esquinas esperaba que el otro lo alcanzara y cruzaban la calle juntos, uno largo, flaco y encorvado, con los ojos alucinados ardiéndole en la cara chupada, y el otro pequeño, tibio, intocable. El gato dorado era pura ternura, pero no se dejaba acariciar ni por toda la música del mundo. Era inalcanzable y cuando el artista intentaba tocarlo se le escapaba de las manos.
 -¿Ahora? -preguntó. Habían dejado atrás los largos faroles de la plaza del Congreso y el gato subía corriendo delante suyo las escaleras de la pensión, con la alfombra de terciopelo fijada a cada escalón por varillas de bronce; esquivando el escobazo de la mujer se metió en la pieza. Cuando el artista llegó -hacía treinta y ocho años que vivía con su mujer allí- ya lo encontró sentado en la cama lamiéndose una pata, sin mirarlo.
-Ya llegaste ¿eh? cretino -su mujer lo insultaba desde abajo, porque era pequeñita y siempre tenía una flor sobre el vestido de salir, de terciopelo, aunque de tanto usarlo para entrecasa eso ya ni se notaba. La mujer estaba enamorada del pianista sin remedio. Siempre lo insultaba por haberla enterrado allí desde hacía años, por su desamor, y por pasarse la vida tocando en bailes de mala muerte y en casamientos y en aquel sótano, mientras sus paisanos acumulaban dinero. El artista le acariciaba el cabello y su ternura trataba de acallarla. Había dejado de escucharla hacía mucho. No la odiaba, pero tampoco la amaba. El artista amaba al gato. Y no la oía desde que comenzaba a gritar al amanecer contra la miseria y la tristeza, mientras él se paraba tiritando descalzo sobre los mosaicos fríos y se vestía sintiendo anhelosamente todo aquello que desentrañaría junto al piano aquella tarde como lo había hecho desde que tenía memoria, cuando había descubierto su duro oficio de músico. Y por las tardes solía pensar en aquella otra época, antes de venir a Buenos Aires cuando era muy joven y tocaba el acordeón vagando por las calles de pequeños pueblos europeos.
Entonces tenía dos camaradas: el manso violinista pálido con su barba de rabino y el agobiado clarinetista con su largo capote que olía a vino y su gorro de visera. En el crepúsculo, cruzaban la llanura nevada de pueblo en pueblo, de chacra en chacra, sus tres sombras violetas fugitivas sobre la nieve, sus figuras oscuras recortadas contra el cielo, bailando y tocando para sí mismos, uno tras el otro en fila india, en la inmensidad de la llanura nevada, libres como pájaros, creando mundos efímeros e inapreciables, melodías como humo, tocando canciones más antiguas que sus propias memorias. Y en los pueblos tocaban en la calle, con judíos respetables con abrigos de cuellos de piel haciéndole corrillo y echando monedas en el gorro de visera. Aunque la mayoría de los judíos no fueran ricos y vivieran en la tristeza y la miseria y apenas juntaban algo de valor, algún pogrom oportuno se encargaba de arrebatárselo. Pero ellos traían la alegría. Y tocaban en las casas, en los casamientos y los bautizos, y les daban pan negro y un vaso de té, como pago. Y las madres les decían a sus niños: “Cuidado con los artistas, esos ‘shnorers’, esos ‘harapientos’ “, pero los amaban y les temían, porque ellos le daban nombre a todas las cosas y decían la verdad y esperaban, por todos, la edad dorada que terminaría con la opresión y la tristeza. Y el artista sabía que allí, por todo ese nevado país, miles y miles de judíos lo esperaban siempre y cuando estaba con ellos sentía que algo los fundía a todos, una honda alegría indestructible que florecía sobre el velado tono menor y atribulado de su música, una alegría en la que ellos lo necesitaban a él porque era la voz de todos; él, que era apenas un artista niño, un rey harapiento; él, que era el corazón del mundo.
Después los pueblitos ardieron. El humo oscureció el cielo. Todo aquello empezó a morir. Mil años de vida judía en Europa oriental empezaron a morir. Huyó a Buenos Aires. Y aquí vendió su acordeón porque ya nadie lo escucharía por las calles. Descubrió aquel sótano. Después los diarios idish le dijeron que allí todo había terminado.
Ahora componía y componía, sudando dentro de sus baratas y gruesas camisas a cuadros, en el sótano, y solía tocar su música para sus paisanos, cuando lo llamaban para algún casamiento. Pero cada vez las tocaba menos, porque sus paisanos se iban muriendo.
-¡Llegó! -dijo la cordial voz de bajo del sastre, su vecino de gran nariz enrojecida de frío-. Venga a tomar un vaso de té. -Había asomado la cabeza por la puerta-. ¿Qué lo hizo venir tan temprano, hoy? -dijo hablando en idish. Porque todos hablaban idish. El sastre, la mujer, el artista.
Entró en la pieza del sastre que tenía un empapelado floreado con manchas de humedad y en la araña ardía una sola lámpara. Por el balcón se veía un cartel colgado de la baranda, sobre la calle: “Sastrería Al Caballero Elegante, créditos, casimires, modelos de última moda, rebajas”. La sastrería era esa pieza de hotel.
 -¿Y cómo está mi gatito, mi “kétzele”? -preguntó el sastre. Su gatito, pensó el artista mientras, en el frío húmedo que destilaban las paredes, se calentaba las manos, largas, delgadas y arrugadas, con el vapor que salía por el pico de la pava, puesta sobre el calentador. Miró los vidrios de la ventana opacados por vahos de frío y apartó con el pie unos retazos de tela esparcidos por el piso. Ahora el sastre tomaba su té junto a la deshilachada cortina con flecos y apoyaba el vaso en los mosaicos, junto a la gran tijera, sentado en una silla baja de asiento de paja, con un saco sobre las rodillas. El artista trató de encender la modesta estufa que tenían a medias con el sastre, porque ellos tres eran los únicos judíos del hotel.
Sí. El otro le había regalado el gato cuando tenía figura de recién nacido y había llegado misteriosamente a su puerta. Ahora pensaba que eso era un signo, un preanuncio de lo que estaba ocurriendo, con ése, que ahora sabía que era un gato dorado, un ser mágico y leve que poseía lo maravilloso.
-Pero cuente, cuente las novedades. Cuente qué composiciones interpretó hoy al piano -la misma ceremoniosa y levemente irónica pregunta de todos los días al regresar. ¿Sería posible que hoy tampoco sucediera nada? Sin embargo era el día. Miró al gato. Se restregaba suavemente contra las piernas del sastre que le acariciaba el lomo.
-Bah, “veis ij vos”, qué se yo, una banda tocando foxtrots, y un cantor de ópera y unos “shkotzin”, unos muchachones con sus tangos, lo de siempre.-“Ketz” -dijo de pronto el sastre como hablando solo-. Gatos. Gatos eran aquellos los de la casa vieja -viejo hogar, “alter heim”, aquello que habían traído, como al crepúsculo, consigo. Y todos los días, antes del almuerzo tomaban té humeante con limón adentro y terrones de azúcar en la lengua y ya no estaban allí, en la calle Sarmiento, sino en algún nevado pueblo ya muerto.
-En el horno arde un fuego pequeñito” -canturreó el sastre hamacándose apenas- “y en la casa se está bien, y el rabino enseña a los niños a leer el Alef Beis” -siempre canturreaba eso y respetaba al artista porque lo llevaba al sótano y le hacía escuchar esa canción.
-He recibido carta de mi hija -dijo el sastre-. Siempre recibía cartas. La mujer, ávida de amor, le tenía envidia al sastre porque recibía cartas.
-Bah -dijo su cabeza pequeñita asomada a la puerta, con ese tono desilusionado que era el único que tenía.
 -¿Cuándo se casa? -preguntó. Era una pregunta sibilina, como cuando el sastre les pedía su parte para pagar el querosén de la estufa. La hija del sastre era maestra en un pueblo del interior y la mujer del artista la había querido casar infinidad de veces con algunos de los doctores, contadores públicos, ingenieros, toda la gente decente que ponía un aviso en el diario idish proponiéndose como maridos. “Hombre joven, buena presencia, contador público con estudio puesto y capital considerable busca mujer joven, distinguida, culta con fines matrimoniales. Seriedad y discreción. “Pero no había habido caso. Y hasta parecía estar por casarse con un “goy”, con un cristiano. Y entonces hablaba de ella como de un caso perdido y no dejaba pasar ocasión para pinchar al sastre.
 -El sábado podríamos ir al teatro -dijo el sastre atento a su tela, cosiendo, hamacándose como un estudiante talmúdico. Levantando la vista, recorrió todos los figurines que tenía pegados en la pared, modelos de moda en 1940, y la gran plancha de carbón con su olor a tela húmeda debajo, y la infinidad de ropa colgada en perchas de alambre, y el espejo y el maniquí descabezado con un saco sin mangas encima.
 -Habrá entradas gratis -miró de reojo al pianista con cierta infantil malicia-. Usted que tocó en la orquesta puede conseguirlas -teatro con orquesta compuesta por un piano, un violín, un saxofón, un acordeón, una trompeta, una mezcla inverosímil con un tambor, sobre todo una gran batería con muchos platillos, y un micrófono para que todo eso pudiera escucharse con claridad en la sala semivacía. Y galanes de cincuenta años que usaban faja para ocultar la panza.
 -¿Otra taza de té? -dijo el sastre. Y de pronto agregó-: En esta época, en la casa vieja, era verano.
 A veces, todavía, cuando estos temas se agotaban, hablaban de la guerra. En realidad siempre terminaban hablando de ella y de los crematorios. Suspiraban. El sastre, tomando el diario, preguntaba: -A ver, a ver, que noticias de Jerusalén llegaron hoy -y después leían el folletín en idish; echaban un vistazo a los titulares, enterándose lejanamente de lo que pasaba aquí, en esta ciudad donde vivían como exiliados, en este país y en esta calle que hacía decenas de años que conocían.
-Todo sube. Todos piden aumento -dijo el sastrecito meneando la cabeza. Ése era el tema que todavía no habían tocado.
 -Desgraciado -susurró la mujer que volvía de la otra pieza, trayendo el mantel y los cubiertos a la del sastre porque en la suya no había mesa.
 -Vamos, los dos a comer -dijo mientras se sacaba la flor del vestido y se la colocaba entre los cabellos. A veces se aburría de llevarla en el pelo y otras en el vestido. Y cambiaba, para variar.
 “¿Ahora?”, pensó el artista mirando al gato. Pero éste lo miró con la dulzura que tienen todos los animalitos, los amantes y los niños cuando acarician con los ojos. Ese mediodía comerían un almuerzo frugal. Pero esa noche cenarían juntos porque era viernes. Una fiesta. Una cena opulenta. La vieja fiesta de Israel. Esa noche la mujer prendería las velas y el sastre diría el “kidush” y bendeciría el vino porque al anochecer recibirían a la Novia, a la bendita y bendecida novia de la paz del Sábado y la mujer iría a la sinagoga casi vacía, para recibirla con una docena de viejos y viejas, rezando. Después comerían pescado, y cantarían suaves canciones jasídicas salpicadas de pequeñas alegrías, exactamente igual que en su pueblo muerto.
Entonces, de pronto, sin que él lo esperara, y viéndose ya resignado a que esa tarde no pasara nada, de pronto, el gato dijo:
-Miau.
El artista se quedó tieso. El aullido le erizó la piel, como si él ya fuera un felino. Y a ese olor, inexplicable y familiar y entrañable de los frugales almuerzos de los viernes que presagiaban la fiesta sabática, y que tenía algo que ver con el olor a ropa hacía mucho tiempo guardada que flotaba en la pieza, a ese olor, se unió ese corto, único, imperioso llamado.
-Miau -dijo por segunda vez el gato. Y el viejo se puso de pie. “Es la señal”, pensó. “Acaba de decirme que ya es la hora.”
 -¿Dónde vas, “shleimazl”; grandísimo infeliz? -dijo su mujer levantando la cabeza después de un instante de aturdida sorpresa.
 -¿Qué pasa? -dijo el sastre con la boca llena, sin levantar la vista, metiéndose un pedazo de pan negro en la boca y volviendo a tomar un gran trago de leche. “Es la hora, es el milagro, ahora, en nuestros días” pensó el viejo. Y salió de la pieza.
  “Te he esperado tanto”, dijo, “que hasta quizá supe que debías llegar así, entre las palabras de todos los días, y el presagio de la fiesta del viernes a la noche y el frío llenando de vapor los vidrios”.
 -Ya sé, “kétzele”, hermanito -dijo en voz alta mientras bajaba la escalera con el gato delante aunque nadie lo entendió porque hablaba en idish-. Vamos a irnos lejos, muy lejos, hacia un lugar profundo, profundo y sin fin -pero el otro no agregó nada más a lo dicho y así, de pronto, el artista supo que el gato comenzó a volar. Hacía noches que él guardaba el secreto. Él solo en toda la ciudad. Gatos; centenares de gatos volando sobre los techos de la ciudad sin que nadie más que él los viera. Bandadas de gatos bajo la luna, que volvían de algo o huían de algo, o volaban hacia algo, quizá, él no lo sabía muy bien, y que le recordaban vagamente una canción muy lenta, y simple y honda, que nunca había conocido, que era la que él había querido tocar desde que había nacido. Y supo que había descubierto la música que había estado buscando toda su vida y que sólo quería hacerla suya, hacerse ella y conocerla y después cerrar para siempre su piano amarillento y no tocar sus teclas nunca más. Gatos volando sobre la ciudad bajo la luna, arrastrados por el viento, enarcados los lomos, casi inmóviles los cuerpos, dejándose llevar, como hojas secas, cruzando silenciosamente, lejos, arriba suyo. Y la canción era como un humo, inapreciable, tan débil que parecía siempre a punto de deshacerse y poder ser destrozada por cualquier ráfaga, y sin embargo, interminable. Y el gato le había prometido enseñarle a volar con ellos, y al saber hacerlo sabría la música, toda la música. Durante días había estado esperando la señal, tensamente. Y por fin el día había llegado. Y el Día era ése. Y la canción sonaba a réquiem, quizá, no lo sabía; o a pequeña elegía, pero no podía saberlo; o quizá sonara a simple alegría de músico ambulante, o quizá hablara de su inexorable condena de crear, no sabía, no lo sabía. Y ahora volaría sobre la ciudad, sin agitar demasiado los brazos, abandonado al cielo, entre las estrellas y la tierra, como los ángeles, casi de pie, levemente, como si nadara a través del aire, como si algo lo arrastrara, una mano invisible, empujándolo por la nuca y él volando así, inclinado hacia adelante, altísimo, mirando hacia abajo, hacia la tierra, lejana. Y ya volaba, sin saber cómo, y escuchando esa música ya la estaba sabiendo, y ya volaba de modo casi igual y como lo había esperado, y de pronto el gato volvió la cabeza y lo miró. Pareció decirle vamos, pero simplemente dijo: -Miau. Por última vez. Y quizá descendió. Y empezó a correr, a escaparse. El gato huía, se deshacía de él, lo dejaba solo, solo. Y el viejo corría detrás. Corrieron, corrieron, corrieron, cuadras y cuadras. Uno tras el otro. A veces el gato levantaba el vuelo y hacía piruetas en el aire hasta que en un momento dado se paró, desafiante, en el medio de la calle, mirándolo venirse, venirse, venirse.
 -¡Cuidado, kétzele! -gritó desesperadamente el viejo, escondiendo la cara entre las manos crispadas para no ver.
El tranvía pasó por encima del gato dorado, deshaciéndolo. Después siguió viaje mientras algunos curiosos miraban al feo gato aplastado.
Sin embargo, no murió en seguida, sino que languideció, apenas unos segundos, en agonía, respirando cada vez menos. Hasta que se retorció en un espasmo y se detuvo todo. Y apenas hubo sangre sobre el cuerpo muerto.
-Almita -susurró el viejo como oración fúnebre-. Nunca supe quién eras. -Y dejó el cuerpecito frío.
 -Está muerto -dijo el viejo entrando en la pieza, mientras los otros dos se separaban de la ventana.
-Apenas salió -dijo por lo bajo el sastre, que había apartado el plato y ya no pudo comer más. La mujercita lloraba. Siempre lloraba, por cualquier cosa. Se quejaba como quien respira y era como si algo siempre le crujiera adentro-. Apenas salieron -dijo-. Y yo vi cómo quisiste detenerlo. Pero ahí, ahí, no pudo dar dos pasos, y frente al umbral, en la vía, está muerto.
 -Bueno -dijo el sastre despacio-, hermanitos, después de todo era un simple gato negro. Un vulgar y flaco gatito negro. Les traeré otro, les traeré otro.
El artista se puso el sobretodo raído, el sombrero por el que se escapaban los cabellos grises. Tomó las partituras. Se ató la bufanda y se cerró la camisa a cuadros gruesa y desteñida. Y salió.
En la escalera se topó con alguien.
-Era un alma tan callada… -dijo el viejo. Pero nadie lo entendió porque hablaba en idish. La mujer empezó a gritar de nuevo:
-¿Dónde vas ahora, “klezmer”, músico de tres por cinco, infeliz, pedazo de caballo, y en qué mala hora se me ocurrió casarme contigo? ¿Y cuándo vas a volver de tu maldito sótano? ¿Y por qué no terminaste la comida? -Le gritaba con los brazos en la cintura desde lo alto de la escalera.
 -…tan callada… -repitió el viejo.
 Pero ella tampoco entendió su estrafalaria explicación, aunque hablara en idish.
 Cruzó la tarde, el vagamente dorado sol invernal.



Rozenmacher en toda su obra siempre puso de manifiesto sus conflictos personales. Luchó contra una educación cerrada en el seno de una humilde familia judía del barrio de Once. Se reveló ante un padre que no creía en los libros y cuando ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras su progenitor no le habló por meses. Peor situación vivió cuando eligió como pareja a una católica quien fue desacreditada sin piedad.

Periodista, narrador, linotipista, dramaturgo, publicista, desde los 18 años la peleó y supo que su mejor amiga era la máquina de escribir.

Se levantaba tempranísimo, a las cuatro o cinco de la mañana, y escribía hasta el mediodía. "El decía que aunque no le saliera nada había que sentarse frente a la máquina de escribir", confiesa Amelia Figueiredo.

Incansable. Pues era capaz de terminar una nota y enseguida empezar un cuento. Una foto, de las tantas que atesora su mujer, resulta ilustrativa: en una redacción, de las que ya no quedan, la jornada ha finalizado; todas las máquinas están volcadas sobre su frente, casi todas las sillas están arriba de las mesas. Germán Rozenmacher está sólo. Humea un cigarrillo entre sus dedos, sus ojos ganados por las letras que se van imprimiendo sobre el papel.
Su pasión por el trabajo no le impidió hacerse tiempo para estudiar y graduarse en Letras; fue así como conoció a su mujer.

El periodista Enrique Raab -desaparecido en 1976-, implacable crítico de sus trabajos, escribió: "Su gran cabezota redonda, su estatura imposible, su gordura descomunal pero misteriosamente armoniosa se deslizaban todos los días de la redacción a su casa, con libros estrafalarios que devoraba con delirio talmudista".

Así siempre. Amaba el periodismo y escribió cientos de artículos, algunos de ellos memorables. Cuando los sabía buenos, le pedía a su mujer que los guardara. Varios de ellos están editados en libros.

Hizo 12.000 kilómetros junto con el fotógrafo Eduardo Frías recorriendo los caminos patagónicos, a bordo de un Citroën cero kilómetro que la propia compañía les había entregado. "Ese viaje le cambió la vida"."Esa soledad, la inmensidad, el abandono". Expresa Amelia Figueiredo.

Los reportajes fueron publicados en el semanario Siete Días Ilustrados, en una serie de cuatro entregas, en 1968. Ese mismo año realizó un extenso reportaje en las Islas Malvinas: era la primera vez que un periodista argentino desembarcaba en el archipiélago luego de que un grupo de jóvenes desviara hacia ellas un avión de Aerolíneas Argentinas dos años antes, en lo que se conoció como "Operativo Cóndor".

Todas sus notas fueron ilustradas con grandes y bellas fotos, como solía ocurrir en las revistas de editorial Abril, a la cabeza de cuyo cuerpo fotográfico -hoy ya mítico- se encontraba Francisco "Paco" Vera, organizador de ése, el primer departamento de fotografía moderno del país.

Dice Roberto Cossa: "Germán era un tipo entrañable, era un tipo coherente en su vida, un laburante: vivía de una manera modesta, laburaba y escribía... Y apasionado. A veces nos peleábamos... No hasta el punto de quitarnos el saludo, pero agarradas teníamos. Era sanguíneo: se ponía todo colorado, y así se reía, y así cantaba. Un ser excepcional".
Rozenmacher  ejerció en periodismo en Compañero, Así,Panorama, Siete Días y Crónica.

A partir de la represión de la Revolución Libertadora en 1955, Rozenmacher comienza a participar activamente del peronismo, opción política que se ve reflejada en algunos de sus cuentos. El escritor al igual que otros escritores, en ese momento, adhirió al peronismo; pero desde un costado crítico. Su militancia transitó siempre la proscripción. Junto a Rodolfo Walsh creía que peronismo y revolución eran lo mismo aunque rechazaba la violencia.  Dice Alvaro Abós: “Sobre Rozenmacher las demandas eran intensas, porque no era indiferente lo que hiciera o escribiera. De allí las asperezas que lo golpearon. Por judío, incomodaba a algunos peronistas que sospechaban al sionista. Por peronista, incomodaba a ciertos judíos. Por defender a los palestinos fue tachado de traidor. Por peronista, defraudaba a la izquierda y era insoportable para la derecha. Por revolucionario, para los amantes del orden”.

Hoy si hablamos de Rozenmachar es porque su literatura está claro que molesta. No lo decimos con desazón porque el autor recorre el mismo camino que muchos escritores a los que cuesta redescubrir. En este aspecto adherimos a la opinión de Daniel Divinsky. "Es que en la Argentina hacen falta avales, alguien de renombre que diga que fulano es un genio, como Cortázar con Marechal".

Rozenmacher tiene una literatura dividida. Sus notas periodísticas son verdaderos ensayos de una realidad crítica, su cuentos el espejo de una sociedad que va cambiando vertiginosamente y sus obras de teatro una muestra de su capacidad creativa.

En 1964 se estrenó su obra teatral Réquiem para un viernes a la noche, referida a los conflictos familiares de un joven judío que decide adherir fervorosamente a los valores nacionales del país en el que nació.

En 1966 publicó Los ojos del tigre, relacionado con la cuestión judía, las raíces de las personas y la soledad.



En 1970 terminó su obra de teatro El Caballero de Indias, considerada su obra mayor, nuevamente sobre las raíces judías. El teatro SHA se negó a montar la obra considerando que no era adecuado que una institución judía difundiera una obra que mostraba a un judío en conflicto con sus tradiciones. La pieza fue finalmente estrenada en  1982 por Luis Brandoni

Junto con Roberto Cossa, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik formó parte de un grupo de autores que revolucionaron la escena argentina en los principios de la década del sesenta. De esa época es El avión negro (1970) que se presentó en el teatro Regina. También una versión escénica de El Lazarillo de Tormes prevista para adolescentes, que subió a escena en 1971 y el libreto de Sordos ruidos oír se dejan (1971), un espectáculo de cabaret político. 
También  ese año se edita sus Cuentos Completos.
  
 En los años sesenta cuando la vida cultural se ponía en escena, comienza una etapa de modernización en el teatro con la irrupción de escritores y directores que dinamizan los escenarios de la resistencia: Roberto Cossa, Griselda Gambaro, Eduardo Pavlovsky, Carlos Somigliana, Ricardo Halac, Julio Mauricio, Alberto Adellach, Ricardo Talesnik, Oscar Viale, Sergio De Cecco, Juan Carlos Gené, Humberto Costantini, Jorge Petraglia, Francisco Javier, Carlos Gandolfo, Agustín Arezzo, entres otros. Convocados por el director teatral Augusto Fernández se habían reunido varios dramaturgos en ciernes. El pequeño departamento daba a la calle Sánchez de Bustamante. El motivo de la reunión era la lectura de las obras de dos de ellos. Cuando le llegó el turno a Rozenmacher se quedaron atónitos.

Desde el inicio los descolocó: cuando tomó la posta, comenzó haciendo la música que imaginaba para su obra, pero de una manera particular: la interpretó con la boca. "Me gusta cantar, soplar el trombón a vara y la trompeta, pero como no sé tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la boca", escribiría años más tarde.

Esa noche, ante el estupor de Emilio Jáuregui, Ricardo Halac y Roberto Cossa, Germán Rozenmacher leyó su primera obra teatral: Réquiem para un viernes a la noche. "Recuerdo que él empezó haciendo con la voz la trompeta, como sentía la música. No estábamos habituados a eso. ¿Qué es esto? ¿Cómo empieza? Lee, lee, lee... se termina la obra y quedamos todos impactados. Elogios. Después siguió Halac, ya ni me acuerdo qué era, pero no lo podíamos seguir", apunta Roberto Cossa.

Réquiem.. . se estrenó en junio de 1964 en el teatro IFT: tres temporadas en cartel, casi siempre a sala llena. Un éxito de la época.

Dos vertientes, entre las que se producían furiosas polémicas, marcaron el teatro de los años sesenta: realismo y vanguardismo. La primera vertiente, que había recibido el influjo de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, era el boom teatral del momento; el Instituto Di Tella fue la égida de la segunda.
"¿Quién hará la síntesis?", se preguntaba Rozenmacher por esos días, objetando el enfrentamiento. Y, a contrapelo de las prácticas de sus compañeros y amigos, iba al Di Tella.

"Lo que yo busco es expresar la verdad", decía casi con desesperación. Por eso, tal vez, no aceptó la dicotomía en boga durante la década.

"Crearon una conciencia artificial sobre el fenómeno, y en realidad no había ningún camino, ninguna escuela, ni nada; había un tanteo, simplemente, y no una bifurcación de rumbo en dos direcciones, como se empeñaban en establecer los gacetilleros", dijo Rozenmacher, apuntando a la crítica.

"No le quiero poner un rótulo a Germán. Era un poeta, un dramaturgo, y él mismo no se ponía rótulos. Lo que importaba en Germán era la energía dramática que tenía", dice Yirair Mossian, que dirigió Réquiem para un viernes a la noche en 1964.

Escribió también una adaptación de El Lazarillo de Tormes para quinceañeros, que se estrenó en 1971, y en colaboración -integrando el Grupo de Autores junto con Talesnik, Somigliana y Cossa-, El avión negro, que se presentó en el Teatro Regina en el setenta.

Respecto a esta obra el sociólogo Roberto Baschetti nos esclarece:

“El Avión Negro”, escrita por Cossa, Rozenmacher, Somigliana y
Talesnik, en la que Perón aparece como un fantasma o un producto de la
imaginación del protagonista –un muchacho ingenuo que toca el bombo- y
donde el propósito central del caudillo es frenar la lucha, traicionar las
promesas y abandonar a los ‘negros’ en el momento decisivo. La obra
teatral recrea la óptica de la desconfianza a Perón que alimentan las
izquierdas tradicionales, por más que no pueden negar que las condiciones
para la vuelta son cada día más posibles. Porque terminada la década de los
sesenta, una nueva generación política, con marcados componentes de clase
media, mucho de ellos hijos de antiguos adversarios de Perón, que se suma
a los viejos peronistas ‘combativos’, cree que la llegada del líder depende
estrictamente de la voluntad de lucha”
Pero más allá de esta interpretación “sui generis” dada por ciertos
intelectuales sobre el rol de Perón en las luchas nacionales, debe recordarse
que la Resistencia Peronista –con sus 18 años de lucha sin concesiones fue
el hecho de masas más importante de nuestra historia que luego de
muchos sacrificios, privaciones y persecuciones, logró el objetivo
propuesto: el regreso de Perón a la patria y a la presidencia de la Nación.
Y como parte de ese sueño hecho realidad, planeaba en el inconsciente
colectivo, aleteaba en miles de corazones, volaba en un sinfín de
pensamientos.  El Avión Negro. ¿De qué se trataba?
En 1955 después del golpe triunfante de la autodenominada “Revolución
Libertadora”, rápidamente rebautizada por las masas “Revolución
Fusiladora”, un mito surge y toma forma entre las grandes mayorías
obreras y populares proscriptas, reprimidas y hambreadas: El Avión Negro.
Esa aeronave con la que, según la ilusión popular, regresaría el General
Perón a la patria para encabezar la insurrección que lo depositaría
nuevamente en la Casa Rosada. Algunos hasta daban precisiones. El Avión
Negro iba a aterrizar en Tucumán y desde allí, desde el Norte, Perón iba a
encabezar la larga marcha de su pueblo, bajando hasta Buenos Aires, para
librar el combate final en aras de la victoria definitiva.

No pudo ver Caballero de Indias -para muchos, su mejor obra- y lo amargó bastante no poder estrenarla. Finalmente, doce años después de su muerte, se presentó en el Regina: fue el estreno más emotivo que presenció su esposa.

En la década del 80 Francisco Solano López, dibujante de El Eternauta, ilustró el cuento Cabecita negra  con adaptación de Eugenio Mandrini para ser incluido en el libro La Argentina en pedazos de Ricardo Piglia. Mientras que el director de cine Mario David realizó en el mismo período  una versión en video del cuento estrenada en el Teatro La Capilla.

Finalmente el Centro Cultural Ricardo Rojas instituyó en 1999 el Premio Germán Rozenmacher para dramaturgos jóvenes.



A manera de despedida queremos dejar testimonio de una de las crónicas periodísticas realizadas por Germán Rozenmacher para el semanario Siete DíasIlustrados. La misma fue realizada en julio de 1970.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           
¿REBELIÓN EN LA SELVA?


Chaco
La maldición del oro blanco

Pero si el drama del algodón parece desesperante, hay quienes viven en condiciones mucho más alucinantes que los colonos y cosecheros. La semana pasada, SIETE DÍAS se internó en el monte chaqueño por una picada abierta entre los quebrachos colorados, a 22 kilómetros de Los Frentones (un caserío plantado en el desierto, con ranchos de tablas y enormes cardones, cerca de la frontera con Santiago del Estero). Reinaba un silencio sólo interrumpido por el seco golpeteo de innumerables hachas invisibles; un chasquido monocorde al que respondía otro más lejano, como desgranando un código indescifrable.

Ramón Gilvera (47) estaba abriendo un claro en el monte; vestía una camiseta agujereada y una gorra pasamontaña. "Hace 3 meses que no nos pagan -informó-; pero nos dan alimentos en la tienda de obraje." Las manos de Gilvera conformaban un solo callo amarillento y estaban húmedas, como suele ocurrir con los enfermos de tuberculosis. "Yo tenía una cuñada aquí -dijo el hachero- y se enfermó; el médico dijo que era el Chagas y la mandaron a Buenos Aires. Como ve, sólo se consiguen enfermedades, pero plata... A veces nos querían pagar con cheques de fecha adelantada pero es como si no nos pagaran. Nosotros podemos sacar unos 450 pesos por día, cuando trabajamos; a veces, hasta 600, pero como no se ve un centavo, de quinientos hacheros que había quedaron cien." El trabajo de Gilvera comienza a las 4 de la mañana y se prolonga hasta el anochecer. En verano, el azote se llama calor, mosquitos y garrapatas. En invierno, fríos de cinco grados bajo cero. En cualquier estación Gilvera come una sola vez al día; el menú es invariable: tortilla santiagueña, hecha con harina y grasa (la harina cuesta 45 pesos el kilo; la grasa, 110), y vino (110 pesos el litro). Confiesa que le gustaría manejar una motosierra: "esa máquina que realiza el trabajo de diez hacheros juntos". Los únicos vínculos de Gilvera con el resto del país son una radio a transistores ("para seguirlo a Boca") y su postura política ("Yo soy de Perón. Desde que lo rajaron, todo se vino abajo y estamos cada vez peor"). Una lírica funcionaria que acompañaba a SIETE DÍAS empalmó el razonamiento del hachero con un pronóstico personal: "Perdé cuidado, Ramón, que esas manos que hacen sangrar las tuyas, algún día van a sangrar". Gilvera la miró, con una sonrisa: "¡Uh!... para entonces ya no voy a existir".

El mundo del hachero no puede abstraerse del panorama general del drama chaqueño.
 

En Resistencia, el meticuloso ingeniero agrónomo José Yurkevich (42, tres hijos), asesor de la Asociación de Productores Forestales, esgrimió esta comparación: "Del mismo modo que no hay política algodonera, tampoco existe planificación forestal. Es cierto que los hacheros viven muy mal, pero los 200 obrajes no están mucho mejor. No tienen dinero para pagar jornales dignos -explicó Yurkevich-; en el Chaco, siempre se dependió de las empresas industrializadoras de tanino, que fijan los precios sin preocuparse de los problemas del obrajero".

El más agresivo de los portavoces obrajeros es Miguel Cury (30, dos hijos), gerente de la Asociación dé Productores Forestales: "Aquí hay algo más profundo que la situación espantosa en que vive el hachero -explicó-: es preciso descubrir las causas. Todo se debe al enfrentamiento entre productores argentinos e industrias extranjeras". Para el quijotesco Cury "existen cuatro grandes empresas tanineras, de las cuales sólo una cuenta con cierto capital nacional". Además de denunciar la acción de La Forestal, acusó al ex canciller Nicanor Costa Méndez, "quien será próximamente el personero de una empresa de capitales ingleses". Según Cury, varios políticos de Buenos Aires, de diversa extracción, están vinculados a las empresas tanineras. Acusaciones al margen, Cury propone "humanizar el trabajo del monte; para lo cual es preciso atacar las causas: el obrajero es sólo el intermediario ante las sociedades anónimas de tanino". Si se promoviera la capitalización de los obrajeros, las condiciones en el monte -según sostiene la Asociación de Productores Forestales- mejorarían rápidamente. Pero, como sucede en el ámbito de las cooperativas algodoneras, faltan dirigentes empresarios. "Algunos obrajeros son tan analfabetos como sus hacheros -arriesgó Cury-; empezaron con un par de carros y hoy ni siquiera llevan sus libros. Pero es innegable que esos hombres construyeron el Chaco y con ellos hay que trabajar. Porque ésta es la ley de la selva -poetizó el vocero patronal- y siete chanchos del monte tienen que unirse contra el cazador: la salida está en la integración de sociedades anónimas locales." Para el obrajero Carlos Palacios (46, seis hijos), la presión económica de las sociedades tanineras es feroz: "Nosotros pedimos 3.700 pesos por tonelada de quebracho y ellos nos pagan 3 mil: la atomización de los obrajes impide defender los precios. El Chaco, que posee la mayor reserva de maderas tánicas del mundo, tiene una legislación que favorece a las sociedades extranjeras; aquí ni siquiera se propicia la creación de algo muy elemental: secaderos de madera; además, no hay créditos que estimulen al productor", fustigó Palacios.

Mientras las fábricas tanineras apenas emplean a 1.500 trabajadores, los obrajeros controlan a 12 mil hacheros que, con sus familias, implican una población de 60 mil personas. Además -según los productores forestales-, el tanino no es el único destino que puede recibir la reserva maderera del Chaco: Ferrocarriles del Estado, por ejemplo, que requiere dos millones y medio de durmientes anuales, y los altos hornos de Zapla, que consumen enormes cantidades de carbón vegetal, pueden permitir que los ingresos madereros queden en la provincia. Con todo, la situación del hachero no es la más infernal de las que soportan los pobladores chaqueños. Ese privilegio le corresponde al aborigen.

DE ESPALDAS AL ESTADO

"Soy comandante Rojas -exclamó el mataco en los arrabales de El Pintado, un pueblo de escasos 70 habitantes, ubicado en medio del monte, a 500 kilómetros de Resistencia, sobre la frontera con Formosa-. Me llamo comandante porque sí, porque ese nombre me gusta." Lo cierto es que el comandante Rojas vive entre unas ramas cubiertas parcialmente por un toldo de arpillera. Junto a él, un pastor evangélico, Juan Alberto (30, cuatro hijos), también mataco, reveló a SIETE DÍAS: "Con esto (sacó una Biblia del bolsillo) yo no tengo miedo". No sabía leer, pero "por el Evangelio, nosotros no tomamos más y estamos tratando de curamos el dolor de pecho". En algunas regiones chaqueñas, el 70 por ciento de los indígenas sufre de tuberculosis y el promedio de edad es de 45 años; la situación de los tobas y mocovíes es prácticamente la misma.

A 40 kilómetros de El Pintado existe una de las misiones católicas más singulares de América latina; se denomina Nueva Pompeya y funciona en un viejo convento franciscano, con torre de ladrillos sin revocar, que fuera construido a fines del siglo pasado. El sacerdote Oscar Agustín Cervera descubrió el año pasado a unos 4 mil matacos que vivían ignorados entre los montes de El Impenetrable, una inmensa espesura selvática que se prolonga, al oeste, hasta Taco Poco, y al norte, hasta El Pintado. Actualmente, en ese remoto rincón del Chaco, entre yaguaretés, leones americanos, víboras de coral, bolicheros que imponen su ley, aborígenes que se dejan morir bajo un árbol por una picadura de serpiente, se movilizan dos monjas de la Congregación Hermanas del Niño Jesús, que viven en el viejo y semiderruido convento franciscano. Una de ellas, sor Guillermina, acababa de viajar a Buenos Aires para volver con víveres e implementos; quienes la conocen, la vieron siempre "de pantalones y botas y con una pistola al cinto para defender al monasterio y a sus indios de los animales salvajes". SIETE DÍAS dialogó con su compañera, la hermana María Teresa Odiard (27, entrerriana), quien lucía remera, blue-jeans y una gran cruz sobre el pecho. "El sentido de nuestra consagración está al servicio de Dios, pero a través del prójimo -dijo María Teresa-. Hace un año, este monasterio era un mero depósito del almacén vecino." Centro de alfabetización y de primeros auxilios, la Misión es, además, proveeduría de alimentos; "en 400 kilómetros a la redonda no hay nadie más que nosotras para ayudar a esta gente a convertirse en seres humanos, con orgullo de tales". Las aborígenes, en cuclillas, tomaban sol contra la pared de ladrillos sin revocar, frente a la plaza con juegos infantiles rodeada por un par de casas, la comisaría y la escuela. Más allá, amenaza el monte, enredado de vinales, una planta que es plaga y tiene espinas como puñales: "por donde pasa el vinal -dicen los lugareños- la tierra se vuelve árida y no crece más nada".

Este es el panorama del norte chaqueño; un mosaico de parajes aislados que agonizan porque ningún gobierno les ha prestado ayuda. En rigor, y salvando diferencias de paisaje y durezas climáticas, ésa es la situación de todo el Chaco.

Tal vez, y como respuesta a ese desinterés, una de las más estentóreas cachetadas que aplicó la comunidad chaqueña al Estado nacional se manifestó en la creación de la Asociación Gabriela Mistral. Un grupo de 200 colonos del partido de General Güemes, cuya cabecera es Castelli, la fundó en 1959; compraron una avioneta Cessna, construyeron por su cuenta 16 pistas de aterrizaje e instalaron equipos de radio en todos los rincones de El Impenetrable chaqueño donde hay habitantes

Todo lo hicieron prácticamente sin ayuda Oficial. Hace algún tiempo, la avioneta se destruyó en un accidente, un tornado pulverizó el hangar, pero el nuevo Cessna 172 que por fin lograron obtener del gobierno provincial reanudó la tarea y ya invirtió 2 mil viajes sólo en el traslado de enfermos. Única en su tipo en todo el país, la Asociación Gabriela Mistral ni siquiera obtiene gratuitamente el combustible para surtir a su aeroplano. Con mezcla de tozudez y resignación, el presidente de la Asociación, Ricardo Todero (43, tres hijos), admitió: "Estamos acostumbrados a que nadie nos tome en cuenta. Si no nos arreglamos solos, ¿quién lo va a hacer por nosotros?" Sin embargo, viento de fronda soplan en la provincia: una tormenta reveladora de males mayores estalló hace unas semanas, cuando la Federación Económica provinciana, con amenazas de apagones y planteos a la gobernación, logró la renuncia del director de Rentas, el porteño Luis María Peña, quien se obstinaba en cobrar puntualmente los impuestos.
 

"El gobierno admitió que la descripción de las dificultades financieras era acertada -reveló en Resistencia a SIETE DÍAS el contador José Ozich (27), subsecretario de Hacienda y flamante director de Rentas-. Por lo tanto, se ofrecieron planes de financiación pero no se anularon los cobros impositivos."
Actualmente, tanto la Federación como las autoridades provinciales consideran que esa crisis fue superada. Pero nadie ignora que la tormenta desatada en torno al ex recaudador de impuestos fue sólo un efecto. "Las soluciones de fondo hay que buscarlas a nivel nacional -aseguró el coronel (RE) Miguel Ángel Basail (55, cuatro hijos), gobernador provincial-. Tratamos, por nuestra parte, de diversificar la producción agrícola, reduciendo las áreas de plantaciones algodoneras para evitar que los stocks no puedan ser colocados en el mercado."

La gran crisis algodonera se inició -según el mandatario- hacia 1950; actualmente, no es posible competir en el mercado internacional. "Estados Unidos subvenciona a su agricultura con la industria, y Brasil cuenta con mano de obra más barata; en tal sentido, el Chaco tiene dificultades para la exportación", detalló Basail, quien se preocupó en exaltar el aumento en la producción de sorgo ("Este año se obtuvieron 400 mil toneladas") y otros cereales. Además, acusó a las hilanderías porteñas de manejar el mercado y remarcó la participación de especialistas chaqueños en la confección de las bases del Fondo Algodonero; "algo que servirá para subsidiar la exportación de excedentes, a fin de que no queden stocks de años anteriores, como sucedió con las 40 mil toneladas que nos sobraron de la cosecha pasada". También fustigó a las sociedades tanineras: "Hay que exigir a esas empresas que paguen lo que corresponde".
De las 800 mil toneladas anuales de madera que produce el Chaco, más de 300 mil están siendo drenadas por los consorcios explotadores de tanino: "Hay que formar empresas locales de cierta envergadura -aconsejó el gobernador- para defender los precios". Luego desplegó ante SIETE DÍAS su obsesión preferida: la erección de una planta de arrabio, un tipo de acero muy puro. Los yacimientos están en Brasil y Bolivia: Basail -cumpliendo casi con un ritual- mostró un trozo de mineral que había tomado de una barcaza que bajaba por el río Paraguay. "El país utiliza ahora 130 mil toneladas de arrabio y un estudio de mercado prevé un consumo de 270 mil para 1975. Hasta ahora se lo importa totalmente -aclaró el gobernador-. Para alimentar nuestra planta de arrabio necesitaríamos unas 200 mil toneladas de carbón vegetal que el Chaco puede producir sin ningún problema", aseguró Basail. Eso obligaría a talar los montes provinciales, sumando tierras a la agricultura y la ganadería y provocando la radicación de industrias.

Para costear la anhelada planta de arrabio -dos altos hornos- se necesitan unos 4 mil millones de pesos viejos; "ya se está integrando una sociedad anónima mixta, con absoluto control estatal, cuidando, además, que el capital privado sea netamente argentino". El plan suena factible, como el proyecto de emplazar una usina hidroeléctrica en colaboración con Corrientes (para explotar energéticamente los Saltos del Apipé) o el de construir carreteras que vinculen al Chaco con el Atlántico (vía Brasil) o el Pacífico (vía Chile). Pero lo cierto es que, por ahora, las urgencias exigen salidas más inmediatas. Resistencia se ha convertido en una cabeza de Goliat que repite, en la provincia, el mismo mecanismo centralizador -con su cordón suburbano- que, con respecto al país, cumple la Capital Federal. En tanto, los chaqueños buscan soluciones provinciales que frenen el éxodo casi imparable. Para monseñor Di Stefano es necesario "que el slogan Radicación de Capitales sea suplantado por el más auténtico de Formación de capitales sociales de productores en base a las cooperativas zonales".
 

Para el chaqueño medio, la disyuntiva es de hierro: en la estación Retiro, Cesáreo Melgar (46, tres hijos), ex colono, confesó a SIETE DÍAS, apenas arribado a la Capital Federal: "La gente le pone un precio al sacrificio. Me aguanté el clima, las enfermedades, me aguanté todo. Pero tengo que comer, ¿no? Y entonces dije basta. Y aquí me tiene". Acurrucado junto a sus bártulos, sus hijos, su esposa y acosado por el tumulto y los empujones de la estación terminal, Melgar se atrevió: "Dígame, señor, ¿no sabrá de algún trabajito?".


EL EDITOR AGRADECE AL DIBUJANTE DANTE BERTINI LA ILUSTRACIÓN ESPECIALMENTE REALIZADA PARA HOJAS DEL ABANICO. 


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HUMBERTO COSTANTINI: UN “CACHO” DE BUENOS AIRES


Jorge Luis Borges sentenció que “Buenos Aires es una ciudad para ser querida y ser vivida, no para comunicarla a otros”. “Algunos me han llamado poeta de Buenos Aires. Lo soy en el sentido de que he querido dar una expresión poética de la ciudad, pero no creo haberlo conseguido”. Borges afirmaba que Baldomero Fernández Moreno era quien mejor representaba esa visión de la metrópoli: “Piedra, madera, asfalto / si me enterrasen bajo el pavimento / Piedra, madera, asfalto / en una calle del centro / Piedra, madera, asfalto / Casi no estaría muerto”.

Con estas valoraciones que tienen una honda emotividad, resulta difícil encontrar la definición precisa sobre el habitante que hoy transita la ciudad y su correlato de identidad con el puerto. Desde lo sanguíneo, esa mezcla que se fusionó con las células  hemáticas de españoles, italianos, judíos, árabes y criollos, trajo una suerte de “nación irritable” como la definió Homero M. Guglielmini en Alma y Estilo. En ese aspecto, está claro en el sentido de que, como sudamericanos, priva en nuestras almas la excitabilidad o impresionabilidad elemental sobre las estructuras evolucionadas de orden reflexivo. En realidad, el porteño antepone lo sensible a lo conceptual; la sagacidad al examen lógico; la viveza al análisis sistemático y a la labor penosa; el impulso a la determinación madurada; la corazonada a los juicios deductivos. La certidumbre de fe y el presentimiento español se transformaron en el pálpito porteño, “vivencias internas que no requiere circunstancias o pretextos fuera de sí misma”, como expresa Guglielmini, pues decir yo tengo tal pálpito es zanjar todo discusión determinante. El pálpito es “el único piloto fehaciente en el caos de la vida porteña y el único cuya posesión premia el porteño”.

“Nadie ha maldecido a esta ciudad como merece”, escribió Francisco “Paco” Urondo a principios de los años ’60, en un breve ensayo sobre Buenos Aires que se extravió en el mundo silencioso de los archivos. “Todo el mundo está descontento con ella y protesta y sostiene que desgraciadamente no tiene remedio.”

Más allá de las afirmaciones a que deberíamos agregar la de  Noé Jitrik:“Me empeño en rescatar hechos vividos allí como si tuvieran una textura heroica, siento a partir de mi recuperación que penetro en las hondonadas de la ciudad y la reduzco a la medida del sentido de mi vida. Así, en esa operación, Buenos Aires pierde agresividad, su muchedumbre no asusta, el anonimato que esgrime protege”; sirvan esta líneas para intentar una semblanza descolorida y atípica, caminando por esa calle Corrientes que Bernardo Ezequiel Koremblit definió como la “calle de los milagros”. El relato puede transformar este texto en diferenciado, malogrando los recuerdos de los memoriosos o desacreditando esa mística llorona a la que estamos acostumbrados, revelando cierta imagen caricaturesca de míticos personajes que tras la máscara carnavalesca de marcadas apariencias y alardes jactanciosos, mostraban un ser desnudo de alma. Aquellos críticos de una sociedad en transformación se preocuparon por advertir que esa Argentina portuaria tendría que encontrar su destino y debería alejarse del ropaje europeo. Sin embargo, la realidad no resultó ser tan fácil, el “estilo” fue más pregnante que la trascendencia y en la práctica las muestras de laboratorio  terminaron sin un análisis exhaustivo. La sociedad no es como uno desea, las vivencias y particularidades van modificando los modelos prefijados. Ni el tango, ni las grelas ocupan hoy el escenario porteño. Acaso Alberto Olmedo y Javier Portales sentados en un banco en plena calle Corrientes, dejando libre un espacio para que el transeúnte ocupe el centro de las miradas  y abrace a los personajes míticos, sea el testimonio más patético que la foto del celular registra piadosamente. Tal vez nos representen hoy las hordas de turistas, vestidos con atuendos tropicales, corriendo para alcanzar el bus turístico. Hay sin duda una nueva recalificación del ser porteño y no podemos negarlo. Por eso, cuando nos paramos y miramos atrás, observamos que las veredas están todavía con las pisadas frescas de muchos caminadores  de aspecto taciturno. Uno los detecta fácilmente, llevan un cuaderno en su mano que explota de poemas y relatos con historias cotidianas; son los narradores de cierta militancia que para el imaginario social de los sesenta postulaban al lenguaje como una forma revolucionaria de cambio. Derivados de la escritura social de Boedo izaban  la bandera de la vanguardia estética y política, creían convencidos que los libros tenían un valor que rivalizaba como bien de consumo con el perfume francés  e instaban el compromiso militante en el ámbito urbano.


Humberto Cacho Costantini (1924-1987) es un ejemplo de esos arrabaleros. Hablar sobre él es referirse a toda la generación que fusionó la pluma y el fusil, la revolución y la lucha. Poeta, dramaturgo, investigador y narrador, fue también médico veterinario, corredor de comercio, redactor publicitario y ceramista. Cantor y bailarín, conocedor de letras y de historias de tango. En las reuniones de amigos no faltaba una guitarra que acompañara su voz de reo en la milonga CheMarieta de Aldo Campoamor.
Aquí un poema suyo, escrito en 1973, donde Costantini rinde homenaje a uno de sus ídolos:

PICHUCO

¿A usted le asombraría
verlo tomar la posición del loto?
¿asumir la nirvana?
¿curar en sol mayor a los enfermos?

¿Usted diría que no
si tuviera un tachito con incienso?

Porque
¿quién lo va a discutir?
Si es ley antigua.
Si hay que zalameriarlo.
Protegerlo.

Porque
¿y si se disgusta?
¿Y si dice por ahí:
no le hago más variaciones a Recuerdo?

¿Y si en eso se va?
¿Y si agarra y se lleva
a Sur, a Barrio de tango y a María?

¿Usted se lo imagina?
¡Qué silencio!

Porque, está bien.
El dice que creció en Palermo.
Pero ¿y si no?
¿si vino del Olimpo?
¿Y si llegó muy pancho del infierno?

¿Y si un día lo viera
al abrir el estuche
en vez del bandoneón sacar la lira
y resultaba que era nomás Orfeo?

Por eso hay que cuidarlo.
Por las dudas.
Saberle los gruñidos.
Tocarle la papada.
Contemplarlo.
Quererlo.

Mire si se disgusta.
Si se embronca y se va.
Uh, ni pensar lo que sería el silencio.



Hijo único de inmigrantes judíos italianos, residió en el barrio de Villa Pueyrredón.  Joven aún se involucró en la militancia política, desde su época de estudiante se enfrentó con los fascistas de la Alianza Libertadora Nacionalista y militó en el Partido Comunista. Posteriormente se alejó por tener serias divergencias con la conducción burocrática y prosoviética. Consecuente con su «hacer lo recto...» fue su emotiva y profunda admiración hacia Ernesto Che Guevara. En los años setentaadhirió a la izquierda revolucionaria (Partido Revolucionario de los Trabajadores - Ejército Revolucionario del Pueblo), junto a otros escritores como Haroldo Contiy Roberto Santoro quienes, secuestrados por la criminal dictadura cívico-militar, aún permanecen desaparecidos. Cuando ellos se elevan desde sus historias, sus libros y su heroísmo, es imposible no detenerse a pensar en los dramas del país y en las heridas no cicatrizadas. Pero también, cuando esa generación asomó, se tuvo la certeza que se podía luchar por un cambio, por una idea y que lo único que se intentaba era romper con una historia nudosa.

Costantini fue un hombre que peleaba  con los sueños, tenía una formación de chico de barrio, su literatura desbordaba de personajes que uno solamente los veía en ese pequeño mundo, alejados del centro, preservados en su intimidad. Horacio González, ligado también al barrio de Villa Pueyrredón desde su infancia, rescata que no es fácil ubicar la obra de Costantini porque “desafía el modo en que se escribe la literatura argentina” y agrega:“En Villa Pueyrredón lo poco que conocíamos del debate de la literatura argentina, como destino barrial, sólo podía estar más cerca de Boedo que de Florida, aunque con los años se matizaría gradualmente”. Al releer los cuentos, González comprobó que aparece Villa Pueyrredón, tal como creía recordar, con dos colectivos sin los cuales no existiría el barrio: el 107 y el 217. “Villa Pueyrredón es un barrio sin destino literario, y sin embargo aparece en la literatura de Costantini, del cual no se habla mucho.”




Amante de la naturaleza y los animales, Cacho decide estudiar veterinaria. La carrera la vivió como una aventura, no tenía en claro si de esa profesión haría su medio de vida. Mientras tanto, escribe y espera publicar algún día. Una vez completado sus estudios, apuesta a ejercer la profesión en Lobería, en unos campos cercanos a la ciudad. Lo acompaña Nela Nur Fernández, su primera compañera, con quien tendría tres hijos: Violeta, Ana y Daniel.

En 1955 regresó a la capital.  Eran momentos duros y había que recurrir a todo tipo de estrategias para vivir. No olvida la literatura: escribe, corrige, vuelve a escribir diariamente, con una disciplina férrea, «atornillado a la silla», como solía decir. Su primer libro de cuentos, De por aquí nomás, se publicó en 1958 y a partir de allí una larga bibliografía que abarca todos los géneros literarios: novela, cuento, poesía, drama,  hasta su obra inconclusa: Rapsodia de Raquel Liberman en la cual, en tono bíblico, relata la gesta de una prostituta judía, esclavizada por la siniestra Zwi Migdal, quien se rebela contra este destino y deja su vida en ello.

En la solapa de la primera  edición de su primer libro, un Abelardo Castillo muy joven declaró que: “Costantini, pese a todo, es un caso singular. Todo cuentista, claro, todo escritor que narra el universo únicamente de a 10 páginas, lo es. Pero digo singular de otro modo, singular en su generación –Viñas, Beatriz Guido, Orgambide-, la que nos precedió, y donde los mejores, sólo escribían novelas, hacían literatura de evasión o eran poetas. Y donde los peores, si acaso escribían cuentos, nunca debieron hacerlo.”

Otras de sus pasiones fue el fútbol y algunos de sus cuentos tienen ese sabor de tarde de domingo.

INSAI IZQUIERDO

Pero dejá, pibe, qué me venís a preguntar por qué lo hice. A lo mejor un día, solito, te vas a dar cuenta. Ojalá que nunca, sabés, hay cosas muy fuleras. Además ya está hecho, qué te vas a amargar. Mejor rajá, en serio te lo digo. No ganás nada con quedarte, y de yapa te comprometés. Seguro que te comprometés, no viste los diarios. Ahí están, "insólita actitud antideportiva", "gesto indigno en un profesional". Y la hinchada, otra que gesto indigno, más vale no acordarse. Pero qué te voy a contar a vos si estabas ahí, la oíste. Como para no oírla estaba el asunto. Al que no oístes fue a don Ignacio. Ayer me llamó por teléfono, sabés.

Uh, lo hubieras oído. Le temblaba la voz. De entrada nomás me putió. Te anduve buscando para encajarte un tiro, me dijo. Me le reí. No se lo tome a la tremenda, don Ignacio, le digo. Cosas de viejo, vio. De viejo gordo y patadura, qué le va a hacer. Me volvió a putiar y colgó. Pero que el domingo me quería amasijar, ponéle la firma. El Cholo me lo vino a contar.

Que andaba echando putas por los vestuarios, hablando solo y manoteándose el sobaco. Y me podés creer, pibe, a mí no me importaba. Te juro que en ese momento no me importaba. Mirá, tenía ganas de volver y encontrarlo, reírmele en la cara, cargarlo, que sé yo. Estaba como loco, yo. Como en otro mundo. Fue el Cholo el que me sacó del estadio. De prepo, en cuanto terminó el partido. Me tiró un sobretodo sobre la camiseta y me metiò en su auto. Y a mí que me da por reírme, querés creer. Los nervios, supongo. Cruzaba las manos sobre el mate, así sabés, y gritaba gracias, gracias. Como en pedo, viste. Viste cuando estás en pedo y las cosas te patinan, y no te calentás por nada, bueno así. Pero vos no, vos no estás en curda, no es cierto. Entonces, decime qué hacés aquí. De veras, pibe, por qué no te vas. Que querés, hacerme ver que estás conmigo. Pero si ya sé que estás conmigo. Lo que pasa es que no te conviene. Cómo te lo tengo que decir. No salís más de la tercera, aunque seas un crack, aunque el sábado te metas cinco goles. No sabés lo que es don Ignacio, vos. Pensá si te llegan a ver en mi casa. No, del club no van a venir. Quién va a venir del club. Digo, periodistas, fotógrafos, vos sabés cómo son. Nos sacan juntos y después me contás la que se te arma.


Ayer nomás vinieron, ahí tenés. Y querés que te diga cómo los recibí, que plato, los recibí en piyama, medio en pedo, y regando las plantitas del patio. Ah, y con un funyi viejo que encontré por ahí, bien derechito sobre el mate. Les hubieras visto las jetas. Querían preguntarme, y ni sabían por dónde arrancar. Y yo, serio, sabés, con cara de jubilado, meta regar las plantitas y esperarlos. Al final me hacen la pregunta, y les digo que sí, que es cierto, que me retiro definitivamente del fútbol. Me arreglo el saco, toso y les largo: para atender mis negocios particulares. Entonces quieren sacarme una foto y me piden que me saque el funyi. No, les digo, el sombrero no, por el sol, me hace tanto mal el sol. Así, viejo, gordo y asmático, me puede agarrar una insolación, imagínense. Y me tiro chanta en una silla baja, resoplando y agarrándome la cintura. No Zatti, no nos haga eso, me dice el del Gráfico, y guarda la máquina. Buen pibe, una cara de velorio ponía. Así, como la que tenés vos ahora. Como la que tenías el domingo en la cancha, vos. No me vengas a decir que no, si te juné al salir del túnel. Llorabas che, o me pareció. Vamos pibe, que no es para tanto. Me ves cara de amargado a mí, vos. Y entonces. Es que vos no podés entender, sos muy pichón todavía.

Mirá, pibe, hay veces que el hombre tiene que hacer su cosa. A lo mejor es una sola vez en toda la vida. Como si de golpe, Dios te pasara una pelota, y te batiera, tuya, jugála. Entonces, qué vas a hacer, tenés que jugarla. Si no, no sos un hombre. Si no, no sos vos. Sos una mentira, un preso, qué sé yo. No sé cómo decirte. Como si en un cachito así de tiempo, se amontonara de repente todo el tiempo. Y entonces todo lo que vos hiciste, todo lo que vas a hacer no vale un pito, no interesa. Nada más que ese cachito de tiempo interesa. Nada más que ese cachitito así de tiempo interesa. Nada más que ese cachitito así de tiempo en que vos tenés tu pelota y estás solo, entendés. Claro, vos pensás que estoy un poco sonado.

Para peor lo de la insólita actitud y el gesto indigno. Pero no, no estoy sonado. Sí, ya sé que perdí cosas no me lo vas a decir a mí. Pucha si perdí. Pero no sé, a lo mejor algún día me vas a entender. Que querés más que un cuadro. Claro, uno empezó de abajo y fue subiendo. Ni se me pasaba por la cabeza jugar en otro lado. Eso que más de una vez me hicieron ver el paco. De River, de Méjico, del Real Madrid, y vos sabés que esto no es grupo. Pero a mí no me interesaba, aunque el club hubiera ligado en forma con la transferencia. Y yo nada, firme en el cuadro. Un año, y otro año. A que no sabés cuántos años. Ah, lo sabías. Sí, pibe, dieciséis años, nueve en primera, qué me decís. Claro que hubo momentos lindos, como si yo no lo supiera. Otra que lindos, gloriosos. Te acordás de aquella final con Independiente.

Dos a cero perdíamos. Íbamos por la mitad del segundo tiempo. En eso, Dalesio que me pasa la pelota sobre el banderín del córner. Primero se me vino Fuentes. Un jueguito de cintura y lo pasé. Entonces se me aparecen Liporena y Sambocetti a darme con todo. Nada menos que Liporena y Sambocetti, tipos con prontuario, te acordás. Cada nene había en aquella época que los zagueros de ahora son pastores evangelistas. La cuestión que me les voy a los dos, amago un centro con la derecha, y con la zurda le hago el túnel a Rodríguez. Camino dos metros, se la pongo en los pies a Díaz, y gol. Y sobre el pucho, el empate. Un tiro cruzado de Digregorio, y yo la mato con el pecho. Otra vez Sambocetti a la carrera como para estrolarme. Justo cuando lo tengo al lado, la subo de taquito y se la paso por encima. Ni la vio el rubio, pobre. Me adelanto, la vuelvo a agarrar de cabeza y bang, a la red.

Y a los cuarenta y tres minutos, pibe, la locura. Iglesias se la entrega con la mano a Mejeira, y Mejeira, de emboquillada, a mí, los dos al ladito del área nuestra. Yo camino unos pasos y se la vuelvo a Mejeira. Y él, lo mismo, un par un par de gambetas y me la devuelve. Yo la tomo de empeine, le hago la bicicleta no me acuerdo a quién, y otra vez se la vuelvo. Nos recorrimos la cancha de punta a punta. Así, a paseítos cortos, como dibujando. Él a mí, y yo a él. Llegamos casi a la puerta del arco. Yo amago un tiro esquinado, y de cachetada, otra vez a Mejeira. El gallego la empuja, y gol. Esa tarde, pibe, me trajeron en andas hasta la puerta de casa. Ahí fue que empezamos con lo de la bordadora, te acordás. Y claro que era lindo. Los pibes te miraban como a la estatua de San Martín. Los muchachos del café, puro palmearte y convidarte a la mesa. Hasta los hinchas de otros cuadros, sabés. Eso quién te lo quita. Tipos que te paraban por la calle. Muchachos que te seguían a muerte a todos los partidos. Y de pronto la guita, y la casa nueva. Y fotos en la tapa del Gráfico, en colores. Y a la tribuna que le daba por aplaudirme cada jugada, sabés lo que es eso. Y los de las revistas y las radios que te ponían al lado de Cherro y De la Mata. Y cada gol, que era una fiesta nacional. Te acordás, pibe, una vez armaron u muñeco que era una vieja bordando, y lo pasearon por toda Avellaneda. Después aquí en la puerta hicieron como una murga, y cantaban aquello de que vino la bordadora, te acordás. Cuántos años hace. Ocho decís, y sí, más o menos. Yo andaba por los veinticinco. Che, cuánto pesás vos. No, yo ya pesaba más, pero en aquella época no le hacía. Era otro fútbol. Qué tanto correr como un desesperado los noventa minutos. Decíme, hace falta, qué va a hacer falta. Pero, de golpe, a todos los directores técnicos les dio por ahí. Atletas por Europa. Y bueno, vos sabés, yo me aguanté como dos años de carreritas, y calistenia, y concentraciones. Pero don Ignacio ya me tenía entre ojo.

Claro, el quía se muequeaba la presidencia del club, y desde la comisión directiva, empezó con aquello de que había que renovar todo. Primero, la sede, después, las finanzas, y después, estaba cantado, la modalidad de juego, y por supuesto el equipo. Estilo europeo, decía. Fútbol europeo. Vos sabés cómo los embalurdó a todos con eso, no. Y ese año, en las elecciones, natural, don Ignacio Gómez, presidente. Lo primero que hizo, se trajo a aquel director técnico húngaro, cómo se llamaba, no me acuerdo. Y a mí me quisieron pasar a la reserva. Entonces me rajé. Te parece que yo lo iba a aguantar. Me apareció aquel contrato en Colombia, y a la semana estaba jugando en Bogotá. Cinco temporadas en Colombia, che

Que iba a hacer capote allá, cualquiera se lo palpitaba. Salvo dos o tres uruguayos y un argentino que había, los tipos jugaban un fútbol de la época de Colón. Y conmigo se enloquecieron. Sabés cómo me llamaban allá. La araña, me decían. A los dos meses de llegar le ganamos a Méjico, y ese año salimos campeones. Hicimos una gira por Europa, jugamos en el cuadrangular de Lisboa. Y nos peleamos dos campeonatos más. Los diarios, para qué te voy a contar, lo que menos decían era que yo era un fenómeno. Y los dirigents del club, sabés cómo m tenían. Fijáte, si yo me quedaba en Colombia, a lo mejor, todavía pero qué te vas a poner a pensar, si ahora estás aquí. Y vos sabés bien por qué estoy aquí.

Porque me fueron a buscar, te juro que a los cinco años me fueron a buscar, si no, yo no volvía. El húngaro ése, vos los viste, resultó un fracaso, y casi nos manda al descenso. Lo pusieron otra vez a Bruno, y don Ignacio se la tuvo que aguantar. Te imaginás la bronca que habrá tragado. Para colmo lo obligan a meterme a mí en el equipo. El, claro, tuvo que quedarse en el molde, porque, te imaginás, otra campaña desastrosa y chau presidencial. Y chau acomodo, y chau coima, y chau negocios con el gobierno. Así que el tipo hizo como si todo fuera cosa suya. Hasta lo declaró en los diarios, sabés. Que él personalmente había decidido mi inclusión para darle más fuerza a la línea de ataque, así dijo. Te das cuenta qué ñato, otra que ministro inglés. Así que para la gente, para los diarios, para todo el mundo, el responsable de mi vuelta era don Ignacio. Hasta a mí me la quisieron hacer trabar, fijáte vos.

Y a mí qué corno me importaba. La cuestión era que me habían ido a buscar, pibe, y entonces volví. Con treinta y cuatro encima volví. Pero contento, sabés. Volver a ser otra vez la bordadora. Y unas ganas de jugar en la cancha nuestra, y en la bombonera, y en la de River. Reírme un poco de estos atletas, y enseñarles lo que es el fútbol. Contento, aunque algunos diarios, al poquito de llegar nomás, me entraron a dar tupido.

Que estaba viejo, decían. Que estaba pesado. Que había sido un lamentable error incluirlo a Zatti, último exponente de un periclitado fútbol de filigranas, así pusieron. Me acuerdo bien porque leía eso, y pensaba, yo te voy a dar viejo, sí, te voy a dar último exponente. Vas a ver cuando agarre la pelota vos, y éstos y ése ni bien entren a no saber ni dónde tienen las patas. Esas cosas pensaba cuando me sacudían. Qué me iba a imaginar, pibe, que me iba a aparecer el viejo asunto de los meniscos. Fijáte si no es mala leche. Una caída pava en el entrenamiento, me revisan, y no hay vueltas, los meniscos salidos, tengo que operarme. Es, o no es mala lecha. Porque eso nomás fue lo que me mató. No, la operación no. De qué operación me hablás si quedé lo más bien de la operación. Quiero decir el descanso, el mes entero sin moverme, entendés, eso me mató. Yo tengo tendencia a engordar, siempre la tuve. Y un mes haciendo sebo, imagináte. Chupando un poco, fumando, comiendo en casa. Cuando volví al entrenamiento andaba con unos quilitos de más. Pero no era para hacer tanto escombro. Si jugué como siempre, y en la práctica me mandé un gol que mama mía. Hasta los muchachos me felicitaron.

Pero los diarios, dale con que estaba gordo, dale con que estaba jovato y que me agitaba al correr. De dónde carajo sacaban esas cosas los tipos, no sé. Me daba una bronca. Pero pensaba en la hinchada, y la bronca se me iba un poco, sabés. Vas a ver cuando Zatti se corte solo hasta el arco, pensaba. Vas a ver cuando el cemento se venga abajo al grito de dale bordadora. A la hinchada sí que no me la van a engrupir con lo de gordo asmático y último exponente. A lo mejor por eso estaba algo nervioso el domingo. Bueno, no nervioso, pero preocupado. Venir y reaparecer justo en una semifinal no es joda. Pero no fueron los nervios, ni la preocupación. Qué se yo lo que fue. La mufa, la mala suerte, andá a saber. De entrada nomás la pierdo boludamente frente a Rolandi. Después erro un tiro libre a dos metros del área que era como para colgar los botines. Después viene Kenny a marcarme de frente como un estúpido, y me la saca. Y después ya no lo veía. Es la verdad, qué te voy a macanear, si no veía una pelota. A vos no te pasa que alguna tarde no ves una pelota. Yeta, que sé yo, pero no la ves. Al principio te parece que es casualidad que otra jugada y te vas a rehabilitar. Pero después entras a correrla y a pifiar, y a descolocarte. Y no la ves, y no la ves. Y qué vas a hacer. Bueno, yo, el domingo andaba así. El único centro que me pasaron, que quedé corto en el pique, y la vuelvo a perder. Y ahí empezaron.

Dale gordo, compráte una motoneta, gritó uno y se fue como si lo estuvieran esperando. Porque al ratito se largaron todos, o a mí me parecía que eran todos. A dormir la siesta viejito, me gritaban. Vaya a regar las plantitas abuelo, me gritaban. Todo eso, y yo allí oyéndolo, sabés, tragándomelo todo, entendés lo que es eso. La hinchada me lo decía, nuestra hinchada. Como un campeonato era, a ver quién decía la cosa más chistosa.

En una de esas oigo algo de obeso, y de asmático, y me parece que me avivó algo. Me avivo de que por lo menos eso no lo habían inventado allí. Yo lo había leído, eso en algún diario y entonces quería decir que la hinchada, que mi hinchada, también se había dejado engrupir. O no se había dejado engrupir, y entonces todo lo que gritaban era cierto, yo era una especie de bofe. Porque, la verdad es que yo andaba cada vez peor. Ya ni me la pasaban, sabés, si parecía un poste. Es cierto que me agitaba un poco, pero no era eso. Era que sencillamente no la veía. Y tras que no la veía, los muchachos no me daban juego. Pero para ellos no les digo nada nada, está bien. Hay días que un tipo no anda, y no anda. Y entonces que vas hacer, vas a arruinar una jugada pasándosela, para qué, si igual sabés que el tipo la va a perder, de pura mala pata. Pero lo de la tribuna era alevoso. Hasta patadura me gritaron.

Patadura, a mí. Fue lo que más me dolió. Me acordaba de cuando me aplaudían cada gambeta, me acordaba del muñeco, y de la tapa del Gráfico, y te juro que lloré. Se me hizo como un nudo en la garganta y lloraba de bronca. Y era peor, porque con la bronca, y la desesperación por embocar un tiro, no veía ni medio. Qué decían en la radio. Está bien, no me digas nada, para qué, ya me imagino. Terminó el primer tiempo, y en el vestuario no hablé con nadie. Me quedé solo, amufado, con la garganta seca, y con aquél patadura golpeándome en los oídos como una locomotora. Cuando volvimos a la cancha, al subir el túnel, algo me pegó aquí con fuerza. Miré, y era una moneda. Me hice el gil, y al pasar te vi a vos prendido al alambre, y llorando, sabés qué pinta tenías. No me viste que te sonreí.

Bueno, empieza el segundo tiempo, y al rato, otra vez a chingarla, y otra vez los gritos, y las cosas jodidas, y las cargadas. Y claro, no me enderecé, por qué me iba a enderezar. Después vino el gol de ellos, y entonces, el apuro por igualar. Y a mí, con el apuro, se me vuelve a escapar una pelota servida, y vuelven los largá viejito, y a casa gordo, y sentáte asmático. Para peor la bronca esa que te enturbia la vista y no te deja ver nada. Ojalá que nunca lo pases, pibe, vos no sabés lo que es. Te gritan patadura, y a vos te vienen ganas de matarlos a todos. O si no, de morirte, en serio te lo digo. Porque después, ya ni la buscaba más. Ya ni esperaba que me la pasaran, qué sé yo.

Estaba ahí, parado, como un pavo, como una visita, como en otro mundo, decí que no. Si ya era un muerto yo, cuando de golpe, me apareció el tiro ese de Morante, vos lo viste. Todavía no sé por qué me la pasó. Se equivocó, a lo mejor. O lo salieron a marcar, y no le quedó más remedio. O a lo mejor de lástima, quién te dice. Lo que yo vi fue que Morante se la estaba por entregar al arquero, pero perdió tiempo y quedó tapado. Entonces me vio solo allí, junto al área chica, y apurado me la pasó. Un tiro corto, a media altura, justo para que yo se la devolviera de cabeza. Yo salto apenas, y en vez de cabecear, la paro con el pecho, la bajo, y la dejo morir quietita ahí en el pasto. Me acomodo para volvérsela en seguida, y en el momento que se la voy a entregar, no sé qué me pasa. Como una voz que me dijera, tuya, jugála.

Entonces, claro, sin saber bien por qué, la retengo. Y cuando Morante levanta el brazo pidiéndola, me hago el que no lo veo. Y en vez de devolvérsela, la amaso un poco, la toco, y empiezo a caminar para adelante. Allá, en la otra punta de la cancha, veía el arco contrario como si fuera un sueño, como si se terminara el mundo, allí una cosa de rara. Y yo, casi caminando, con la pelota pegada a los pies. Kenny, que estaba ahí cerca, marcándolo a García, me la vino a sacar como si se la sacara a un poste. Me ladeo apenas, sin soltar la pelota, le hago un movimiento de cuerpo, y Kenny queda pateando el aire, y se pasa de largo.

Oí algunos gritos, no muchos, desparramados por la tribuna. Y seguí. Entonces se vino otro, quién era, Rivas decís, si, me parece que era Rivas. Por atrás se me vino el loco, a toda carrera. Yo la paré, hice la calesita, no sé cómo me lo saqué a Ramos de encima, y me fui con la pelota. Ahí empecé a escuchar gritos pero gritos en serio, sabés. De toda la tribuna.

Dale, bordadora, solo, bordadora, escuché. Lo mismo que antes, cuando me llevaron hasta la puerta de casa. Pero la locura vino cuando lo pasé a Demarchi. Se me había prendido al lado con ganas de pecharme. Me paré en seco, Demarchi se descolocó, y yo empecé a trotar solo para el lado del arco. La oíste a la hinchada enloquecida. Querés que te diga una cosa, nunca la había oído gritar así, en serio, ni cuando la final con Independiente. Arriba Zatti, dale bordadora, todo el estadio gritaba, y parecía que reventaban las tribunas. Y yo engolosinado o abombado por esos gritos, cuando en eso, Righi que se me tira fuerte a los pies, y por poco no me la saca. A éste sí, te juro que no lo vi, qué sé yo, yo estaba de una manera especial, como sabiendo todo, como manejando todo. Y así, como en un relámpago, supe, la verdad es que supe que no me la iban a sacar. Mirá que se me tiró de planchazo, y yo, que casi sin mirar, me lo salto limpito por encima. Apoyo mal al caer, pero me quedo con la pelota, vos lo viste, no es cierto. Te juro que no sé cómo lo hice, pero salió. La tribuna se venía abajo. Ya ni sé bien cuántos pasé. A cuatro, o a cinco, me parece. A seis, me decís, sí, puede ser.

Me acuerdo bien que cuando el arquero se me tiró, yo me lo esquivé, y el tipo quedó en el suelo, pagando, y con el arco descubierto. Bueno, el delirio. Lo tenía ahí, para mí solo, al arco, sin que nadie tuviera tiempo a taparme. La oía a la hinchada gritando, ya enloquecida del todo con el gol que se venía. La oía, sabés, pero era como si la tuviera lejos. Como si no me gritaran a mí, sino a otro, cómo te puedo decir, a un tipo que yo no conocía. Y de golpe me pareció que todo eso de los gritos, y dale bordadora, y arriba Zatti, yo me lo estaba acordando o imaginando. Y que si paraba un cachito la oreja para escuchar mejor, iba a oír otra vez clarito, largá obeso, sentáte asmático. Todo eso me zumbaba en el mate cuando me arrimé hasta la entrada del arco. Me acuerdo que alcancé a mirar a la tribuna, y que, de golpe, me subió algo como una tremenda bronca. Porque la oí, te aseguro que la oí, la palabra patadura, como flotando sobre el cemento, por entre los gritos. Amasaba la pelota sobre la línea de gol, miraba y la bronca me crecía cada vez con más fuerza, se me apretaba en los dientes. Y en eso sentí, te juro que lo volví a sentir, el golpecito de la moneda aquí, lo mismo que al salir del túnel. Si, ya sé que no podía ser, pero yo, pibe, lo sentí, y justo cuando jugaba con la pelota por la línea. Entonces no sé qué me pasó. Campaneé a la tribuna, me reí, y de un guadañazo, tiré la pelota afuera, lejos. Tan lejos que el terremoto que venía de la hinchada, alcancé a verla llegar, picando, hasta el lateral izquierdo. Lo que no me gritaron.

Pechaban y querían voltear la alambrada para amasijarme. Todavía me parece estar oyendo el fulero crujir de los parantes, vos lo oíste. No faltó nada para que atropellaran, y pata que, en malón, se metieran en el campo. Más cuando al verlos así, furiosos, insultando y tirándome de todo, levanté la cabeza, me acomodé, y mandé un soberano corte de manga, tranquilo, mirando de frente a la tribuna. Y vos me preguntás por qué lo hice, dejá, pibe, ahora. Algún día lo vas a entender, qué sé yo, a lo mejor sos muy pichón todavía.


Esta suerte de relator deportivo intelectual lo muestra a Costantini en una faceta hondamente popular que lo acerca a muchos escritores preocupados por el deporte. En un texto muy esclarecedor, titulado Romance intelectual con la pelota, Hernán Brienza  nos ilustra:

La mala relación entre fútbol y literatura se inició en 1880 cuando el escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936) despreció a ese deporte y a "las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan". Y prácticamente desde esa fecha el desencuentro se hizo sostenido. Sin embargo, el recorrido de una buena biblioteca demostrará que no faltaron las gratas excepciones: en los años 20, el peruano Juan Parra del Riego y el argentino Bernardo Canal Feijóo escribieron "Penúltimo poema del fútbol" y Horacio Quiroga publicó "Suicidio en la cancha", un cuento sobre el caso real de un jugador de Nacional que se pegó un tiró en el círculo central de la cancha. De aquellos tiempos es el primer relato totalmente ficcional sobre fútbol en el Río de la Plata: la novela del francés Henri de Montherlant Los once ante la puerta dorada. En 1923, nada menos que en su meláncolico libro Crepusculario, Pablo Neruda escribió el poema "Los jugadores", y 12 años después, "Colección nocturna", incluido en Residencia en la tierra. Durante el primer medio siglo hubo escasos coqueteos de la literatura con el fútbol —una aguafuerte de Roberto Arlt sobre el Seleccionado Nacional y poco más—; quien entró a saco lleno en el tema fue el uruguayo Mario Benedetti con su ya célebre cuento "Puntero izquierdo", escrito en 1955, y publicado en el libro Montevideanos.

El llamado boom de la literatura latinoamericana se acercó al mundo del fútbol, no sólo desde la escritura sino también desde las tribunas. Tras un partido entre Junior y Millonarios, Gabriel García Márquez declaró: "No creo haber perdido nada con este irrevocable ingreso que hoy hago públicamente a la santa hermandad de los hinchas. Lo único que deseo, ahora, es convertir a alguien". Y el salvoconducto del futuro Premio Nobel dio resultados. Aunque, en realidad, ya por aquella época había salido del placard un gran número de escritores que se reconocían como hinchas de fútbol: el poeta gaditano Rafael Alberti —quien escribió "Oda a Platko", dedicada al arquero húngaro del Barcelona—, Miguel Hernández, Miguel Delibes, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Jorge Amado, Augusto Roa Bastos, Ernesto Sabato, Rubem Fonseca, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Rivadaneyro y Alfredo Bryce Echenique.

Pero la literatura no sólo ha dado hinchas al mundo: también se ha enriquecido de ellos. Albert Camus, por ejemplo, aprendió cuando era arquero en Argelia que "la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Esto me ayudó mucho en la vida... Lo que más sé acerca de moral y de las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol". A la pelota se le debe, entonces, El mito de Sísifo, Los justos y La peste.

A partir de los años 60 y 70 la lista de escritores que se animaron a escribir sobre fútbol se acrecentó considerablemente: el poeta brasileño Vinicius de Moraes escribió un célebre poema al puntero Garrincha, el español Camilo José Cela, sus Once cuentos de fútbol, el mexicano Juan Villoro, un texto sobre el maracanazo —el día que Uruguay le ganó a Brasil la Copa del Mundo en el estadio Maracaná— titulado El hombre que murió dos veces, Humberto Constantini, su relato "Inside izquierdo", y Leopoldo Marechal, elige la tribuna de un River-Boca para lanzar la batalla del protagonista de Megafón o la guerra. Mientras tanto, en Europa, el austríaco Peter Handke ponía la piedra basal con su novela La angustia del arquero frente al tiro penal —que poco habla de fútbol, es verdad— pero tiene una de las definiciones más bellas de ese instante crucial en un partido.

Podría hablarse de muchísimos narradores, pero vienen a la memoria las insuperables páginas de Osvaldo Soriano y la riqueza de textos de Roberto Fontanarrosa para cerrar este capítulo.

Volvamos a Villa Pueyrredón, hace un año, por iniciativa de la agrupación vecinal “Gente de Barrio” y un proyecto presentado por la legisladora Laura García Tuñón, se dispuso la colocación de una placa en la Plaza Martín Rodríguez, ubicada entre las calles Habana, Argerich, Pareja y Helguera, que lleva el siguiente texto:"Hombre de barrio ciudadano de esta patria poeta de nuestra lengua, intraducible y nostálgico volviste del infame exilio aquí. Nuestro amor, nuestra memoria, nuestro homenaje para vos: Humberto Cacho Costantini". Queda en evidencia esta actitud del hombre fusionado y anclado a un pedazo de tierra propio, unido a  la cosmografía de un espacio escénico saturado de personas comunes que viven y se desarrollan en ese círculo privado alejados de un mundo pretencioso. Costantini era parte de esa “comunidad terapéutica” a la  que poco le importaba las rutas turísticas europeas. A Costantini le pesa el barrio y no lo vive como carga.



Rosana López Rodríguez aporta en este aspecto su opinión calificada:“A pesar de haber tenido mucho éxito internacional, sobre todo en la década del ’80, Costantini no es conocido ni divulgado en nuestro país”. “Los críticos- prosigue- suelen advertir que la obra de Costantini está atravesada por la preocupación social, una tradición que conecta al autor con el boedismo y el realismo socialista. En nuestra historia de la crítica literaria tanto boedismo como realismo socialista están considerados negativamente. El boedismo es determinista, pesimista, miserabilista”. “Después de trabajar con los textos de Costantini, si hay algo que no aparece es este pesimismo, este determinismo para con los destinos de sus personajes”, agregó López Rodríguez. “Costantini  se desvinculó del PC justamente por las discrepancias con el programa del estalinismo, con lo cual tampoco se puede acusar a su obra de estalinista ni de haber tenido un programa dirigido por el partido. Todavía hoy la palabra realista es mala palabra, porque al realismo se lo entiende en un sentido superficial de imitación, de copia, de reflejo. No es el verdadero sentido que tendría que tener la palabra realismo, que debe ser entendida como representación de la vida con todo el movimiento que esa vida implica.”

Es interesante  valorar al Costantini confesional. Al hombre que nos habla sin armaduras, sin subterfugios.  No siempre uno puede dimensionar a estos creadores que logran hacernos calentar la sangre con sus palabras. Apuntamos una reflexión que engrandece la figura del autor:

DECLARACIÓN JURADA

¿Qué pretendo yo con mi poesía? Bueno, es tan fácil macanear en este tipo de declaraciones ¿no? O esquematizar. O decir una cosa por otra. O desembuchar las ideas que uno tiene sobre estética, o sobre política, o sobre la filosofía del arte en general...Pero me parece que sin querer se me escapó algo que es cierto. La poesía sirve para no macanear. Eso es. La poesía y el cuento me sirven a mí para no macanear. De eso estoy seguro. Para ser auténtico, humildemente, trabajosamente auténtico. Contar como veo, como siento algunas cosas, tratar de que alguien las vea y las sienta igual que yo. Sin pretender enseñar, ni adoctrinar, ni contrabandear ideas. Y para eso tengo simplemente que hablar con mi propia voz. Cosa bastante difícil como lo sabe cualquiera que ande metido en este asunto. Pero una vez conseguido eso, una vez que a fuerza de un largo trabajo de búsqueda, de desprendimiento, de humildad, qué sé yo, uno cree haber encontrado, en el fondo del alma o de las tripas, esa voz, los conceptos "bueno" o "malo", "poema" o "no poema" pierden totalmente vigencia. Se habla de un modo verdadero o se macanea. Y se macanea cuando, vaya a saber por qué, no se puede encontrar la propia voz.

Cuando me veo obligado a escribir un artículo, o un ensayo, o esto que estoy tecleando ahora por ejemplo, tengo siempre la fulera sensación de que estoy macaneando. De que podría afirmar todo lo contrario de lo que digo con la misma compostura y la misma sinceridad. En la poesía y en el cuento eso no me pasa. Sé que hay una única forma para decir una única verdad. Y que lo demás es una pelea con las palabras hasta encontrarla.


YANQUIS HIJOS DE PUTA


En realidad
sólo quería decir
eso.

En realidad, la vida
es,
pongamos por ejemplo,
una manzana.

Entonces,
uno la mira, la toca,
le hace fiestas,
la besa, le habla,
tal vez
hasta dibuja manzanitas
imitándola.

La quiere así, manzana,
rica, pulposa, viva,
indescifrable,
sabia.

Si la quieren romper,
si viene
un bicho, por ejemplo,
un yanqui hijo de puta,
para ser más precisos,
a matarla,
ya no se puede hablar
así nomás de la manzana.
Hay que matar al bicho,
es necesario
odiarlo,
destruirlo.

Es casi obligatorio
decirle hijo de puta,
decirle yanqui hijo de puta
todos los días, religiosamente
y encontrar la manera
de acabarlo.

Por amor a la vida,
simplemente.

En realidad
tal vez
no me he explicado bien.
Si uno tiene,
pongamos por ejemplo,
un amor, una cosa
que le anda por la piel
por todas partes.
Digamos
Buenos Aires.
Digamos
un octubre, un poema, una muchacha.
O digamos la esquina
de Nazca y Tequendama
los domingos, a las seis de la tarde.

(Estoy casi seguro
que había una esquina así en Santo Domingo
que había un viejo,
una silla,
un cielo inverosímil,
muchachos que volvían del fútbol,
señoras apuradas,
bocinas, qué sé yo
y tal vez
hasta un tipo solitario
como yo
me miraba)

Si uno tiene un amor entonces,
eso que le camina por la piel,
decíamos,
y pasa algo,
ocurre
que viene el mal, la peste, una desgracia,
o para no ir más lejos
vienen
los marines
idiotas,
los cretinos mascadores de chicle,
odiadores de todo lo que crece,
y desembarcan.

Entonces
ya no se puede hablar así nomás,
hay que matar la muerte de algún modo,
hay que pelear con rabia,
destruirlos,
salirles al encuentro como sea
y además
decir, decir hijos de puta,
decir marine yanqui hijo de puta,
decirlo y masticarlo
y enseñarlo a los chicos
como a un rezo.

Por amor a la vida,
simplemente,
me parece.


 
EL FUTURO

Qué lindo era el futuro,
el futuro
del pizarrón de cuarto grado,
todo hecho con tizas de colores
y una confianza buena,
de las viejas,
de esas que ya no se consiguen
ni pagando al contado.

Era realmente lindo, lindo
aquel futuro
del pizarrón de cuarto,
había chicos decentes
tomados de la mano
chicos con las orejas limpias
y las medias derechas
y los dientes seguramente cepillados.

Juro que era lindísmo
el futuro
del pizarrón de cuarto grado
Había toros, libélulas y ríos
había trenes, palomas y silos y aeroplanos
había campos y escuelas y edificios altísimos
había vacas y ovejas
bellamente pastando

Había una iglesia y un trigal
y un puerto con muchísimos barcos
Al fondo, por supuesto,
un ancho sol naciente en amarillo,
con sus ojos, su boca, su sonrisa
en realidad
bastante parecido
al de la tapa del cuaderno 'Sol de Mayo'
pero de todos modos era una maravilla
aquel futuro
del pizarrón de cuarto grado

¡Ah, si pudiera entrar en el futuro!
en el futuro aquel en seis colores
del pizarrón de cuarto grado
Cómo caminaría derechito
hacia el gordo sonriente en amarillo
acogedor, humano
Cómo andaría entre toros, libélulas y ríos
y trenes y palomas y aeroplanos

A lo mejor iría
tomado de la mano
de algún chico decente, buenito, bien peinado
Caminaríamos alegres y llenos de esperanza
porque, es claro...
el camino sería bello y fácil
como eran los caminos del futuro
en el lindo futuro
del pizarrón de cuarto grado

Sin barreras, sin piedras,
sin pozos, sin semáforos
nadie nos pediría documentos
ni nos requisarían baleros subversivos
ni nos sospecharían ladrones
o extremistas o infiltrados

Nadie nos metería, por supuesto,
en un atroz fantasmagórico Ford Falcon,
ni mucho menos iríamos a aparecer al otro día
junto a un montón de cápsulas servidas,
ni dirían los diarios
con sus letras chiquititas y su fea sintaxis
cosas como "se procedió a identificarlos"

No, no,
sencillamente no,
porque eso no figuraba para nada en el futuro,
porque eso la señorita no lo había dibujado
con borrador, y tiza y esperanza
en el prolijo y diáfano futuro
del pizarrón de cuanto grado
El cual como se sabe estaba todo hecho
con tizas de colores
con un redondo sol de Sol de Mayo
y una confianza buena,
de las viejas,
de esas que ya no se consiguen
ni pagando al contado.


ELLOS


Son tan bien,
tan irónicos,
tan finamente sabios,
que uno es un hotentote,
un perdonable bruto
innoblemente vivo todavía.

Ellos esperan,
ellos miran y esperan,
sencillamente esperan.

Tienen un aire dulce de bohemia,
un no sé qué elegante,
una sonrisa fría
(una vez escribieron doce versos
pero bah quién se acuerda),
un gesto roberteilor para ciertos asuntos,
te toleran.

(Te toleran creer, desgañitarte,
andar despellejado por el mundo,
te toleran hundirte hasta el no entiendo,
hasta el no puedo más,
o hasta las lágrimas.
Te toleran nacerte una mañana,
y asombrarte y reírte como loco
y seguirte y seguir
y adónde está esa vida y vengan cartas.
Te toleran tu angina, tus horarios,
tus deudas,
tu vino peligroso en ciertas noches,
tus camisas, tus ganas.
Te toleran morir cuarenta veces,
te toleran salir y enamorarte,
te toleran vivir loco de vida.)

Claro, tienen paciencia,
tienden redes,
dicen como diciendo todavía,
te ofrecen su fraterno aburrimiento,
te ofrecen lindos nichos,
te convidan.

A veces se insinúan sonrientes como putas,
tiran viejas carnadas,
te dicen que los otros,
que fulano,
es así
que vos en cambio...

Luego esperan,
te sonríen y esperan,
sencillamente esperan.

Yo no les tengo lástima,
quisiera
verlos chisporrotear en el infierno,
dando vuelta el manubrio de sus nadas,
bebiéndose sus muertes venenosas
como un aperitivo.



 
 
 
 
TAREA

Han de saber
que cuando en la oficina no hay trabajo,
yo trabajo,
trabajo como un negro,
sudo tinta,
ando detrás de pájaros azules,
me meto en grandes líos con los sueños,
me desangro en palabras,
salgo a cazar ballenas y crepúsculos,
domestico elefantes
(hay que ver qué furor el de la selva)
le explico al faraón cosas del tiempo,
hago el amor a veces,
lucho con los zulúes cuerpo a cuerpo,
tengo que abrirme paso en un perfume,
volver para las doce,
morirme,
andar recuerdos.
Tengo que hablar con Dios,
volverme loco,
lanzar varias proclamas de justicia,
escapar de la hoguera,
vestirme de jamás para un entierro.
No descanso ni un minuto,
me doy un gran trajín con las cigarras,
me cito con Lenin y arreglo el mundo,
llamo a larga distancia,
digo anote en mi agenda: Nazareno,
trato cosas del aire con gaviotas,
compro verdes, azules, amarillos
y los despacho por expreso al cielo.
Hago arreglo con nubes,
firmo tardes de otoño con llovizna,
corro a cambiar estrellas que andan flojas,
promuevo madreselvas,
dicto inviernos...

cuando el jefe me mira y dice ejem,
ya que usted no hace nada y tiene tiempo...



Costantini publica en 1963 su libro de cuentos Un señor alto, rubio, de bigotes, gracias al apoyo del Fondo Nacional de las Artes. Ocho cuentos integran el sumario de esta obraque lo proyecta dentro de su generación. El libro volvería a reeditarse en 1969 y 1972. Un señor alto, rubio, de bigotes es al decir de Abelardo Castillo el relato más discutible del libro. El que menos me gusta, pero el que - más allá de mi opinión, a lo profundo de  Costantini- vertebra temáticamente su obra.


UN SEÑOR ALTO, RUBIO, DE BIGOTES

Es aquí. Pero este ascensor... la portería... yo los conozco, me parece. ¿Cuándo vine yo aquí? ¿Una semana? ¿Un año? No puedo darme una idea. ¡He caminado tanto en este tiempo!

Además todas las oficinas, más o menos... Y los ascensores también. Subo a un ascensor y ya me veo buscando a alguien, preguntando, corriendo de aquí para allá. Sí ha de ser eso.

Y sin embargo... el tablero... las puertas... Yo esto lo conozco. Alguna vez estuve aquí, estoy seguro.

Bueno pero no interesa. ¿Dónde está la tarjeta? Es ésta. Señor García, de parte del señor Perrondo. Séptimo piso, oficina 712.

-¡Al séptimo!

... de esto algo tiene que salir... segundo... tercero... señor García de parte del señor Perrondo. Vamos a ver qué pasa.

... quinto... sexto... García de parte de Perrondo. García de part...

-¡Gracias! Y este pasillo también... pero ¿cuándo? ¿Cuándo?

Setecientos ocho, diez, doce. Es aquí.

-Buenos días señorita. El señor García por favor...

-Sí, como no señorita.

Los dos sillones, la mesita... el cuadro... el ruido de la máquina... pasos en el corredor...

Sí, yo le digo que soy amigo de Perrondo, ¡total!


... la corbata en su sitio, los puños... ¿Qué hora será? Y este dolor en el pecho que me joroba ahora. Bostezo, me miro las uñas. Espero.

El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa. Afuera pasos, voces... el ruido del ascensor... una bocina... ¡Pero todo eso lejísimo!... En otro mundo.

Aquí el tiempo lo cubre completamente a uno. Uno mismo es el tiempo. Creo que hace falta un poco de entrenamiento para sentir esto.

Antes me molestaba esperar. Ahora no. Me meto en la carpa, cierro todas las aberturas y espero. ¿Qué quiere decir "las diez y media"?

Pienso que esperar es una cosa importante. Algo así como una ocupación fundamental. Uno espera y cumple su vida.

¡Estoy macaneando! ¿Qué hora es? Lo que hay que hacer es mostrarse dinámico, optimista. Cara de triunfador. Así se consiguen las cosas. La corbata en su sitio, los puños, caminar erguido. Muy bien.

¡Pucha cómo tarda! ¿Se habrá olvidado de que estoy aquí?

El tiempo... García de parte de Perrondo. Yo lo conozco a Perrondo. Perrondo es amigo mío. ¿Del trabajo? No, de la familia. Amigo de la familia desde hace diez años. Eso es.

¿Se habrá olvidado? Diez minutos más y pregunto.

El tiempo...

-Señorita, ¿el señor García?...

-Ah... perdón, perdón. Pensé que se había ido... los sillones... la mesita... el cuadro...

¿Qué será este dolor? Juego con los dedos en la madera. Espero. No existe el tiempo. Me meto en la carpa...


…………………………………………………………………………………………


-Ah, sí, sí. ¡Gracias señorita!

-El señor García. ¡Encantado! Sciardys, a sus órdenes.

-Bien señor García... el señor Perrondo me indicó... me dijo que usted podría... es decir, me dio esta tarjeta para...

……………………………………………………………………………………………

La calle otra vez. No me gusta caminar por la calle cuando ando así. Sobre todo si uno tiene los zapatos gastados. Uno se mira los zapatos y está listo.

Además las paredes, crecen, crecen hasta el cielo, se amontonan allá arriba y lo aplastan a uno.

Llámeme dentro de dos meses. No, no. ¿Cómo era? Venga a verme de aquí un par de meses. Así me dijo. Y que lo viera al señor Bucini, director de "Radiar", de parte suya.

Todos los días, después de las catorce y treinta. Lavalle al mil quinientos. Lo veo hoy. ¿Qué hora es? No hay tiempo para volver a casa. Me quedo por aquí entonces. Lavalle al mil quinientos. Señor Bucini de parte del señor García...

Un espejo. ¿Para qué me habré mirado? Yo me imaginaba bien plantado, rozagante. Así como para presentarme y conseguir cualquier cosa. Me vi flaco, desgarbado... ¡y con una cara!... Cara como para que digan que no. Cara que invita a decir que no. ¡Mire señor, usted puede decirme que no, con toda confianza! No hay peligro de que me extrañe o que lo tome a mal.


¡Estoy acostumbrado a que me digan que no! ¡Dígalo señor! ¡Dígalo sin miramientos! ¿No ve que lo estoy invitando con esta cara a que me diga que no?

No, esas son pavadas. Si empiezo a pensar así no voy a ningún lado. Lo que tengo que hacer es componerme un poco antes de entrar. Una cuadra antes empiezo a sonreír. Así, ¿ves? Saco pecho... levanto la cabeza... camino ligero... tra la... la la. Eso.

La cara no quiere decir nada.

Pero este dolor... voy a tener que ir al médico un día de estos.


No, no hay que mirarse los zapatos.

Y las casas que se hacen más altas. Esas ventanas allá arriba que lo miran como despreciando. Como haciéndolo caminar a uno por una zanja.

Y la gente. Toda apurada. Todos haciendo algo... ¡Es horrible caminar así por la calle! ¿Dónde hay un café?

Bucini de parte de García, a las dos y media."Radiar" es una casa importante. Yo la conozco. Si este Bucini pudiera hacer algo...

¡Un café con leche, mozo!

Hasta las dos y veinte no salgo. De aquí a Lavalle al mil quinientos son diez minutos. Me quedo en el café. Cualquier cosa antes que andar por la calle haciendo tiempo. Están las paredes. Están los espejos en las vidrieras. Y además me veo los zapatos.


 Está la gente. Todos ocupados. Todos aprovechando los minutos. Haciendo cosas importantes. ¿Por qué no podré estar así yo? ¡Ocupado, ocupadísimo! Caminar rápido por el centro, o sentarme frente a un escritorio y hablar por teléfono. Decir por ejemplo: ¡vení a verme a las cinco en punto! Antes no porque estoy ocupado. Tenemos quince minutos justos para charlar. Y ¡plaf!, colgar el tubo. Señor Sciardys, ¿qué hacemos con esto? ¡Páselo a tal lado! ¡Pim! ¡paf! Con seguridad, con firmeza, ocuparme de cosas importantes...

¡Qué sé yo! Estoy cansado de vivir así esperando. Como si en el mundo, o en la vida, o en ese juego misterioso que tiene la gente, no hubiera lugar para mí.

Este dolor debe ser el cigarrillo. Empezó hace una semana y no me deja tranquilo. Cuando me canso un poco me duele más y se extiende hasta el brazo. ¿Justo ahora tiene que venir esto? Me da rabia porque me parece que me quita seguridad, que me deprime, y que todo eso se debe notar.

No, no se puede notar. Son ideas mías. Es cuestión de presentarse bien. De mostrar alegría. Señor Bucini, ¡encantado! Con soltura, con optimismo. Eso es lo principal.

Las dos y cuarto.

-Mozo, ¿cuánto es?

Caminar rápido. No mirar a los costados. No mirar los zapatos. No ponerse a pensar en las paredes. Las paredes lo aplastan a uno. Lo escupen desde las ventanas. Yo también ando apurado. Soy igual que la gente.

Es en esta cuadra. La sonrisa. Así, de oreja a oreja. Después la cara se acostumbra y uno parece sonriente.

"Radiar"...

-El señor Bucini por favor...


-Segundo piso. Gracias.

-El señor Bucini por favor. ¿Mi nombre? Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.

-Sí, gracias señorita.

La sonrisa. La corbata en su sitio. Caminar derecho. Espero. Me paseo.

-¿El señor Bucini? Sciardys, ¡encantado!

-Yo estuve recién con el señor García... el señor García me dijo... que viniera a verlo...


…………………………………………………………………………………………..


La calle. Las paredes. Estoy cansado.

¿Por qué hay tipos que tienen como una cáscara alrededor? Uno quiere llegar a ellos, acercarse, y es imposible. Pero mejor es que no piense en Bucini. Por aquí no hay nada que hacer. Eso es seguro.

De todas maneras me dio un dato. No creo que lo conozca a este señor Domingo Márquez. Ni siquiera me dijo que fuera de parte suya. Pero es un dato y hay que aprovecharlo. ¿Iré ahora? Sí voy ahora. Quién me dice que a lo mejor...

Además así las paredes no me atrapan. Me muevo, corro. Las agujas del reloj y la tacita de café no van a estar allí, mirándome, estudiándome, sabiendo cada cosa que hago y cada pensamiento que se me cruza. No me van a mirar cómo mato el tiempo.

Señor Domingo Márquez, gerente, Belgrano 774. ¿Qué se toma para ir?

-Señor, ¿para Belgrano al setecientos, por favor?

-Gracias.

No pienso en Bucini. No pienso en nada.

El colectivo. La gente que empuja. ¿Saldrá algo de aquí?

No alcanzo a ver la calle. ¿Dónde estamos?

Tengo que presentarme bien. Con soltura, con alegría, Márquez es un tipo importante...

-¡En la primera chofer!

Belgrano 774. Es allí enfrente. Cruzo la calle. Ahora ¡qué raro! No me duele nada el pecho.

El ascensor otra vez. Otra vez la sensación de estar corriendo, buscando a alguien.

-¡Al cuarto!

Sonrío. Me compongo el saco. ¿No habrá salido este Márquez?

-Sí, Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere...

-¿Señor Márquez? ¡Encantado!

-Mire señor Márquez, yo venía porque me enteré... me dijeron que había una posibilidad y entonces yo vine para preguntar, para ver si es posible...


…………………………………………………………………………………………….


¡Abajo!

Córdoba 2552. ¡Voy ahora mismo! El señor Otero. Esta vez me lo dijo bien claro. Otero con seguridad tiene algo. Vaya a verlo.

Sí, voy, voy ahora mismo. No quiero perder un minuto. ¡A ver si lo alcanzo! Córdoba al dos mil quinientos. Llego hasta Córdoba y de allí tomo cualquier cosa. ¡Rápido! ¡Rápido!

Señor Otero. Esta vez es seguro. Señor Otero. Córdoba al dos mil quinientos.

¡Ojalá no se haya ido todavía!

¡Quince minutos señor Otero! ¡Quince minutos y estoy allí! ¡Espéreme, por favor!

Se hace tarde. ¡Yo tomo un taxi! ¡Espere quince minutos más, señor Otero, no se vaya!

-¡Taxi!

-A Córdoba al dos mil quinientos, ¡rápido por favor!


Fumo. Miro la calle. Voy más rápido que la gente. Más ocupado. ¡Pucha, el tráfico! ¿Por qué no pasará de una vez?

La corbata en su sitio, los zapatos... no, no hay que mirarse los zapatos.

Otero con seguridad tiene algo. Así me dijo, ¡Gracias señor Márquez! ¡Y yo que casi no pensaba ir! ¡Cómo vienen las cosas, así, de pronto, cuando uno menos las espera!

Ya falta poco. Mil novecientos... dos mil... Llego justo a tiempo. ¿Estará todavía en la oficina? Dos mil doscientos... dos mil trescientos... ¡Ese camión que no deja pasar! Dos mil cuatrocientos... En la otra.

-¡Aquí nomás, cóbrese!

El saco. La corbata. Me arreglo los puños.

-El señor Otero por favor...


-¿Esta escalera? Gracias. ¿Se habrá ido?

-Buenas tardes señorita. ¡El señor Otero por favor!...

-¿Qué?... ¿No está?...

-¿Pero va a venir? Sí, sí, yo lo voy a esperar. ¡Cómo no!

-No, no, prefiero esperarlo aquí.

-Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.

-Sí gracias, señorita. ¿Usted me avisa cuando llega entonces?, porque yo no lo conozco...

-Muy bien, muy bien, espero nomás.

...Espero. No puedo quedarme sentado. Me paseo... las puertas... los sillones... el reloj...

Enciendo un cigarrillo.

Pero al rato me aburro de caminar y me siento. El sillón que se hunde... el techo... el ruido de las máquinas...

El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa... Pero el señor Otero vendrá en seguida. No hace falta la carpa.

Espero. Otro cigarrillo.

Me está doliendo el pecho otra vez. ¿Qué será esto?

Señor Otero, usted me va a salvar. Usted es mi esperanza, señor Otero.

El tiempo. Espero. Yo siempre espero a alguien.

Pero esta vez es seguro. Márquez me lo dijo bien claro.

El tiempo. Me meto en la carpa. Cierro todas las aberturas y espero.

El guardapolvo blanco de la empleada... el vidrio de la puerta... los dibujos del parquet...

¡Qué tarde se hizo!

...los ruidos de la calle... un timbre... alguien que tose...

Tengo miedo de que no pase por aquí. O de que la empleada se olvide.

El tiempo.

...El cesto de los papeles... pasos que se alejan...

Espero...


…………………………………………………………………………………………….


-Señorita... quería preguntarle..., ¿cómo es el señor Otero? Por si usted se va, ¿sabe? Así yo sé cuando él viene... lo saludo, me presento...

-¿Cómo? ¿Alto, rubio, de bigotes?

-Sí, sí, lo voy a conocer.

-Gracias, gracias.

Alto, rubio, de bigotes. El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes.

"Con seguridad tiene algo. Vaya a verlo."

Pero el tiempo me aplasta. Me borra la sonrisa de la cara. Me paseo. No hay que mirar los vidrios. No hay que mirarse los zapatos. La corbata en su sitio. Los puños.

¡Cómo me duele el pecho!

Es tarde. Oigo puertas que se cierran... oigo voces que dicen "hasta mañana"... Han apagado la luz en la otra oficina.

Un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio, de bigotes. Yo lo voy a conocer.

Me levanto. Me asomo al corredor. Oigo pasos en la escalera. Sube alguien. Debe ser él. Debe ser el señor Otero. ¡Por fin!

Lleva un traje azul... sombrero claro... lo tengo de espaldas... ahora se da vuelta...

No... no... me había parecido.

Espero. Tiene que venir.

Camino. El corredor... la baranda... Bajo la escalera.

¿Y si subiera en este momento? Me detengo.

Pero es mejor bajar. Es mejor estar abajo para verlo.

Bajo. Salgo a la puerta.

La gente... los autos... Se está haciendo de noche.

...¿eh? ¿Este que viene aquí? Es alto, rubio... ¡viene para este lado!

No... no tiene bigotes. No es el señor Otero.

El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio, de bigotes que me va a salvar. Va a hacer un lugar para mí en el mundo. Me va a quitar todos los problemas. También este dolor al pecho, ¿no es cierto señor Otero?

...un señor alto... tiene un portafolio en la mano...

No, no es.

La gente no entiende nada. No saben que estoy a punto de salvarme. Los pobres no esperan al señor Otero. Me dan lástima. Yo estoy mucho mejor que la gente.

...¿éste? Tampoco. Parecía, pero no es rubio.

Yo espero al señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes que tiene todo en la mano. Con seguridad tiene algo.

¡Y la gente no se da cuenta! ¡Pasan al lado mío y no entienden nada! Yo quisiera llamarlos, explicarles. ¡Eh!, ¡señor! Yo no estoy aquí haciendo tiempo, ¿me entiende? Antes sí, pero ahora no. Ahora estoy esperando al señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a salvar. ¿Usted no lo conoce? ¿No sabe quién es el señor Otero? ¡Verdaderamente es una lástima! Él podría ayudarlo a usted también! Sí, pero ahora yo lo estoy esperando. Él con seguridad tiene algo y me va a dar un sitio en el mundo, ¿sabe señor? ¡Gracias, gracias señor! No, no me felicite. En realidad es nada más que un poco de suerte. ¡Adiós señor!

¡Cómo tarda!

Los árboles parecen hombres que levantaran los brazos. La luna es un señor rubio que los mira como se agitan y se va acercando lentamente para calmarlos.

¿Por qué tarda tanto, señor Otero?

Yo no levanto los brazos pero también estoy agitado. Me duele el pecho. Quisiera llamarlo, señor Otero. Porque usted no sabe que estoy aquí esperándolo y por eso no se apura en llegar. En traerme la calma que usted tiene con seguridad en la mano.

Es muy tarde. Es de noche y usted no viene.

Pero yo lo voy a esperar. Yo lo voy a conocer en seguida.

...la gente... los negocios que cierran.

¿Qué tengo en el pecho? ¿Por qué me duele más ahora?

Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a quitar este dolor del pecho, que va a llegar lentamente para calmarme.

Los hombres siguen de largo. Ninguno es un señor alto, rubio, de bigotes. Son gente como yo. Andan apurados. También se miran los zapatos. También necesitan de usted señor Otero. ¿Por qué no viene?

Si usted no viene yo me voy a quedar aquí toda la noche, levantando los brazos. Y la gente va a preguntar: ¿qué pasa? Y yo les voy a decir que lo estoy esperando a usted, señor Otero. Y entonces todos van a levantar los brazos, y se van a agitar, y todos lo van a llamar a usted para que venga a calmarlos.

¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿No dijo que vendría? Me lo dijo bien claro la empleada.

Los árboles... Los árboles se mueven, levantan los brazos...

¿Eh? Sí, es él. Cruza la calle. Viene para este lado.

Sí, sí, sí, no hay duda. Es el señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes.

Camina despacio... viene hacia aquí...

-¡Buenas noches señor Otero! Yo lo estaba esperando. Me dijeron que usted tiene algo y yo venía para que usted...

¿Cómo señor Otero? ¿Qué lo acompañe a su oficina? ¡Sí, sí, cómo no señor Otero!

Me pasa la mano por el hombro. Me trata como a un hijo. Me dice que me quede tranquilo...

¿Pero cómo sabe mi nombre señor Otero?

¿Todos los problemas señor Otero? ¿Todos los problemas? ¡Gracias, señor Otero! ¿También este dolor al pecho? ¿Pero usted cómo sabe?

¡Me duele, me duele mucho ahora! No se sonría. Es cierto. Casi no puedo caminar.

¿Qué pronto se me va a pasar todo? ¿Cómo puede usted saberlo señor Otero? ¿Cómo supo que me dolía terriblemente el pecho?

Yo simplemente quería una ocupación. Algo así como un sitio en el mundo.

No, no se sonría. No me mire así. Yo le hablo en serio. Lo que ocurre es que hace mucho tiempo que espero. ¡Siempre corro de aquí para allá! ¡Busco, busco! Y de pronto me lo encuentro a usted.

¿Todos los problemas dice, señor Otero?

¿Por qué se sonríe?

Pero... usted...

No, no, no, no puede ser, no quiero nada. Yo quiero irme.

Y el pecho me duele. Se me cierra.

Las cosas se borran. Se hacen oscuras.

¿Por qué lo veo solamente a usted? Usted que me mira sonriendo, me toma del brazo. Conoce mi nombre.

¡No, no, yo no quiero!

Usted es...

Un señor alto, rubio, de bigotes, que es...

Que me sonríe, que me toma del brazo.

¡No quiero! ¡No no no!

Me falta el aire. ¡Déjeme ir!

¡No, no, no, no quiero! ¡No quiero!...


En 1964 Costantini incursiona en el teatro con su obra Tres monólogos que será reeditada en 1969. En 1966 aparece su libro de poemas Cuestiones con la vida que tendría un notable éxito y sería reimpreso en 1970, 1976, 1982 y 1986. Durante 1970 Costantini publica dos obras: Una vieja historia de caminantes(cuentos) y Hábleme de Funes (tres novelas breves) que fuera llevada al cine.


Cacho Costantini ya no era un desconocido. Su posición ante la vida lo mostraba como “peligroso” para los grupos de poder. Dos nuevos textos los hacen más rebelde aún, Libro de Trelew, narración épica de 1973 y Más cuestiones con la vida, un poemario que publica en 1974.

En 1976 Humberto Costantini es perseguido y debe exiliarse en México. Allí continúa su obra y obtiene premios importantes. Padece el exilio «que lo obliga a pasar lista diariamente a sus seres queridos como si a la ciudad la asolara un tifón...». Conduce talleres literarios y publica, hace programas de radio y se enamora. Como dijo a su regreso: «En fin, viví».

Escribe, entre sobresaltos y escapadas en casas clandestinas, a horas impensadas, la novela De dioses, hombrecitos y policías que publica en México y con la que obtiene el Premio Casa de las Américas. De ésta novela dijo Julio Cortázar, me encanta lo que Humberto Costantini hace y tengo mucha confianza en su trabajo. Para mi él es un escritor muy importante.

De dioses, hombrecitos y policías -reeditada en 1979, 1984 y 2009- pone en primer plano la circunstancia de un intelectual de la época, al haber sido escrita entre el campo minado de la persecución y el tembladeral del exilio.

Transcurre 1981 y regresa al teatro con Una pipa larga, larga, con cabeza de jabalí.


En 1983 arriba  a Buenos Aires  después de 7 años, 7 meses y 7 días de exilio. Creo que he vuelto a nacer. Aquí estoy y aquí me quedo, confiesa. Camina por la ciudad, conversa con las paredes de su barrio y con los viejos amigos de la infancia, atorrantea boquiabierto por las calles que había olvidado.

Animado presenta en 1984 su novela La larga anoche de Francisco Sanctis y en 1985 un conjunto de cuentos bajo el título En la noche. Vuelve al teatro con Chau, Pericles -1986- y se aboca a completar una novela de largo aliento que no termina.

Pero nada le será gratuito, contrae cáncer, enfermedad que lo lleva a la muerte -a los 63 años-  la madrugada del 7 de junio de 1987. La noche anterior había trabajado como cada día, aprovechando el leve bienestar entre quimioterapias, en su novela La rapsodia de Raquel Liberman, de la cual alcanzó a completar dos tomos.

Su obra ha sido publicada en varios países e idiomas, entre otros en alemán, checo, inglés, finlandés, hebreo, polaco, sueco y ruso.



El porteño de Villa Pueyrredón, sigue caminando por esas veredas tranquilas, observando las casas bajas con jardín y viejas charlatanas en las veredas que aún lo miran pasar. Hay todavía olor a comida casera, a jazmín, a perfume barato en algunas polleras. El “Cacho” se deja llevar por el clima de una historia hecha a pura melancolía, a recuerdo triste de un tango que resuena mientras la vida sigue, sigue sin demora.


 

EL PRÍCIPE, LA PRINCESA Y EL DRAGON

Es un mediodía tibio y luminoso de setiembre cuando a Ricardo Estévez se le ocurre, de pronto, la palabra miseria. Ningún hecho concreto que la justifique, ninguna asociación de ideas más o menos razonable. Simplemente la palabra miseria saltándole en su pensamiento como una pelota de goma o una luz de bengala.

Entonces, Ricardo Estévez, que está caminando un poco cabizbajo, y también un poco encorvado, por la calle Murguiondo, en dirección a Avenida del Trabajo, se pone a deletrear, así, minuciosamente, calmosamente, esa palabra, casi hasta sentir en su boca todo su viejo, empalagante sabor. Y se admira, realmente se admira, de cómo una palabra, una sola palabra, puede resumir con maravillosa exactitud, toda la opinión que Ricardo Estévez tiene de sí, del mundo, de la vida. Y, hasta cierto punto, su hallazgo le provoca una especie de acre y humillante regocijo.

-Porque, vamos a ver -piensa, mientras cruza la calle Echandía y echa una ojeada hacia Murguiondo para ver si se acerca su colectivo-, vamos a ver qué otra palabra, frase, discurso o lo que diablos sea, puede expresar mejor este lindo resultado de durar, sí señor, de durar, de subsistir como un... (y vagamente señala los adoquines, los ladrillos envejecidos de algún muro, algún papel sucio, atascado en una boca de tormenta). Y como sin querer ha hecho un extraño gesto con la mano -una especie de ademán de recitador escolar- y le parece que una señora que está echando llave a la puerta de su casa lo mira como a un bicho raro, se siente inmediatamente avergonzado, y prosigue su camino tratando de adoptar un aire de compostura y de aplomo.

¡Pero qué compostura ni qué aplomo! Ricardo Estévez, que justamente ayer ha cumplido cuarenta y siete años, y que hace sólo cinco minutos se hallaba concienzuda y melancólicamente entregado a sus habituales preocupaciones acerca del sueldo, de la familia, de su tos tabacal, de la mensualidad del banco, de la hepatitis crónica, etc. (todo eso en medio de un dolor de cabeza y de un malestar al hígado que le provoca náuseas) ha oído -bajo juramento se puede afirmar que ha oído- esa palabra, la palabra miseria, como venida desde afuera, como si ella estuviese calificando globalmente e inapelablemente toda su vida, cayendo de golpe sobre sus pensamientos como un gato sarnoso arrojado en medio de un jardín.

Y, naturalmente, el sueldo, la familia, la mensualidad del banco, etc., junto con su dolor de cabeza y su malestar al hígado, se le aparecen de pronto bajo una luz tan opaca y miserable que sus hombros se hunden un poco más, y sus manos gesticulan vagamente como explicando, como disculpándose, como tratando tal vez de quitarse de encima esa cosa que lo aprisiona, que se le adhiere al cuerpo y a la ropa como una jalea.

Para colmo, al pasar frente a la librería y juguetería que hay en la cuadra siguiente a su oficina, ha mirado de reojo la vidriera, y ha visto. ¿Qué ha visto? En primer lugar, su propia imagen: un individuo flaco, macilento, casi calvo, que lo mira entre imbécil y malhumorado, desde atrás de sus anteojos. En segundo lugar... un príncipe. Pero así: un joven príncipe de rica vestidura azul y empenachado yelmo que, montado en un caballo blanco, arremete, espada en mano, contra un horripilante dragón, mientras una princesita de largas trenzas rubias lo observa desde lo alto de una torre. Y todo esto, como una burla, como una insidiosa burla de su destino, sobrepuesto, metido en su propia imagen, a media altura entre el pecho y el abdomen, en la tapa de un libro expuesto en la vidriera del negocio.

Ricardo Estévez cree de pronto comprender el significado de esa burla, de esa jugarreta infame de su destino. A su vida gris, monótona, estúpida, sin acontecimientos, a aquél, a su destino, se le ha ocurrido enfrentar (¡ah, pero con cuánta malicia!, ¡con cuánta refinada crueldad!) ese mundo prodigioso, rico, colmado de aventuras. Como si alguien, valiéndose de uno de esos trucos mágicos del cine, hubiera querido proyectar juntos, sobrepuestos en un mismo plano, los sueños maravillosos de la niñez, y la imagen de una mezquina, agobiante realidad.

Ricardo Estévez soporta entonces la burla; admite que sí, que efectivamente, su existencia es opaca y estúpida hasta el punto que se la quiera imaginar; que la palabra miseria, aparecida sibilinamente en medio de su pensamiento, se presta de un modo admirable para definirla; en fin, que un tipo, cuyos afanes y preocupaciones van de la mensualidad del banco al sueldo, y del sueldo a la hepatitis crónica, no se lo puede calificar de otra cosa que de mísero o de estúpido.

-Es así -admite-, pero... (y aquí insinúa una especie de defensa, no se sabe bien si ante el autor de la jugarreta, ante sí, o ante el príncipe azul) pero ocurre, mi estimado señor -dice-, ocurre que el mundo en el cual me ha tocado vivir es también espantosamente estúpido y espantosamente miserable. Ya no existen dragones, estimado señor, y tampoco existen princesas encantadas, ni príncipes dispuestos a...

Y empieza así, como sin querer, uno de esos maniáticos, empecinados y silenciosos discursos que, a fuerza de aburrimiento, de neurastenia y de timidez, se han venido haciendo cada vez más frecuentes, casi habituales en él, sobre todo durante los últimos años. Un formalísimo discurso, el de ahora, acerca de las lamentables condiciones en que se desarrolla su vida, y acerca de las ningunas posibilidades que jamás ha tenido para mostrar el "verdadero fondo de su espíritu", que tal vez sea -dice, y ¿quién puede afirmar lo contrario?- imaginativo y audaz, y tal vez ha estado siempre y esté aún dispuesto a acometer las más temerarias aventuras...

-Porque no se trata de andar por esos caminos del mundo, pibe -continúa, y ahora es evidente que se la está tomando con el príncipe-, no se trata de andar por los caminos del mundo, despreocupado y feliz, montado en un caballo blanco, y a la espera de princesitas que desencantar y dragones que combatir; se trata, mi querido, de soportar con un mínimo de dignidad una vida, en la cual lo más horrible, lo más espantoso, es que nunca pasa nada. Se vive, se dura, se aguanta en alguna forma hasta que se puede aguantar y ya está. ¡Ah!, sí, claro que para pelear con un dragón hace falta coraje, decisión y todo lo demás, estoy de acuerdo. Pero yo te pregunto: para combatir diariamente, ¿entendés lo que te digo, pibe?, diariamente, contra un ejército de hormigas o de bichos babosos, ¿qué es lo que hace falta?

Y así, continuando su especie de arenga, llega, de razonamiento en razonamiento, a pretender demostrar (al joven príncipe, según parece) que él, el príncipe, con todo su arrojo, su linda pluma azul y sus poéticas hazañas, no es más que un afortunado mortal, algo así como un chico mimado (un pibe con suerte, le dice) al cual el destino ha querido facilitarle las cosas, colocándole bonachonamente en su camino princesitas y dragones, en lugar de jefes con mala leche, sueldo que no alcanza, hijos que mantener, dolor de cabeza, malestar al hígado, etc., enemigos tanto más terribles y más poderosos cuanto que el combatirlos no produce gloria ni recompensa sino solamente cansancio, lástima de sí mismo y, por si fuera poco, en el fondo, muy en el fondo, una viva, dolorosa nostalgia por esas portentosas aventuras, las cuales, justamente por esa decisión arbitraria del destino -y eso es lo doloroso- le estarán para siempre vedadas.

-...pero que uno, pibe, se sabe capaz, entendeme bien lo que te digo, capaz de acometer y llevar a buen fin, como vos o como el más valiente y emplumado de los caballeros, ¿no lo creés?

Y quién sabe a dónde hubiera ido a parar con todo eso si no fuera que en ese momento se está acercando a la esquina del matadero y ve, al extremo de la calle, el familiar color marrón y verde de su colectivo. Entonces se olvida instantáneamente de su discurso, se dedica a hurgar el fondo de los bolsillos en busca de las monedas para el viaje y se dispone a ubicarse dócilmente en la fila. Pero como al palparse el saco nota que se le han acabado los cigarrillos, decide demorarse unos segundos, y acercarse hasta el quiosco que está allí, en la esquina, a pocos pasos de su fila para comprarlos (primer detalle).

Mientras repite varias veces su marca -el viejo del quiosco, caramba, parece un poco sordo- y mientras espera, además, que le entreguen el vuelto -el viejo del quiosco no termina nunca de contar las monedas- el colectivo se ha mandado mudar, y a Ricardo Estévez no le queda más remedio que suspirar y esperar el otro (segundo detalle).

Son las doce en punto del mediodía. Un viento tibio balancea blandamente los árboles. La calle entera vibra de luz, bajo un cielo azul, purísimo, sin una nube. Aspira fuertemente el aire: es un aire vivo, denso, cargado de ese olor animal que llega de los corrales cercanos y que lo envuelve como un enorme aliento.

Se ubica frente al cordón, enciende un cigarrillo y, entrecerrando los ojos para protegerse del sol, se pone a mirar distraídamente la calle, la esquina. Nada de particular: hay tres muchachos en la puerta del café, hay un hombre con traje marrón, y hay una chica con guardapolvo blanco. Están: el cielo, los árboles, dos mujeres que hablan entre sí, un auto que pasa lentamente junto al cordón, un grupo de peones del matadero, allí enfrente, un vigilante que compra el diario en el quiosco.

¿Nada de particular? Y no, verdaderamente, nada de particular: el vigilante le grita chau al viejo del quiosco, trota hacia el otro lado de la calle agarrándose la cartuchera, trepa a un ómnibus y se va; algunos de los peones cruzan y vienen hacia el café; el hombre de marrón, que está parado a un metro de la chica de blanco, le habla casi sin mover los labios, y la chica -nueve o diez años a lo sumo- le contesta si mirarlo, con la mirada fija, en cambio, hacia el extremo de la calle; los muchachos bromean en voz alta; el viejo del quiosco cabecea de sueño; el auto vuelve a pasar lentamente muy cerca del cordón. Ve que es el mismo auto.

Ricardo Estévez empieza a barruntar algo, algún detalle, tal vez un poco... un poco extraño, pero quiere, a toda costa quiere convencerse de que no, de que no ocurre nada de particular, de que a lo mejor su imaginación, o el sol, o el dolor de cabeza, le están haciendo ver..., bueno, ver cosas que realmente... Pero, ¡cómo podría ser de otro modo! ¿Acaso no están ahí los muchachos, apoyados en la vidriera, riéndose fuerte, bromeando? ¿No están ahí las mujeres hablando como siempre? Y los peones del matadero, ¿no han pasado casi junto al hombre de marrón antes de meterse en el café? ¿Será posible entonces que sólo él pueda ver, no, ¡qué ver!, adivinar, intuir oscuramente eso que -algún recóndito sentido se emperra en decírselo- está sucediendo en la esquina? Y será posible que nadie, ni los muchachos, ni los peones, ni las mujeres, ni el viejo del quiosco, nadie sino él, alcance a percibir nada, lo que se dice nada?

Ricardo Estévez, inquieto, tembloroso, ha dejado escapar el segundo colectivo. Recostado contra la pared, simulando esperar no sabe bien qué cosa, se pone a observar al hombre de marrón: es un tipo de aspecto realmente siniestro, ¿cómo no se dio cuenta antes?, puede distinguir su frente estrecha y abultada sobre los ojos, y los ojos pequeños, turbios, con algo así como unas lagañas en el ángulo interior, la piel oscura y la pelambre abundante, la nariz y la boca como de macho cabrío, y las manos anchas, fuertes, velludas. Se lo siente poderoso bajo su traje marrón, con algo de animal en su mirada y en su porte...

Bueno, sí, está bien, todo lo siniestro que se quiera, pero, de todos modos, ¿no estará viendo un poco de más? ¿No estará exagerando las cosas porque sí? El hombre se paró allí, cerca de la chica, eso es cierto, pero ¿no habrá sido por pura casualidad? ¿Y le estaría hablando a fin de cuentas, o simplemente le habrá parecido?, ¿se lo habrá imaginado a fuerza de, qué se yo, de temer, de desconfiar? ¿Y lo del auto? Lo del auto, ¿no pudo haber sido una coincidencia y nada más? ¿Es tan extraordinario, después de todo, que un auto pase dos veces por el mismo sitio? No hay que tomar las cosas...

Pero no, no; le habla, evidentemente ve que le habla, sí, y de una manera particular, insinuante. No es la forma común, hay que admitirlo, de dirigirse a una chica, a una criatura casi. Hay algo de ambiguo, algo de repugnante en la actitud del tipo, y de esto puede darse cuenta cualquiera.

Además... además el auto ha vuelto a pasar, muy despacio junto al cordón, y no es coincidencia, no es coincidencia entonces. Ricardo Estévez ha visto, o ha creído ver, una seña casi imperceptible del hombre de marrón al hombre que maneja el auto. Y ve también cómo el auto, por tercera vez, sigue su camino, lentamente, pero sin detenerse.

Tiene entonces como un relámpago de repentina lucidez y recuerda cosas, cosas oídas quién sabe cuándo, viejas historias turbias, aterradoras, difíciles de creer, alguna noticia perdida en algún diario, algún terror lejano de su niñez; y percibe de pronto y con absoluta claridad dos hechos: primero, la presencia, la viviente y palpable presencia de un mundo oscuro, inconfesado, terrible, casi se atreve a llamarlo demoníaco, sin cabida hasta hoy en su mundo (gris sí, mísero sí, pero claro, entendible, Dios mío, terrestre, hecho a su medida de hombre). Mundo subterráneo que irrumpe violentamente en su propio mundo como vomitado desde las tinieblas. Y segundo: que él, Ricardo Estévez, evidentemente, y también un poco sorprendentemente, el único que lo ha percibido y lo ha reconocido a ese mundo, es quien debe intervenir, hacer algo.

Siente entonces un extraño hormigueo en las rodillas y en las manos. El corazón le golpea con fuerza. Súbita y milagrosamente se ha curado de su dolor de cabeza y de su malestar al hígado. Todo su cuerpo (¿pero no era decrépito?, ¿no era miserable?) está como en tensión, excitado, dispuesto no sabe bien todavía a qué. ¿Miedo?, sí, tal vez un poco de miedo, no lo niega, pero eso no cuenta mucho ahora, porque ha visto al hombre de marrón que se ha acercado un poco más a la chica; le habla y, de tanto en tanto, mira en la dirección por donde se acercará el auto. Todo de manera sutil, simulada, casi sin gestos; hasta el punto que ninguno de los que están allí alcanzan a darse cuenta de nada. Ricardo Estévez los mira y los vuelve a mirar como esperando un milagro, como esperando que, de un momento a otro, se rompa ese misterioso encantamiento que les impide ver eso que él, que sólo él, con una agitación que va en aumento, está viendo.

Pero ve que el viejo del quiosco se ha dormido, y que los muchachos en la vidriera del café siguen charlando, fumando, mirando desaprensivamente hacia la calle. Tal vez podría acercarse a ellos, hablarles, explicarles, y entonces todo sería más fácil, más lógico. Casi está por hacerlo cuando se detiene de golpe. Y... si éstos también fueran... -alcanza a pensar mientras los mira aterrorizado, y oye a sus espaldas el ronroneo apagado de un motor.

Se da vuelta y sí, es el auto que vuelve. Por eso el hombre de marrón se ha acercado a la chica casi hasta rozarla con el hombro. ¿Y ella? ¿Pero será posible, esta tonta, que no atine a nada, que no grite, que no se defienda? Se queda allí en cambio, como aturdida, como hipnotizada. Es... es algo raro, tortuoso, algo que a Ricardo Estévez le provoca una sensación de asco y de espanto al mismo tiempo. Una serpiente... -piensa- así deben hacer las serpientes para hipnotizar a los pájaros. Imagina los movimientos lentos, sinuosos, la malla invisible que los va aprisionando hasta dejarlos totalmente inmóviles, sin defensa.

Ve el auto que viene marchando lentamente junto al cordón. Tiene la portezuela de adelante abierta. Ve cómo, el hombre de marrón, con un solo y firme movimiento, medido y enérgico, la acerca, la arroja casi contra la portezuela.

No se puede explicar cómo, pero Ricardo Estévez se encuentra junto al hombre de marrón, agarrándolo de un brazo, gritando, intentando malamente golpearlo.

La chica se separa bruscamente del auto, y huye corriendo en dirección a Echandía.

Recién entonces siente el brazo del hombre de marrón entre sus manos: un brazo ancho, firme, nervudo. Ve su mirada animal fulminándolo con rabia, y casi espera, ésa es la verdad, casi espera, mientras intenta unos golpes torpes, ineficaces, que el otro se le abalance para castigarlo ferozmente, para estrangularlo, para matarlo.

Pero en cambio no, con sorpresa ve que el otro no responde a sus golpes, que lo mira durante una fracción de segundo, y mira al auto con impaciencia, y tiene un momento de vacilación, hasta que, con un empujón violento, lo desprende fácilmente de sí, lo lanza como a un muñeco. Ricardo Estévez siente chocar con fuerza su espalda y su nuca contra el tronco de un árbol. Dolorido y mareado todavía alcanza a ver cómo el hombre de marrón se dirige rápidamente hacia el auto; ve cómo apoya un pie en el estribo, y se agacha, y se toma de la portezuela como para subir.

Pero bruscamente se vuelve y se le acerca. Trae -recién cuando lo tiene encima puede verlo- un pequeño cuchillo en la mano.

Ricardo Estévez siente el dolor del puntazo en el vientre, sólo unos segundos antes de ver cómo el auto se aleja, no a mucha velocidad, por Avenida del Trabajo.

Todo fue increíblemente rápido. Tanto que nadie, ni los muchachos que estaban allí, a pocos metros, se han dado cuenta de nada.

Recién cuando se desliza hacia el suelo, apoyado contra el árbol, apretándose el vientre con las manos, algunos, con curiosidad, se le acercan. Apenas con tiempo para oír cuando, pálido, muy pálido, pero sonriendo, antes de desmayarse alcanza a murmurar:

-¿Has visto, pibe?


A partir del año próximo, el sumario de Hojas del Abanico se ampliará con la incorporación de destacados narradores latinoamericanos.

El equipo de Abanico les desea Felices Fiestas .




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ABANICO LATINOAMERICANO
PEDRO LEMEBEL





Nace en Santiago a mediados de la década del ´50. Pedro Lemebel es escritor, artista visual y cronista. Cada fase (o actuación) de su identidad creadora (o performativa) está trazada sobre el paisaje de la cultura chilena de la resistencia desde una distinta transformación suya. Como Pedro Mardones (su nombre paterno) había obtenido el primer premio del Concurso Nacional de Cuento Javier Carrera en 1982, y su primer libro de relatos, Los incontables, es de 1986. En una entrevista, ha reconstruído esa primera transformación: El Lemebel es un gesto de alianza con lo femenino, inscribir un apellido materno, reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti (1997).

La transitoriedad del género como protocolo discursivo subrayará, como un flujo de investigación poética, la otra escena, la del género como sexualidad transgenérica, fluída y antiprotocolar. En efecto, en los años 80, cuando la literatura había sido marginalizada por los aparatos de la dictadura (un período que según Carmen Berenguer hace volver a la palabra oral, al recital, a los nuevos recintos de una comunicación posible), Pedro Lemebel y Francisco Casas fundan el colectivo de arte "Yeguas del Apocalipsis" (1987). En una actividad que fue a la vez paródica y sediciosa, estos escritores convertidos en actores de su propio texto, en agentes de una textualidad en devenir (ni dada ni por hacerse, pura transición burlesca), desencadenaron desde los márgenes (desde la homosexualidad pero también desde el bochorno irreverente) una interrupción de los discursos institucionales, un breve escándalo público en el umbral de la política y las artes de lo nuevo. Su trabajo cruzó la performance, el travestismo, la fotografía, el video y la instalación; pero también los reclamos de la memoria, los derechos humanos y la sexualidad, así como la demanda de un lugar en el diálogo por la democracia. Quizás esa primera experimentación con la plástica, la acción de arte...fue decisiva en la mudanza del cuento a la crónica. Es posible que esa exposición corporal en un marco político fuera evaporando la receta genérica del cuento...el intemporal cuento se hizo urgencia crónica..., recuenta Lemebel. Entre 1987 y 1995, "Yeguas del Apocalipsis" realizaron por lo menos quince eventos públicos. Ese último año, Lemebel publica su primer libro de crónicas, La esquina es mi corazón.

Esta nueva transformación del artista/escritor no será, sin embargo, un mero proceso de alguien en busca de su mejor expresión o su voz más personal. Esa mitología lírica no se aviene con el caso de una figura hecha en cada instancia de su actuación tanto por su medio como por su público. Lemebel ha radicalizado la "metamorfosis" del artista romántico en el "travestismo" de identidades del artista postmoderno. Por lo mismo, no nos extraña ya que el deslumbrante barroquismo del hombre de la esquina roja (el paseante de paseo escandilazado) se transfigure, en su siguiente libro, Loco afán, Crónicas del Sidario (1996), en un relato ensayístico crítico y festivo, entre la anotación de filósofo volteriano (Pedro por su casa) y el humor carnavalesco que no deja piedra sobre piedra (Pedro desfundante). En ese proceso performativo de la escritura intersticial (hecha entre géneros, entre medios, entre públicos) las crónicas más recientes de Lemebel están dictadas por el tiempo y la voz suscintas de la radio (tiene a su cargo el programa de crónicas "Cancionero" en Radio Tierra).

Lo más patente es el carácter postmoderno del quehacer (o quedeshacer) de Pedro Lemebel, empezando por su radical cuestionamiento de la sociedad neoliberal, donde se reproduce una ideología represiva; y siguiendo con su práctica desbasadora de los dualismos estructurantes de la normalidad excluyente. Pero lo más original de su trabajo está en la vehemencia de su ejercicio de la diferencia. Esto es, en su formidable capacidad y talento para generar la hibridez. Quizá el travestismo que baraja identidades operativas, el carnaval que canjea escenarios equivalentes, los géneros que se ceden la palabra gozosa, la performance que es una ocupación de espacios monológicos y la sexualidad espectacular que no se ahorra ninguno de sus nombres, se configuran en esa hibridez, que es el eje de la escritura misma. Un escritura de registro tan metafórico como literal, tan hiperbólico como social, y cuya fusión (o fruición) es de una aguda poética emotiva. Guadalupe Santa Cruz ha dicho que Lemebel escribe con "la espléndida tinta de la mala leche." Escribe con desamparada ternura; o sea, con minuciosa ferocidad.


Lo notorio de esta escritura es el barroquismo. O su variante lúdica, que Severo Sarduy llamaba, con autoironía, lo pompeyano. Porque se trata aquí no de un barroco de la proliferación de lo inmanente, donde el objeto es generador de la abundancia; sino de una gestualidad barroquizante, cuya traza viene y va de la oralidad. El barroco es, por ello, la forma elocuente del coloquio, como si la realidad sólo pudiese ser comunicada en su reelaboración, ligeramente absurda o cómica, vista con la distancia irónica que merecen los espectáculos de íntima discordia. Aunque Lemebel ha dicho que detesta a los profesores de filosofía ("Me cargaba su postura doctrinaria sobre el saber, sobre los rotos, los indios, los pobres, las locas"), la conversación a que nos concita no está exenta del filosofar de la época, hecho desde las afueras, en los límites institucionales; en ese "borde con encaje," que reconoce como la cornisa de su arte.

Foucault anota en su Historia de la sexualidad que un interlocutor le protesta a Sócrates traer a la conversación ejemplos extremos. Aún más extremado, Lemebel podría haberle provisto a Foucault de mejores ejemplos sobre la indiferenciación genérica, que ya entretuvo a Lezama Lima en su Paradiso a propósito de la androginia original platónica. Ejemplos que, en el barroquismo reflexivo y el sincretismo oral del chileno, desafían a la taxonomía sexual; ya que en estas crónicas des-urbanizadoras se nos habla de locas, colizas, maricas, maricones, homosexuales, transgenéricos, travestis, pero todos ellos/ellas son equivalentes en la nomenclatura "gay," la que rehúsa la normatividad modernamente impuesta como diferenciación sexual.

Pero lejos de cualquier complacencia en la generalización de las diferencias (que las convierte en mera acusación, por ejemplo, en las por otra parte estremecedoras memorias póstumas de Reinaldo Arenas), Lemebel desarrolla en su barroquismo de sobretono popular una certera resistencia al rigor taxonómico, que así como cartografía el espacio de la sexualidad, busca imponer un lenguaje de la contabilidad. En la crónica chilena del fin de siglo, este filósofo natural nos dice que las estadísticas son otro lenguaje de la burguesía modélica, del capitalismo como programa único y del triunfalismo economicista. Ese discurso es una ocupación y un vaciado del futuro; o sea, una negación de los más jóvenes, de los muchachos pobres que recorren la esquina: "Herencia neoliberal o futuro despegue capitalista en la economía de esta "demosgracia." Un futuro inalcanzable para estos chicos...Por cierto irrecuperables, por cierto hacinados en el lumperío crepuscular del modernismo... Oscurecidos para violar, robar, colgar si ya no se tiene nada que perder y cualquier día lo encontrarán con el costillar al aire... Nublado futuro para estos chicos expuestos al crimen, como desecho sudamericano que no alcanzó a tener un pasar digno. Irremediablemente perdidos en el itinerario apocalíptico..."("La esquina es mi corazón").


Por eso, en Censo y conquista Lemebel propone una subversión popular no contra el poder establecido sino contra su funcionalismo mecánico, el censo. Escribe: Hay que ponerse la peor ropa, conseguir tres guaguas lloronas y envolverse en un abanico de moscas como rompefilas, para evitar los trámites del sufragio.


Como siempre, el fluir cotidiano se le torna hipérbole, espectáculo, apocalipsis, en un proceso de inducciones (lógica socrática y sobremesa metódica): De esta manera, las minorías hacen visible su trágica existencia, burlando la enumeración piadosa de las faltas. Los listados de necesidades que el empadronamiento despliega a lo largo de Chile, como serpiente computacional que deglute los índices económicos de la población, para procesarlos de acuerdo a los enjuagues políticos... Una radiografía del intestino flaco chileno expuesta a su mejor perfil neoliberal, como ortopedia de desarrollo. Un boceto social que no se traduce en sus hilados más finos, que traza rasante las líneas gruesas del cálculo sobre los bajos fondos que las sustentan, de las imbricaciones clandestinas que van alterando el proyecto determinante de la democracia.

La crítica, por lo tanto, se sostiene en la puesta en duda que reinicia una práctica popular de resistencias. La matemática de la marginalidad, nos dice el cronista, no sirve a la pobreza, sino todo lo contrario. Y de esa premisa, como si leyera en el texto natural de su tiempo permanentemente travestido, concluye con una pragmática latinoamericanista, de remoto origen nietzcheano y cierta entonación deleuziana: Acaso herencia prehispánica que aflora en los bordes excedentes, como estrategias de contención frente al recolonizaje por la ficha. Acaso micropolíticas de sobrevivencia que trabajan con el subtexto de sus vidas, escamoteando los mecanismos del control ciudadano. Un desdoblaje que le sonríe a la cámara del censo y lo despide en la puerta de tablas con la parodia educada de la mueca, con un hasta luego de traición que se multiplica en ceros a la izquierda, como prelenguaje tribal que clausura hermético el sello de la inobediencia.

En verdad, si el mundo incaico fue burocrático y decimal, el mapuche no fue ni federal ni frentista, para evitar que el estado le exigiera reciclarse y no demorar más la modernidad; por añadidura, y aunque nuestros países están llenos de conservadores que no tienen nada que conservar, el mercado como espacio de libertad se torna irrisorio para quienes no tienen nada que vender o comprar. Y, en fin, las estadísticas demuestran con sus promedios que en el papel siempre somos menos pobres de lo que en realidad somos. De cualquier modo, quizás los pueblos marginales (los flujos de migrantes, de excluídos, de jóvenes expulsados del sistema) sean ya indocumentables, apenas un cálculo proyectivo entre los que nacen y los que mueren, esa contabilidad del mapa neoliberal.


Así, como si fuera ya tarde para las taxonomías y los censos, Lemebel acude al barroquismo en un gesto característicamente latinoamericano: la cultura de la resistencia responde no con la economía de la nominación puritana sino con el exceso de la renominación metafórica; no con la simetría apolínea de la forma armónica, sino con la hibridez informalista y el "salto por el ojo de la aguja" (propuesto por Vallejo, retomado por Lemebel). Responde también con el sobredecorado, el rizado, la voluta. Pero no solamente resiste y responde, también reapropia con apetito y crea con hambre. Como el último "filósofo autodidacta" (que en la carencia humana aprende a leer la escritura de su tiempo, asi como el viejo filósofo aprendía a leer en la naturaleza la escritura divina), Pedro Lemebel nos enseña a reconocer también la fuerza de esas reapropiaciones y de esas hambres. Desde ellas, piensa el presente como un proceso irresuelto, hecho en las restas de la violencia pero así mismo en las sumas de la pasión.

Todavía en su última transformación, Pedro Lemebel se nos aparece convertido ahora en cronista anti-criollista (porque el criollismo latinoamericano es una apoteosis del lugar común, una representación complaciente y acrítica, que en Chile y en Perú lo asume ahora el entretenimiento televisivo). Y ha sido aún más explícito al descartar los teletones populacheros entregados a preparar el hot-dog o la empanada más grandes del mundo con el propósito deportivo de ingresar al disparate de los récords, el Guinness. Con el mismo espíritu crítico con que refuta el censo, rebate ahora la competencia nacionalista del super-sandwich como metáfora de un Chile del primer mundo. Como Carlos Monsiváis, que en los tiempos del gobierno de Carlos Salinas denunció los costos de la retórica primermundista para un país que se precipitaba, más bien, en las evidencias; Pedro Lemebel fustiga directamente la implicancia política de esta patética apuesta triunfalista. Escribe: "Había que demostrar el "milagro económico" chileno en las veinte mil piruetas del Libro de Guinnes. El despertar de un país que se levanta con orgullo de garrapata triunfal y que dejó atrás al Tercer Mundo. Una fonda del extremo sur que renovó su escabeche tricolor por el pollo rost beef y las hamburguesas sintéticas de los mall, pub, shopping, donde se remata el hambre consumista. Una hilacha de país que mira sobre el hombro a sus vecinos pobres. La Meca dollar del continente que habla de tú a tú con el Mercado Común Europeo. El ejemplo neoliberal para los indios piojosos de Latinoamérica... Por eso se hizo el "completo" más largo, que medía veinte kilómteros de tula alemana por la carretera. Casi de mar a cordillera, el hot-dog gigante dividió al país entre chucrut y ketchup. Y se necesitaron tantos huevos para la mayonesa, que se llevaron camionadas de gallinas a Investigaciones donde las picanearon con electricidad para que pusieran más rápido..."

"Para no ser menos, otra aldea famosa por los dulces empolvados se inscribió con un alfajor monumental donde se ocupó todo el azúcar que necesita una población para endulzar su mísero desayuno de un mes... "
 "Para justificar los aires fanfarrones de estas competencias, se dice que la venta del producto va en ayuda de alguna Teletón, un hogar de huérfanos, algún asilo de ancianos, que reciben las cuatro chauchas de esta limosna publicitaria. Todo se va vendiendo, trozado, repartido y consumido por el apetito grosero que proclama su eructo populista de amor a la patria." ("Un país de récords," en Punto final, Santiago, octubre de 1997).




Pero cito esta crónica en extenso para ilustrar no sólo la vehemencia satírica sino algo más importante del trabajo del autor: la disputa por el lugar de la cultura popular. En efecto, esas ceremonias de pantagruelismo municipal, que en los Estados Unidos son una práctica semirural regionalista (las ferias compiten por el cerdo de más peso, el zapallo más gigantesco, etc.), parecen más bien una manipulación mediática de la cultura de la plaza pública; y el derroche que exhiben resulta un ritual no sólo dispendioso sino vacío. Reveladoramente, el cronista acera su sarcasmo porque ya no se trata solamente del espectáculo y la trashumancia; se trata ahora del espacio de la cultura popular, de por sí marginalizado, de pronto ocupado por estas ceremonias de contrasentido.


No es casual, entonces, que esta crónica chilena apuntale una economía simbólica de la preservación cultural (que asegura la función nutritiva de la memoria popular) y de la comunicación horizontal (que gesta el diálogo democratizador de la plaza pública, de su versión callejera). Tampoco es casual que coincida en ello con gestos paralelos de Carlos Monsiváis y Edgardo Rodriguez Juliá, los otros grandes cronistas de la postmodernidad latinoamericana, que Jean Franco sumó, con justicia, a Lemebel, el tercio incluído de este triunvirato de elocuencia y bravura.

Estas puestas en duda de las clasificaciones de la estadística y del gigantismo banal de la competencia, son más que simples críticas al archivo estatal y su programa; son verdaderas disputas por la construcción de la objetividad. Su valor político está situado en lo cotidiano específico, su valor cultural afirmado en el espacio abierto de la plaza pública, su persuasión moral planteada como transparencia crítica. Estas adhesiones y pertenencias vienen de lejos, reverberan en estos gestos ligeramente pintureros, y siguen de largo en pos del lector.


Dicho de otro modo, Pedro Lemebel es un escritor que, extraordinariamente, dice lo que piensa.
Dice más, claro, porque la marginalidad herida aduce también lo suyo en estas crónicas de desamor. Su segundo libro, Loco afán, Crónicas de Sidario (1996) es aún más inquisitivo, y si bien abandona el barroquismo preciosista del epíteto y la hipérbole, gana en inmediatez y familiaridad. Se trata, ahora, de la urgencia del deseo (que construye una vida alterna a la normatividad) y de la muerte por sida (que borra la inmunidad como si tachara al lenguaje mismo). Entre el espectáculo del deseo y la ceremonia de la muerte, buena parte de estas crónicas registran la lucha por sostener el lugar desde donde tanto el placer como la agonía puedan ser vistos de frente, procesados por un diálogo afectivo y maduro. Pero si ello forma parte de la estrategia proposicional de la crónica (donde el agente del relato convoca otra temporalidad, hecha en la duración del espectáculo), lo que no podríamos prever es el humor con que el cronista sería capaz de rizarle el rizo a la Parca.
Así, en esta apoteosis del deseo (de "loco afán") emergen dos otros rasgos de la escritura de Lemebel: primero, su capacidad para el grotesco; y, segundo, su búsqueda de un exceso expresivo, capaz de exorcisar la densidad semántica y privilegiar el acuerdo elemental sobre los hechos. Como Luis Rafael Sánchez, Lemebel hace del grotesco una "épica descalza," es decir, una lírica con calle. Como en la prosa porosa del puertorriqueño, varias hablas orales se interpolan en la crónica del chileno: el eros tiene esa vehemencia de voces henchidas, escanciadas y silabeadas, que cruzan en voz alta su arrebato tenso, su juego retórico y tentativo. Ese juego demanda el exceso, fractura la mesura, arriesga los límites. Recorriendo, así, lo patético pero también lo cómico, el lenguaje abre lo público en lo privado, y viceversa; porque la crónica es el género de los entrecruzamientos (analogías de lo diferente), de la hibridez (antítesis de lo semejante), de la mezcla (travestismo de lo uno en lo otro). Contra la normatividad burguesa que territorializa los espacios cerrados contra los abiertos, los privados fuera de los públicos, la apoteosis lemebeliana es carnavalesca (rebajadora), relativista (escéptica) y celebratoria (religadora).


En "Los mil nombres de María Camaleón" (un nombre de por sí emblemático del poeta de los mil colores y ninguno), leemos lo siguiente: "Así, el asunto de los nombres, no se arregla solamente con el femenino de Carlos; existe una gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través del sobrenombre. Toda una narrativa popular del loquerío que elige seudónimos en el firmamento estelar del cine. "
Y luego: "En fin, para todo existe una metáfora que ridiculiza embelleciendo la falla, la hace propia, única."


Todo lo cual sugiere que el nombre multiplicado dirime en el cuerpo del lenguaje la probibición del cuerpo transgresivo: contra la reducción del habla que lo condena, sanciona, persigue y victimiza, este derroche nominal transfiere este cuerpo a la zona acrecentada de significación permutante, donde la identidad es una máscara y el sujeto una mascarada. Las palabras que sobredicen le dan una ruta sustitutiva, no sólo compensatoria, donde hasta lo grotesco es decorado y mejorado. La cultura del margen se acrece en ese trabajo restitutivo.


Otra crónica, El último beso de Loba Lamar narra la muerte de una loca sidosa, y para alarma del lector se trata de una de las muertes más cómicas de la literatura más trágica. Las amigas peleando con el rigor mortis para que la cara de la difunta venza a la muerte con el gesto de un beso, suma el grotesco, el exceso y la comedia. Esto es, el barroquismo festivo de Pedro Lemebel renombra a la muerte desde el eros nomádico.



Pedro Lemebel nació en Santiago de Chile en 1955. Desde pequeño conoce los avatares de una vida despareja donde las necesidades y la exclusión lo golpean profundamente. Dedicado a la plástica, su carrera como docente se ve frustrada por su condición de homosexual. Vive al límite y todo lo hace con enorme pasión. Crea en 1987 el colectivo artístico Las Yeguas del Apocalipsis. Publica en 1995 el libro de crónicas La esquina es mi corazón y con renovado éxito de crítica, en 1996, Loco afán (aparecido también en España). En 1998 aparece De perlas y cicatrices. En 1999 obtiene la beca Guggenheim y en 2002 edita la novela Tengo miedo torero, llevada al teatro en 2005. Durante la primavera de 2003 publica Zanjón de la Aguada.
En 2004 fue invitado a la Universidad de Harvard como conferencista. Recientemente y mientras se recupera de un cáncer de laringe, el escritor presentó en Buenos Aires Háblame de amores, compuesto de 55 crónicas donde están presentes entre otros, Mercedes Sosa, Camila Vallejo y Fernando Noy.




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ABANICO LATINOAMERICANO

MARÍA CAROLINA GEEN: UNA ESCRITORA QUE MATA.





Estamos en pleno auge de la literatura policial. Son etapas, ciclos en donde el lector pareciera necesitar del morbo y del misterio, momentos en que la sociedad consume cierto tipo de lectura que barniza la piel con gotas de sangre o sacude la mente con algún comportamiento psicopático al que se le da crédito porque en definitiva es un texto armado para despertar el ego de algún investigador frustrado. Aparecen las teorías jurídicas, el entramado carcelario, los códigos urbanos y esa marcada observación que define al género, donde el análisis y la deducción lógica lo llevan al lector al juego delirante que procura descubrir quien es el autor del delito y sus móviles.

Enrique Anderson Imbert decía que en el cuento policial “al rompecabezas le falta una pieza”. En la literatura policial,la investigaciónnunca falla, el detective triunfa. Por eso las novelas detectivescas no pueden encontrar crímenes perfectos: ya que al describirlos se pierde la magia. En la vida, en cambio, la investigaciónpolicial suele fracasar. Hay millones de homicidiosque han quedado en la oscuridad.

El relato policial nace como una expresión de este enfrentamiento y, al mismo tiempo, como consecuencia de una realidad histórica: la formación de grandes ciudades y el deseo y búsqueda de justicia. Ingresan así, en la literatura, nuevos personajes y ambientes que son netamente urbanos, entre ellos la policía y los cuerpos de seguridad, que se organizaron sistemáticamente a principiosdel siglo XIX favorecido por la investigación científica. Lo policial, una especie muy heterogénea, se alimenta de fantasía, crímenes, fugas, búsquedas y persecuciones y, por sobre todo, plantea un enigma que debe ser resuelto por la lógica.

Durante la década de 1920 surgió en Estados Unidosuna nueva variedad de historia policíaca difundida a través de las revistas de la época: el thriller. Esta nueva corriente se propuso derribar las barreras que separaban la ficción detectivesca de otros géneros populares, como la intriga y los relatos de espías. Entre los más destacados autores estadounidenses figuran Dashiell Hammett, creador de Nick Charles y Sam Spade, y Raymond Chandler, creador de Philip Marlowe, uno de los detectives más populares del siglo XX.

Muchas obras de ambos escritores han sido llevadas al cine con gran éxito. Los detectives más famosos de la tradición policíaca estadounidense son tipos duros que trabajan más por dineroque por diversión. Si bien estas historias respetan todas las reglas clásicas del género, el énfasis se pone más en la acción, y la intriga pasa a ocupar una posición secundaria.

A partir de 1950 esta tendencia da paso a la novela de procedimientopolicial, basada en el modus operandide los detectives reales para resolver sus crímenes. La diferencia con la tradición anterior estriba en que el lector no encuentra aquí héroes, sino hombres falibles de carne y hueso especialmente entrenados para el desarrollode su oficio.
La narrativa policial argentina ha sido innovadora, ya que no se ha limitado a imitar, y menos a repetir, sino que ha sabido incorporar elementos propios.

En este sentido jugó un importante papel la revistaVEA Y LEA que apareció durante unos quince años: esa revista organizó varios concursos de cuentospoliciales y en cada número quincenal publicaba uno de ellos. Según las normasdel concurso, la acción de los cuentos debía transcurrir en territorio argentino. Por lo tanto, los personajes, conflictos, situaciones, y ambientes también lo eran. Esta norma impuso que los autores de cuentos en su inicio y luego de novelas adaptaran al género policial clásico a las costumbres y al pensamientoargentino de la época. Entre los aportes originales podemos mencionar el humor, la reconversión del detective tradicional que es suplantado por un comisario o inspector nada solemne que rinde culto al sentido común y que se apoya para sus investigacionesen la experiencia y en el conocimientodel medio donde le toca actuar. Desconfía del saber "ofinesco" y "libresco" y se guía para su investigación no tanto en teorías, sino en el conocimientode los recovecos del alma humana. En muchos casos, el medio y los personajes involucrados pueden ser rurales y no siempre urbanos como en la literatura policíaca clásica.


En la Argentina se destacan los siguientes escritores de novela o cuento policial: Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, María Angélica Bosco, Manuel Peyrou, Marco Denevi, Abel Mateo, para dar sólo algunos nombres.


La larga historia del policial, resume Vicente Battista, comienza sobre el final del siglo XIX con la aparición de LAS HUELLAS DEL CRIMEN, de Raúl Waleis, aquel primer texto que, dice: “da a la Argentina el orgullo de ser el primer país en lengua española que publica una novela policial”. Una llama encendida en 1877 que permanecería ardiendo en las antorchas de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Leonardo Castellani, María Angélica Bosco y Rodolfo Walsh, acaso un pequeño puñado de los que cultivaron aquel género con rasgos clásicos; y, aunque con una impronta más marcada del policial negro norteamericano, en autores como Juan Sasturain, Juan Carlos Martini, Ricardo Piglia, Carlos Balmaceda, Rubén Tizziani, Ernesto Mallo, Guillermo Orsi, Guillermo Martínez y Claudia Piñeiro, entre muchos, muchísimos otros. Porque, como coinciden los autores consultados, son pocos los escritores que no han incursionado con mayor o menos énfasis en el policial.

 Una buena novela policial es una buena novela a secas”, sentencia Pablo de Santis y ese “a secas” queda vibrando en el largo silencio en el que se sume el escritor. “El policial ha invadido totalmente la literatura. Está presente en la mayoría de los libros. Hay novelas que no son específicamente del género, ya no hay colecciones de policiales, pero el policial atrapó a todos los géneros. La idea de contar una historia que tiene relación con otro relato oculto es algo que está en nuestro inconsciente narrativo”, había dicho poco antes.

Con eso acuerda Guillermo Martínez y se mete de lleno en el policial argentino: “En la literatura argentina el policial tiene un rango curioso porque no está condenado a priori, como ocurre en otras literaturas en las que los títulos del género van directamente a los anaqueles de la subliteratura. Creo que gracias al trabajo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, a la gran selección de novelas que hicieron en la colección del Séptimo Círculo entre el gran cúmulo de policiales de la época, muchos autores argentinos, si no todos, han escrito alguna novela que toca lo policial o es estrictamente policial. Es un género muy estudiado, frecuentado y con un prestigio literario construido a partir de relatos canónicos como LA MUERTE Y LA BRÚJULA, de Borges, o ROSAURA A LAS DIEZ, de Denevi. Estos autores mostraron que se puede hacer gran literatura con un pie, casi una excusa, en lo policial”, sopesa el autor de CRÍMENES IMPERCEPTIBLES y apunta nombres a esa nutrida lista de autores que se aventuraron en el género a lo largo las generaciones. “Siempre hubo un costado plebeyo pero con cierto prestigio académico ligado a lo policial en la literatura argentina”, comenta.

“Yo distinguiría un par de cuestiones –explica Jorge Lafforgue– por un lado hay un grupo de narradores que se asumen como escritores de policiales, y en cuyas obras los signos del policial son claros, y otro sector de escritores que me interesan porque marcan un camino tal vez distinto. Los primeros son los más conocidos: Pablo de Santis, Claudia Piñeiro, Guillermo Martínez, Leandro Oyola. Ahí puedo decir que encuentro textos muy buenos pero que me remiten al pasado. Vamos a poner un caso clave: hay un escritor, Diego Grillo Trubba, que tiene unos volúmenes de novela policial histórica CRÍMENES COLONIALES. A mí me parece que son construcciones que denotan una muy fuerte investigación histórica, una recreación de época y una trama policial interesante y bien resuelta. Pero no me parece que sean novedosos, salvo en el sentido de que sí establecen un relato policial que tiene que ver con el pasado histórico, cosa que no tiene precedentes. Pero eso es sólo en términos temáticos y no términos de procedimientos”, puntualiza el editor y señala también las novelas de Claudia Piñeiro, LAS VIUDAS DE LOS JUEVES, BETIBÚ que, dice, introducen una temática que es nueva, la de los barrios cerrados, pero que en términos generales se inscriben claramente en la historia del policial. “Descubren nuevos ámbitos narrativos e introducen algunos procedimientos novedosos pero son claramente clasificables”, dice Lafforgue.

Es indudable, que hablar de novela policial es adentrarse en el conocimiento de un género apasionante.
¿Quién no ha perdido el sueño tratando de alcanzar el final incierto de una novela de este género? ¿Quién no quedo sorprendido o indignado con un final inesperado? O continuo pensando en ella muchos días después de haber terminado el libro?

Bueno, esta es la intencionalidad del género, que a través de reflejar la más cruel realidad o despertar la más desopilante muestrade fantasías penetran en el pensamiento humano con deseos de devorar su contenido.

Es tal vez el que más convoca lectores y a su vez, para muchos, el único para acercarlos al extraordinario habito de la lectura.


¿Pero que sucede cuando en autor es el verdadero protagonista? Hay muchos ejemplos, mucha tinta ensangrentada que confunde ficción y realidad. Nos detenemos es una escritora chilena que no tuvo el debido reconocimiento y que desde este espacio queremos rescatar. Hablamos de Georgina Silva Jiménez (1913-1996), conocida como María Carolina Geel, que fue catalogada como una mujer controvertida tanto por su literatura, como por protagonizar uno de los crímenes pasionales más conocidos de la época, consumado en el Hotel Crillón. La crónica periodística exudaba calificativos de todo tipo ante un hecho que parecía casi cinematográfico:





FAMOSA ESCRITORA ACRIBILLÓ A SU AMANTE EN EL ARISTOCRÁTICO HOTEL CRILLÓN.

Llevaba 8 años como amante del cronista deportivo. Cuando supo la verdad, metió un arma en su cartera y lo buscó hasta matarlo
El desaparecido Hotel Crillón es ahora una gran multitienda Ripley en pleno centro de Santiago.
Anclado en Agustinas con Ahumada, el edificio fue construido en 1919 como residencia de la familia Larraín García Moreno. Después se convirtió en el Hotel Savoy.
A comienzos de los '30 adoptó el nombre que lo convirtió en uno de los epicentros sociales del siglo XX y competencia del Carrera.
En sus lujosos dormitorios pernoctaron estrellas del celuloide como Gary Cooper y Clark Gable.
Era punto obligado para bohemios, políticos, escritores y hombres de negocios.
Joaquín Edwards Bello se inspiró en él para redactar su novela "La chica del Crillón".
Pero el 14 de abril de 1955 una despechada escritora inscribió para siempre al lujoso salón de té, con capacidad para 600 personas, en la crónica roja.
María Carolina Geel, seudónimo de Georgina Silva Jiménez (46), era hacía ocho temporadas la amante del cronista deportivo y funcionario de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, Roberto Pumarino Valenzuela (32).

Traición

Ella estaba profundamente enamorada de él, hasta que se enteró de una verdad que le rompería el corazón y la razón: Roberto había decidido casarse con otra, luego de cumplir dos meses de viudez.
Fuera de sí, guardó su arma en la cartera y dirigió sus pasos tras el "traidor".
Lo encontró en una de las mesas, bebiendo un café y leyendo el diario.
La sala estaba atestada de clientes.
Tras encararlo, cegada por los celos, extrajo la pistola Browning que teñiría de sangre las finísimas alfombras del recinto.
Le descerrajó cinco tiros a quemarropa. Cuatro lo impactaron mortalmente.
El pánico se apoderó de los comensales, que corrieron despavoridos.
Según los testigos, María se abalanzó sobre Roberto moribundo, lo besó y dijo a viva voz: "Era lo que más amaba en la Tierra".
Como petrificada, esperó que la policía la detuviera en el sitio del suceso.
Gracias a las presiones que ejercieron sus amigos influyentes, fue condenada por homicidio, en un rápido juicio, a la exigua pena de tres años de presidio.
Pasó sólo un año en la cárcel, ya que, gracias a la mediación de la destacada poetisa Gabriela Mistral, obtuvo el indulto presidencial.
Una vez que abandonó la cárcel siguió con su carrera literaria.
Su pluma no descansó hasta 1996, cuando la muerte le dio la paz que en vida no encontró jamás. Manuel Torres Abarzúa 


Es interesante reflexionar cuando se analiza la historia de dos narradoras que pasaron por una situación de enorme similitud. No se trata de ninguna metáfora, aunque por cierto, deben de haber muchas escritoras que matan con una sola palabra. Sin embargo, en este caso, nos referimos a escritoras que empuñaron una pistola y la descargaron con rabia sobre los cuerpos de sus amantes. Se trata de dos autoras chilenas que, no obstante estar vinculadas con historias que fueron el delirio de la crónica roja de su época, sus propias obras trascendieron esa vorágine de sangre relegando estos hechos a un segundo plano. La primera es una autora importante pero ceñida  al territorio; la segunda es una de las narradoras más interesantes de América Latina. Nos referimos a María Carolina Geel y María Luisa Bombal.

Empecemos por la que erró el tiro. María Luisa Bombal, autora de dos novelas bellísimas, LA AMORTAJADA y LA ÚLTIMA NIEBLA, quien descargó ocho balas sobre el cuerpo fornido de Eulogio Sánchez, ingeniero y acaudalado miliciano republicano, pionero de la aviación civil, con quien había vivido un romance apasionado y posesivo, ocho años antes.Él era casado y no cumplió con las siempre clásicas y falsas promesas de divorcio. En el momento que realizó el disparo, el 27 de enero de 1941 a la salida del Hotel Crillón de Santiago, María Luisa se encontraba en una situación de desesperación, pues su prometido, el médico argentino Carlos Magnani, la había dejado plantada para casarse con otra. Bombal, en un proceso extraño de desplazamiento, descargó su contenida agresividad contra el primer hombre que no le había correspondido. Sánchez no murió ni levantó cargos en su contra y María Luisa, con una irresponsabilidad casi infantil, comentó: "al matarlo a él quería matar mi mala suerte"."Me arruinó la vida, pero nunca lo pude olvidar" afirmó María Luisa sobre su relación con Eulogio años más tarde.

Sus últimos años los pasó en la casa de reposo de Héctor Pecht. Sumida en el alcohol, visitaba constantemente el hospital afectada por la permanente crisis hepática. María Luisa Bombal falleció el 6 de mayo de 1980 en la ciudad de Santiago de Chile, víctima de una hemorragia digestiva masiva.

La historia de María Carolina Geel es más cruel aunque llena de los mismos lugares comunes. Ella no falló el tiro y fue procesada por asesinato. Sin embargo, apenas pasó año y medio en la cárcel: Gabriela Mistral y casi toda la "ciudad letrada" chilena rogaron al presidente Ibáñez del Campo por un indulto. Durante su paso por la prisión, Geel escribió la novela CÁRCEL DE MUJERES. Los hechos imputados a Geel constituyen el tópico de todo crimen pasional, la extraña coincidencia con Bombal es que ambos suceden en el mismo escenario: el super exclusivo Hotel Crillón. Apenas terminaron el servicio de te de las cinco de la tarde del 16 de abril de 1955 y mientras Roberto Pumarino pagaba la cuenta, María Carolina sacó un revólver Baby de su cartera y descargó cinco balas a quemarropa. Habían discutido fuertemente minutos antes, aunque siempre, en voz baja. La última caricia fue de María Carolina: un beso tenue sobre los labios. Inmediatamente llegó la policía y, por supuesto, la arrestan. Una foto de la escena del crimen muestra a Geel elegantísima, con un abrigo de corte perfecto y cuello volteado, y la mirada perdida en el vacío. Luego de su paso por la cárcel y la publicación de la novela que es una visión descarnada sobre la vida de las reclusas más que una confesión de parte, se reinserta en el complejo mundo literario chileno. Geel como Bombal mueren algo olvidadas, tanto por los críticos como por los cronistas rojos, la primera agenciándose algo de dinero con algunas reseñas en El Mercurio y la segunda de una pensión exigua que le concedió Augusto Pinochet.

El libro más famoso que escribió María Carolina Geel fue, precisamente, CÁRCEL DE MUJERES, publicado en 1956 por editorial Zig-Zag.

La obra narra sus experiencias durante su año de encierro.

"Escriba, cuente, diga simplemente lo que sepa; porque aunque se trate de usted misma, usted no lo sabe todo", le sugirió el crítico literario Hernán Día Arrieta  “Alone” en el prólogo del texto.
Y así lo hizo. Por ejemplo, relató con lujo de detalles los fogosos encuentros sexuales entre las internas, los dramas y la rutina diaria tras las rejas.

Las historias provocaron estupor en la sociedad de la época. Nunca se había redactado algo así.

Geel, taquígrafa de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, se inició en las letras en 1946, con la novela EL MUNDO DORMIDO DE YENIA, cuyos personajes muestran un inconmensurable mundo interior.

Siguió con EXTRAÑO ESTÍO, de 1947, un relato sobre una Eva separada. Luego publicó SOÑABA Y AMABA EL ADOLESCENTE PERCES, en 1949, SIETE ESCRITORAS CHILENAS, también en 1949, EL PEQUEÑO ARQUITECTO, en 1956 y HUÍDA, en 1961.

Posteriormente incursionó en la crítica literaria. Sus textos fueron publicados en diarios y revistas, como Crónica, El Mercurio, la revista Atenea y el semanario PEC (Política, Estudios y Cultura).

Con el favor de doña Gabriela

"Respetuosamente suplicamos a V.E. indulto cabal para María Carolina Geel que deseamos las mujeres hispanoamericanas. Será ésta una gracia inolvidable para todas nosotras".

Con estas palabras, la escritora Gabriela Mistral, amiga de la asesina, le ablandó el corazón al Presidente Carlos Ibáñez del Campo.

Escribió la solicitud el 14 de septiembre de 1956, mientras ejercía su cargo de cónsul en Nueva York.

El Mandatario respondió rápidamente a la misiva: "Es de enorme magnitud lo que Gabriela Mistral ha realizado por Chile, por lo que sería incomprensible que el Presidente de la República no escuchase una súplica nacida del corazón de nuestra gran escritora. Considere, pues, desde ya indultada a María Carolina Geel. Con la cordialidad y admiración de siempre le saluda su amigo y Presidente, para quien ha sido gratísimo el poder aceptar esta petición tan humana y emotiva".




CÁRCEL DE MUJERES escrito en 1956 se constituyó en el estandarte de una literatura testimonial narrada en carne viva por una mujer que desafió a su destino, que actuó por impulso, que pagó en el presidio su cuota de amor y que dejó para las nuevas generaciones un documento único. No parece enriquecedor el pasaje del texto que habla sobre su decisión traumática:

“Cuando iba a partir, tuve la penetrante intuición de “algo”. Pensé que no regresaría. Guardé el arma en el bolsillo y escribí un papel, dejando una suma de dólares a determinada persona. Hubo un momento en que busqué cierto ridículo ante mí misma e intenté ampararme en él, pero al pensarlo y reconocer la profunda fatiga de mi ánimo, la certeza de que jamás, pese a haber vivido tanto, hallé un ser íntegro y fuerte y de que mi propia jornada fue una sola frustración, una disonancia, vi que yo estaba soportando unos días aciagos que no llegaría a resistir más. Frente a ello el ridículo era una pobre cosa que no se sostenía a sí mismo. Y no me salvó. Y allí, y llegué allí, y ante aquellos ojos vagos el acto monstruoso estalló de mi ser y todo se precipitó, consumado. Para siempre. ¿Quién comprenderá? Para siempre.

Si puse un arma en el bolsillo, si cuando me dirigía hacia allá, por el camino me asaltó la ansiedad de que no vería nunca más el hondo verde de la naturaleza, el aire azul, las viviendas de los hombres y dije a aquel chofer que fuese más lento, ¿iba yo ciertamente al encuentro de mi muerte? La libertad de morir había sido cultivada, meditada por mí desde muchos “estados”, es decir, era ella la reserva delicada de las tristezas que trajeron los años, el acto simple de una soledad impenitente, la decisión justa que resultada de una incapacidad casi patológica de estar entre los seres, la meta natural de esa grave y constante angustia de no servir para nada ni para nadie ¿Iba pues, hacia el fin? Si iba, ¿Qué transmutación animal degeneró mi voluntad? Quizás hay climas morales que al saturar inficionan, y yo recuerdo mucho que el transcurrir de esas horas, de esos días, era denso, atribulado y estaba como regido por las leyes mudas de la muerte.

A menudo yo me sorprendo ensimismada, de pie, en el centro del cuarto, igual que muchos, seguramente, antes que yo; igual que hoy mismo muchos otros en las cárceles del mundo”.


El libro no pasa por el espacio previsible de la confesión y el arrepentimiento para llegar al perdón por su falta. De hecho el texto evade de manera sistemática la palabra “asesinato”. Se trata más bien de instalar el poder de la escritura como arma y estrategia para obtener un determinado salvamento social. Pero más allá de las estrategias textuales, la cárcel constituye un lugar de iniciación para la narradora. Iniciación múltiple y compleja, pues la protagonista, escindida, experimenta la cárcel como materia de escritura, a partir de su observación de las demás, y su posición social – ella estaba en una sección especial del reclusatorio, el pensionado- puede escoger, a su vez, la autoexclusión que le permite aislarse de la convivencia diaria con las otras prisioneras. Habita así una cárcel dentro de la cárcel y este juego de reclusiones le permite una ficción del encierro que resulta más afín a la experiencia conventual que a la realidad carcelaria.

María Carolina también atraviesa la problemática de la vida de las internas y lo hace de una manera valiente porque su texto sin ataduras prejuiciosas surge como un río de emociones contenidas. El tema de la sexualidad invocado por la narradora aparece caracterizado en el marco de una degradación ligada a lo corporal, desde luego que esta degradación está unida a la sexualidad, una sexualidad que constituye la real iniciación de la protagonista en la cárcel. La homosexualidad recorre los cuerpos de las prisioneras y sumerge a la protagonista en la angustia de este nuevo saber. A pesar de que se entiende el lesbianismo no como una opción, sino en tanto perversión que otorga una especie de sobrevivencia afectiva frente a la realidad carcelaria.

Así, CÁRCEL DE MUJERES, es el resultado de una experiencia radical. Pero es también una operación designada a escamotear las aristas que la narradora desea sortear. Sin embargo, la escritura como práctica que se caracteriza por la ambigüedad que portan sus signos deja entrever, con relativa facilidad, las fragilidades en la construcción del relato que emprende. Allí se filtra la dirección de un ojo voyerista que, en el centro de la descalificación, deja transcribir la dimensión del deseo del encuentro con esa mujer que le resulta despreciable, porque, quizás, es su propio deseo homosexual lo que desprecia y por eso se encarniza no con la legitimidad de la diferencia, sino en el relato de una obstinada desigualdad.

Article 8

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ABANICO LATINOAMERICANO 

ROQUE DALTON: LA POESÍA ARMADA. 



A 38 años de su asesinato, Roque Dalton (1935-1975) está más vivo de lo que jamás pensaron sus detractores literarios, y pervive también, intensamente, en términos políticos y de experiencia revolucionaria. Así inicia su crónica recordatoria Hermann Bellinghausen, dedicada a uno de los mayores poetas de la literatura salvadoreña.
Es uno de los muchos caídos en las esperanzadoras insurrecciones en los años 70 del siglo pasado -continúa- que terminaron enlutando Centroamérica y el Cono Sur, y que, con excepción de Nicaragua, fueron derrotadas. Lo particularmente doloroso en el caso de Dalton es que fue asesinado por sus propios compañeros de lucha en El Salvador.
La noche del 10 de mayo de 1975, mientras dormía, recibió un tiro en la cabeza por decisión de tres de los cuatro miembros de la Comisión Militar del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP): Joaquín Villalobos, Alejandro Rivas Mira y Vladimir Rogel Umaña. Ellos mismos se encargaron de la ejecución.
Para entonces, Dalton llevaba un mes “preso” por los mandos del ERP, al cual pertenecía; lo acusaban de agente, primero “de la CIA”, y después “castrista”. El propio Fidel Castro reviró, y acusó de agentes de la CIA a Villalobos y a sus socios del tribunal guerrillero. Al parecer, el gran “delito” del poeta fue insistir en que antes de la insurrección era necesario crear un “frente de masas”, o sea, tener bases en la sociedad descontenta. Eso acabó haciendo que los guerrilleros confluyeran en el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) después de la muerte de Dalton.
Joaquín Villalobos llegó a ser uno de los comandantes del FMLN, y tras los acuerdos de paz del Castillo en Chapultepec, que dieron fin a la guerra de El Salvador en 1992, regaló su arma al presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari; arma que a su vez había entregado a Villalobos el comandante Fidel Castro.
El gesto le ganó un boleto de primera clase a la Universidad de Oxford, donde sufrió una “metamorfosis”, como ha ironizado Roberto Bardini. Los estudios de postgrado hicieron de Villalobos un especialista en problemas de seguridad y le permitieron asesorar al gobierno fascista de sus antiguos enemigos de ARENA, y más recientemente al presidente colombiano Álvaro Uribe.
Su deuda con Salinas era grande, y no dudó en trasladarse a México en enero de 1994 para sobrevolar la selva Lacandona junto con mandos del Ejército Federal, para orientarlos en la ofensiva que preparaban contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, a raíz del levantamiento indígena de Chiapas.
El asesino de Roque Dalton vuelve a México en 2010 para hablar en Los Pinos ante el cuerpo diplomático y el gabinete del presidente Felipe Calderón, evaluar positivamente su “guerra” contra el crimen organizado y delatar los “mitos”.
 Coincide la visita con la nueva publicación (¡en Australia!) del libro más emblemático y polémico de su víctima, Historias y poemas de una lucha de clases (editorial Oceansur, Melbourne, 2010), que Dalton escribió hacia 1975, póstumamente conocido como Poemas clandestinos (1981).
Una franja de sus ideas y convicciones hoy resultan obsoletas pero fueron comunes en la izquierda latinoamericana de los años 60 y 70 del siglo XX, como el sovietismo devoto o el rechazo intransigente a la homosexualidad (aunque debe reconocerse que ya había asumido la igualdad de las mujeres, pues aprendió las primeras lecciones del feminismo sesentero, lo que en esa tradición de izquierda tenía su mérito).




Revolucionario de corazón, miltante íntegro y comprometido hasta el final, en Historias y poemas, Roque Dalton se desdobla en cinco heterónimos, poetas de su invención: la joven activista Vilma Flores, el líder estudiantil Timoteo Lúe, el también narrador Juan Zapata, el ensayista literario Luis Luna y el de mayor edad, Jorge Cruz, asesor jurídico del movimiento obrero católico, especialista en Paulo Freire y presunto autor de una Oda solidaria a Camilo Torres; su alter ego Dalton “transcribe” la serie Poemas para salvar a Cristo, incluyendo el memorable Credo del Che.
Víctima de un “error” estalinista del hoy oxfordiano asesor bélico de gobiernos neoliberales y represivos, Dalton tiene asegurado su lugar como autor fundamental (y siempre incómodo) en las letras salvadoreñas y el conjunto de la literatura en lengua castellana. Tan sólo su libro más conocido, Las historias prohibidas de Pulgarcito (1974), en deuda con las misceláneas de Julio Cortázar, pertenece a la estirpe cuasi nerudiana de Guatemala: las líneas de su mano, de Luis Cardoza y Aragón, y Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano.
¿Quién dijo que la poesía no muerde?

Tras esta introducción los versos del poeta:

Por qué escribimos

Uno hace versos y ama
la extraña risa de los niños,
el subsuelo del hombre
que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda,
la instauración de la alegría
que profetiza el humo de las fábricas.

Uno tiene en las manos un pequeño país,
horribles fechas,
muertos como cuchillos exigentes,
obispos venenosos,
inmensos jóvenes de pie
sin más edad que la esperanza,
rebeldes panaderas con más poder que un lirio,
sastres como la vida,
páginas, novias,
esporádico pan, hijos enfermos,
abogados traidores
nietos de la sentencia y lo que fueron,
bodas desperdiciadas de impotente varón,
madre, pupilas, puentes,
rotas fotografías y programas.

Uno se va a morir,
mañana,
un año,
un mes sin pétalos dormidos;
disperso va a quedar bajo la tierra
y vendrán nuevos hombres
pidiendo panoramas.

Preguntarán qué fuimos,
quienes con llamas puras les antecedieron,
a quienes maldecir con el recuerdo.

Bien.
Eso hacemos:
custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.

Poema de amor

Los que ampliaron el Canal de Panamá
(y fueron clasificados como "silver roll" y no como "gold roll"),
los que repararon la flota del Pacífico
en las bases de California,
los que se pudrieron en la cárceles de Guatemala,
México, Honduras, Nicaragua,
por ladrones, por contrabandistas, por estafadores,
por hambrientos,
los siempre sospechosos de todo
("me permito remitirle al interfecto
por esquinero sospechoso
y con el agravante de ser salvadoreño"),
las que llenaron los bares y los burdeles
de todos los puertos y las capitales de la zona
("La gruta azul", "El Calzoncito", "Happyland"),
los sembradores de maíz en plena selva extranjera,
los reyes de la página roja,
los que nunca sabe nadie de dónde son,
los mejores artesanos del mundo,
los que fueron cosidos a balazos al cruzar la frontera,
los que murieron de paludismo
o de las picadas del escorpión o de la barba amarilla
en el infierno de las bananeras,
los que llorarán borrachos por el himno nacional
bajo el ciclón del Pacífico o la nieve del norte,
los arrimados, los mendigos, los marihuaneros,
los guanacos hijos de la gran puta,
los que apenitas pudieron regresar,
los que tuvieron un poco más de suerte,
los eternos indocumentados,
los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,
los primeros en sacar el cuchillo,
los tristes más tristes del mundo,
mis compatriotas,
mis hermanos. 

No podemos hablar de “literatura comprometida” ya que la literatura es un fenómeno social, cultural e histórico, por lo cual cualquier hipotético compromiso depende, en última instancia, de las interpretaciones que haga el lector de cada texto. Por otra parte, en América Latina no existió un fenómeno artístico de importancia que adhiriese a los preceptos del “realismo socialista”, aunque en ocasiones los dirigentes más influyentes de la Revolución Cubana se manifestaron a favor de este principio: “dentro de la revolución todo, fuera de ella, nada”. Esta idea hecha explícita en los discursos de Fidel Castro, encontró eco en algunos intelectuales como Roberto Fernández Retamar, tal  vez el último de esos insurrectos. No así en la gran mayoría de los llamados “intelectuales de izquierda” o “escritores comprometidos” del resto de América Latina. Por lo general, éstos resistieron o reaccionaron contra los preceptos stalinistas del “realismo socialista”, adhiriendo más claramente a corrientes estéticas y de pensamiento de Europa occidental, especialmente de Francia y del existencialismo de postguerra. Incluso Ernesto Guevara (que paralelamente criticó la burocratización del bloque socialista) tomará una posición a favor de la libertad de la creación artística.
Sin embargo, al separar la ética de la estética, nuestra cultura alienó y privatizó el referente trascendente a uno: la ética. Es decir, hizo de la estética el mundo de la forma y lo superfluo, de la belleza descarnada, de lo prescindible, del lujo. El arte alienado se vanaglorió de “la intrascendencia del arte”.


El arte comprometido, por el contrario, realizó la conmovedora experiencia de la reunificación. Quizás alguna vez alcanzó la unión que debió tener el arte en Grecia con el teatro trágico. Quizás su momento de mayor alienación fueron épocas como la curiosamente llamado “Siglo de Oro” español, donde el arte se reduce al juego de las formas y los conceptos, desde Góngora hasta Baltasar Gracián.
Podemos entender que no existe el arte comprometido si asumimos que todo arte depende, en última instancia, de la recreación del espectador, del lector. El arte, según se define después del fin de la Edad Media, ya no es la habilidad de manejar determinadas reglas fijas, artesanales, casi mecánicas, sino lo contrario: a partir del Renacimiento el arte se ha definido como lo había hecho la poesía desde la antigua Grecia, es decir, como el reino de la libertad creadora, de la inspiración, de la novedad, incluso de la sagrada locura. Por lo tanto, aún hoy es imposible definir la creación artística sin el precepto de la libertad creativa, que se opone en gran parte a un pretendido arte comprometido.  Razón por la cual resulta más claro es hablar de “intelectuales comprometidos”. No obstante, este compromiso personal ha creado lo que llamamos aquí una “estética de la ética”. Es en ese sentido que nos referimos cuando hablamos de “arte comprometido”.
El descubrimiento del yo en los ensayistas del siglo XVI (hombres y mujeres sin título de nobleza y por lo general conversos o bastardos) se acentúa en el romanticismo del siglo XIX. Quizás haya una línea histórica que une a los románticos de ese siglo con los existencialistas de la segunda posguerra y los rebeldes de los años sesenta que protagonizan la primavera del 68. En los tres casos se trata de la rebelión del individuo, pero en los dos últimos es un individuo que se va descubriendo al descubrir la sociedad. Al redescubrir el yo, el humanismo descubre el otro. No es casualidad que la literatura del siglo XX —y en particular la poesía— repita el mismo proceso en cada individuo: del romántico alienado al revolucionario social, del yo al otro, de la conciencia individual, solitaria y desolada, a la conciencia social, colectiva, siempre amenazada por la propaganda; de la angustia metafísica del existencialismo a la alegría de la aventura colectiva.
En Hablan los exquisitos, Dalton expresa la conciencia  del revolucionario que aspira al hombre nuevo a través de una nueva sociedad, después del sacrificio del revolucionario que ha alcanzado la conciencia pero no la liberación de la moral anterior:

Supongo que somos un par de personas marcadas por el veneno de nuestra fastuosa educación, por las mariposas negras de los templos, por los vampiros de las elites. Nos gusta el whisky, Maribel, nos gusta quedarnos demasiado tiempo desnudos. Nos fascina además el arrepentimiento. 

Dalton sobresale de entre los miembros de la generación comprometida, cuyo núcleo más militante fue el "Círculo Cultural Universitario" fundado por él mismo y Otto René Castillo, por ser el más culto, brillante y el que más ha conocido mundo. Cuando Roberto Armijo, su compañero de generación, viene bajando de las veredas de Chalatenango o cuando Manlio Argueta llega de San Miguel a la capital, Dalton ha estado ya en Santiago de Chile y ha sido representante estudiantil en Viena, Praga y Moscú. Sus referentes inmediatos para entonces son Pedro Geofroy Rivas y Miguel Angel Asturias. Su poesía muestra ya dos constantes, amor y política, y sus raíces provienen de Pablo Neruda, que cantó la geografía continental y de César Vallejo,  radiólogo del alma latinoamericana. Un elegante paso por el surrealismo con influencias de Michaux, Saint John Perse, Breton o Laurence Durrell será abono que le permitirá en el futuro resolver con genialidad e ironía lo más logrado de su poesía política.
La figura de Roque ha sido abordada por muchos escritores contempóraneos como Julio Cortázar, Régis Debray, Hans Magnus Enzensberger, José Agustín Goytisolo, Ernesto Cardenal, Angel Rama y Efraín Huerta.
Una constante que podemos observar en la literatura y el pensamiento latinoamericano desde la Conquista hasta nuestros días es la aspiración de Liberación. Esta necesidad nace con la percepción de un pecado original que se renueva al mismo tiempo: Liberación de las amenazas cíclicas del cosmos precolombino; la liberación de la furia de los dioses; la liberación del conquistador; la liberación del colonizador; la liberación del despojo y la esclavitud; la liberación del caciquismo primero y del caudillismo después; las sucesivas liberaciones de los imperios español, británico y norteamericano; la liberación de la opresión de clases; la liberación de la Iglesia Católica; la liberación de la teología y la teología de la liberación; la liberación de la pedagogía del oprimido. No es casualidad que el continente latinoamericano haya abundado en otros movimientos de liberación más militantes, como los múltiples movimientos políticos y guerrilleros que, al mismo tiempo que incluían las iniciales ML (Movimiento de Liberación) significativamente hacían referencia a nombres indígenas, como Tupac-Amaru, aún cuando se trataba de guerrillas urbanas alejadas de la cultura y la tradición inca. Esta aspiración de liberación se articula de dos formas diferentes, a veces en un proceso de mestizaje y sincretismo y otras veces de formas conflictivas y contradictorias: la utopía humanista y el regreso a los valores comunitarios de la América indígena. Una, como continuación de los ideales europeos de progreso de la historia; la otra, como regreso a un estado ideal, americano, interrumpido por esa misma historia.


En ninguna de las dos variaciones observamos la opción oriental de la salvación mística del individuo apartado de la sociedad, como en el budismo o en el misticismo cristiano. En ambas -la variación utópica y la mítica- el individuo, poseedor de una conciencia social, sólo se proyecta como un ser liberado luego del proceso de inmersión en los problemas sociales, políticos a través de la revolución o la purificación social.
Desde el punto de vista arquetípico del héroe, descrito por Joseph Campbell, el individuo no puede alcanzar el estado superior (la iluminación/la liberación) si antes no desciende a los infiernos. En nuestro caso, ese “infierno” es la sociedad caída en el pecado, en la corrupción, por la cual el héroe (el revolucionario, el intelectual comprometido) debe atravesar a riesgo de pagar sus ideales de liberación con su propia vida. Su trascendencia no es metafísica sino humanística: el sacrificio del revolucionario es necesario para posibilitar el advenimiento de la nueva sociedad y, finalmente, el Hombre Nuevo.
El llamado escritor comprometido no puede centrarse en el “fenómeno literario” como una manifestación aislada e independiente de la sociedad por varias razones: primero, porque, como fenómeno, no existe una literatura indiferente a su contexto, aunque cierto tipo de lectura reclame el lícito derecho a ejercitarse sin el contexto original de donde surgió el texto (Roland Barthes); segundo, porque el factor principal de escritura de este tipo de literatura es el contexto, especialmente los conflictos de ese contexto. Podemos advertir un factor central y fundacional de los escritores comprometidos que aparece negado —ya que no totalmente ignorado— en los escritores “no comprometidos”: la relación particular del creador individual y la sociedad de su época. Veremos que el escritor comprometido se reconoce como individuo, como yo, en un mundo en crisis. Es la angustia existencialista —el individuo y su libertad— y es la conciencia del revolucionario que se representa a sí mismo como profeta bíblico en su sentido original, es decir, no como “anticipador del futuro”, todavía, sino como “denunciador del presente”. Esta denuncia del presente será realizada casi siempre desde una perspectiva histórica que revela una decadencia y una injusticia. Una conciencia que es producto de la modernidad y de su desilusión. Una vez producida esta conciencia crítica, el escritor comprometido no vuelve su mirada hacia su yo sino para expresar el conflicto social, histórico. No se refugia en la torre de marfil, en la literatura solipcista; no revindica la fantasía como mero juego de la imaginación, como ejercicio de evasión, como única posibilidad ética, sino que la concibe como fin y como medio. Como fin, según la filosofía estética predominante que reconoce un universo de reglas que le son propias al arte, que son propias de una dimensión humana que no puede ser abarcada por otras disciplinas, como la psicología o el pensamiento abstracto; como medio, según su filosofía social, que generalmente lo llevará a asumir un compromiso, una necesaria conexión —ética— entre ese universo artístico, individual, y el universo político, social. Como fin y como medio, en el entendido de que la obra de arte es salvadora, es reconstituyente de la humanidad y la unidad perdida, la ética y la estética reunidas otra vez para una obra de arte integral, etc. El revolucionario, en palabras de Ernesto Che Guevara, puede atribuirse la idea de “cambiarnos para cambiar el mundo”, en un sentido profético. Esta idea de vanguardia en el cambio es explícita en los textos del revolucionario. El mismo Eduardo Galeano, en Las venas abiertas de América latina cierra su extenso libro apelando antes que nada a una toma de conciencia como inicio del cambio: Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres. Sin embargo, el modelo histórico marxista es el contrario: no puede haber una renovación moral si antes no se ha cambado la sociedad desde su base económica e institucional. Si en la cita anterior cambiamos “dioses” por “infraestructura” (ambos factores exteriores a la conciencia individual) tendríamos una declaración anti-marxista. Si sustituimos “los hombres” por “el revolucionario”, tendríamos una de las declaraciones de Ernesto Che Guevara. Es decir, si para el marxismo la conciencia de “los hombres” es un producto de un orden económico, de una infraestructura, de un momento de la historia, para el revolucionario esa conciencia comienza por una excepción: la vanguardia (no el pueblo) alcanza la conciencia, provoca el cambio estructural mediante una necesaria violencia y, finalmente, este cambio hace posible la nueva “conciencia de los hombres”, el hombre nuevo. Podemos advertir aquí una superposición: el revolucionario —el guerrillero, el intelectual comprometido— es el individuo que alcanza una conciencia crítica en un estado de crisis de la sociedad. Pero ni él ni mucho menos el resto de los individuos alienados por la sociedad decadente podrán alcanzar la liberación sin antes cambiar la sociedad. Aunque poseedor de la conciencia crítica inicial, el revolucionario se reconoce impuro y necesariamente infeliz debido a que no hay hombre nuevo, hombre liberado en una sociedad corrupta, doliente, decadente sin una Nueva Sociedad. En El socialismo y el hombre, el mismo Ernesto Che Guevara escribió: Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales; y los métodos convencionales sufren la influencia de la sociedad que los creó. La plenitud debe armonizar ambos aspectos del ser humano: el individual y el social. El divorcio de éste - el caso de los intelectuales no comprometidos, burgueses, esteticistas, etc. - produce individuos alienados, reproductores y legitimadores de un presente injusto. Para el intelectual comprometido no existe intelectual no comprometido sino adversarios que han hecho la opción contraria, evitando el cambio, la revolución, la igualdad, la justicia y, finalmente la liberación. La temática de Roque Dalton, su tono lírico, recuerda a otros poetas comprometidos como Pablo Neruda. En la misma dirección pero por caminos diferentes seguirá Eduardo Galeano: los mitos autóctonos, las leyendas que nutrieron la literatura latinoamericana y la historia de la Conquista europea narradas desde la otra voz. Es la visión de los vencidos: los dioses autóctonos perdieron porque eran ingenuos. La crueldad es requisito del vencedor, de la conquista y de la liberación (“Matar un tigre”). En “El duende” recrea una leyenda americana que recuerda a las leyendas de Neruda y del más lejano Adolfo Bécquer en Desde mi celda: es el romántico que no cree pero mira hacia el pasado en busca del tiempo perdido, del tiempo desgarrado por la historia, por la violencia de la historia. También Octavio Paz vuelve su mirada a los mitos americanos, a las leyendas y a las piedras del antiguo México. Pero no toma la voz de los vencidos sino la del antropólogo que escribe en verso. La poesía crítico-revolucionaria ha sido, sucesivamente, la poesía de la esperanza, de la lucha, de la resistencia y, finalmente de la derrota. Es el camino trágico del héroe. La derrota, la muerte es la suspensión del triunfo final, como la noche procede al día. Podría resultar incomprensible que la literatura críticorevolucionaria no se haya caracterizado por el naturalismo europeo y, por le contrario, haya optado por la remitologización americana. En ocasiones, la opción fue el neorrealismo, quizás más por influencia de otros márgenes europeos como la literatura rusa del siglo XIX o el cine italiano del siglo pasado. Pero la poesía críticorevolucionaria, en cambio, no abandona el tiempo y el espacio mítico. Por el contrario, lo revindica en nombre de una revolución que es hija de la historia y, más precisamente, de la modernidad. En la América conquistada, en la América marginal, la modernidad nunca es completa sino contradictoria. Los poetas revolucionarios ensayan su originalidad como regreso al origen; no es la adopción de lo nuevo que le fue largamente impuesto sino la permanente adopción de unos dioses en los cuales no cree pero con los que se solidariza.  Dalton adopta a un espectro de Quetzalcoátl como metáfora pero no como dios.

Quetzalcoátl nos guía con su piedra verde clavada en la madera
sus huellas son nuestra defensa contra el extravío,
su espalda el rumbo para nuestros ojos.
Y más adelante, la historia y la posición del poeta
Núñez de la Vega y Landa los dos obispos los dos
temerosos de nuestros posibles demonios inderrotables
al fuego lo que con el fuego tiene trato dijeron.






Los poetas crítico-revolucionarios como Neruda, como Dalton, como Galeano no reconocen a los antiguos dioses americanos sino en el alma de los pueblos que creyeron en ellos y por ellos cayeron vencidos. Es un acto de desafío, entonces, adoptar o recuperar los cadáveres de la violencia y volverlos a la vida, como un gesto del rebelde americano que se representa como revolucionario europeo.
Dalton en su serpentaria carrera también accede al círculo de poder de Fidel Castro y establece con él una profunda relación. La amistad de Roque con Fidel Castro comienza una noche de 1962 mientras trabajaba en Radio Habana, cuando el equipo completo de la radio decide irse de fiesta. Roque se queda atendiendo la suplencia de la programación. Esa noche llega en una visita sorpresiva Fidel Castro a la Radio y trás el enojo que le causa la irresponsabilidad del personal, entra en contacto con aquél muchacho enclenque, de mirada vivaz y desgarbado, con la nariz ganchuda y una expresión melancólica en su rostro que no se cansa de bromear. Así se inicia una amistad testimoniada en el artículo de Julio Cortázar, Una muerte monstruosa, donde describe un anochecer cuando en La Habana se encuentran reunidos los miembros de un Jurado del Premio Casa de las Américas y reciben la visita de Castro, reunión que termina en una larga discusión entre Castro y Roque Dalton sobre las ventajas y desventajas de un invisible fusil que se pasan y contrapasan hasta que el amanecer termina venciéndolos a todos y mandándolos a la cama. Esta amistad hace que Fidel Castro le encargue la redacción de ¿Revolución en la revolución? y la crítica de derecha, que sirve para defender las tesis foquistas de Régis Debray, y que Dalton le dedique a Castro su obra "Un libro rojo para Lenín" .
Pero Roque también fue hermano de una serie de poetas jóvenes cubanos que terminarán siendo víctimas del castrismo. Algunos de ellos son Jesús Díaz, que se exilió en Berlín en 1991, después de ser condenado a muerte nada menos que por el entonces Ministro de Cultura de Cuba, Armando Hart; Díaz fundó y dirigió luego la revista cultural Encuentro en España, ciudad donde murió de un ataque cardíaco; dejo testimonio de la amistad de los jóvenes poetas cubanos con Roque Dalton en su novela Las palabras perdidas. Otro amigo entrañable de Roque fue Heberto Padilla, desencadenador del "Affaire Padilla" con Fuera del juego, encarcelado por el régimen castrista y luego enviado al exilio, donde publicó una novela con el título de un verso de Dalton, En mi jardín pastan los héroes y que murió en los Estados Unidos.
No existe un "Roque fidelista" en el sentido ortodoxo de la palabra, existe un Roque cautivado por la figura de Castro en los primeros años de la Revolución, y también existe un "Hermano Dalton" que comparte con los jóvenes poetas cubanos la frustración que la burocracia de un socialismo adormecido.
Su amistad con los trovadores de la canción cubana también queda de manifiesto. Silvio Rodríguez lo recuerda con suprema admiración y esta relación mutua aparece sellada en muchas letras testimoniales.

 OBRA PRINCIPAL DALTONIANA

Poesía

Dos puños por la tierra (1955 co-autor Otto René Castillo)
Vengo desde la URSS amaneciendo (1957)
Mía junto a los pájaros (1958)
La ventana en el rostro (1961)
El mar (1962)
El turno del ofendido (1962)
Los pequeños infiernos (1964)
Los testimonios (1964)
Taberna y otros lugares (1969)
El amor me cae más mal que la primavera (1973)
Las historias prohibidas del pulgarcito (1974)
Poemas clandestinos (1981)
Un libro levemente odioso (1988)
Un libro rojo para Lenín (1986)

Ensayo

El Salvador (1963)
César Vallejo (1963)
México (1964)
¿Revolución en la revolución? y la crítica de derecha (1970)

Testimonio y Novela

Miguel Mármol. Los sucesos de 1932 (1972)
Pobrecito poeta que era yo... (1976)

Hace ya unos años - mayo de 1993-  en una entrevista publicada en el diario Excélsior de México, Joaquín Villalobos reconoció su inexplicable actitud.
Una síntesis de ese reportaje nos parece sustancial para determinar la verdad de este asesinato.

¿Cuál fue la actitud de Dalton en el juicio y a la hora de su ejecución?

La actitud de Roque, en las partes que pude darme cuenta, fue de estar constantemente señalando que eso era un error, que debía de investigarse más. La actitud durante la ejecución fue de oponerse a ella en el sentido de señalar que no, que eso iba a ser un gravísimo error, que era una injusticia. Pero quiero señalar una cosa que es importante. Cuando se hace este tipo de preguntas hay como una búsqueda de conferir que en esa etapa existía la posibilidad de procesos muy ordenados y serios. Yo me voy a remitir a la etapa actual, por ejemplo, una de las cosas que los organismos internacionales de derechos humanos imputaron al FMLN fue precisamente lo de los juicios sumarios y el FMLN hizo muchas defensas de formalizar esto. Lo cierto es que si en la etapa de guerra de mayor desarrollo con territorios bajo control, el FMLN no fue capaz de tener una política ordenada, un marco jurídico, digamos informal, de funcionamiento para este tipo de cosas, sino que tenían una alta cuota de un trabajo de inteligencia y una alta cuota también de arbitrariedad y por eso considero que en esto se cometieron muchos errores en unas zonas más que en otra y que en una zonas se cometieron errores gravísimos en ese sentido. Entonces en aquella etapa  muchísimo más, actuaba el sentido más emocional, la pasión de las ideas, de las posiciones que se tenían. No era algo ordenado, de pruebas, documentos y evidentemente aquello no podría llegar a tener la calidad de un juicio serio, por eso no se puede hablar de que haya habido un proceso.

¿Se le dio a conocer a Dalton de qué se le acusaba?

Sí, se le hizo saber; hubo reuniones en las que participó, se discutieron las cosas y todo, pero evidentemente no había una oportunidad real de defensa, pero lo importante a señalar es que en esas condiciones era muy difícil, los códigos que se aplicaron fueron más bien basados en elementos subjetivos, porque las condiciones hace imposible que se pueda acumular pruebas, documentos, no se puede prolongar mucho el tiempo de una cosa de esa. Entonces, lógicamente la tendencia es siempre a que la conclusión sea siempre la de condenar al que está en una situación de este tipo. Ya después cuando estábamos en una etapa más avanzada de la guerra; recuerdo que cuando ya teníamos condiciones para retenciones prolongadas pudimos resolver muchos casos sobre la base de la retención prolongada, investigación y en algunos casos descubrimos que no había problemas. Por ejemplo, el caso de un compañero que pasó retenido casi un año por un cargo de ser parte de una infiltración que intentaba destruir la Radio Venceremos y que descubrimos que efectivamente no tenía nada que ver. Pero el problema fue porque lo había señalado una persona a la que sí habíamos efectivamente comprobado pruebas. ¿Pero cómo se podíamos hacer eso 15 años atrás?, imposible. Recuerdo que en una ocasión se discutió  la posibilidad de sacar a Dalton del país, pero cómo se sacaba, no se podía; o sea, de una manera muy informal, como una alternativa y frente al cúmulo de problemas de seguridad se llegó a la conclusión de que no había otra alternativa y que había que hacer la ejecución.  Recuerdo que en un momento el ERP publicó un comunicado en el que diferenciaban la actitud que había tenido Pancho a la hora de la ejecución y la que había tenido Roque Dalton; decían algo así como que Pancho había tenido una actitud «proletaria» y Dalton, «pequeñoburguesa». El problema era que Pancho era una gente sin la formación política que tenía Roque, entonces ésa era la actitud lógica, consecuente en esa posición. Mientras que Roque era una gente con argumentos, con lógica, con posición, descubría que lo que se estaba haciendo se tenía que evitar. Yo diría que si le hubiéramos hecho caso..., Pancho no nos dijo ustedes están cometiendo un error, Roque sí nos dijo que estábamos cometiendo un error. Yo devalúo totalmente lo que dijimos en aquella época, lo que dijimos en ese entonces sería un argumento de tipo fundamentalista, o sea, lo que pesaba más, lo que impactaba más era la aceptación simple de los cosas, pero evidentemente cuando vimos cuáles  fueron los costos de este terror, el llamado que nos hizo Roque de manera persistente al decir que nos estábamos equivocando, tenemos que darle la razón.

¿Vale la posibilidad de considerar que pudo haber sido el enemigo de la guerrilla, en el fondo, el culpable de la muerte de Dalton?

Esto es bien importante tenerlo en cuenta, y creo que lo remitiría a cosas que ya dije. Aquí no hubo ardid de nadie, fue un error nuestro. Nosotros en medio de la pasión de este error, de este mal tratamiento fruto de la etapa fundamentalista sale este argumento y luego los que están fuera viendo la situación en el fondo con el mismo esquema vienen y sacan que «no fue Roque el de la CIA», sino que fue una manipulación de la CIA desde afuera, lo que condujo a su muerte. Cuando se dice que si no fueron los ejecutores «tontos útiles» de alguna conjura contra el propio movimiento insurgente, yo creo que no tenía la CIA la capacidad de llegar a este nivel, si lo hubiera tenido nos acaba.





¿Qué pasa ahora con Roque?, ¿dónde está su cadáver?En algún momento se dijo que se iba a entregar a la familia.

Correcto, hemos estado trabajando en eso con un equipo de los compañeros que tenían la información con el propósito de buscar un momento que era de lo que te hablaba hace un rato, que nos permitiera reivindicarnos y enmendar en parte la falta. Hasta ahora desgraciadamente no hemos tenido resultados porque es mucho tiempo, hay que tomar en cuenta que hablamos de 18 años. Esperamos que al poder crear un equipo un poco más amplio podamos tener resultados, pero también está el riesgo de que no los tengamos.
De cualquier forma con eso o sin eso, nosotros vamos a buscar el momento propicio para ese proceso de explicación de mayor profundidad en el caso, para adoptar una posición más en forma y darla a conocer como organización. En la coyuntura de la Comisión de la Verdad no quisimos; nos preguntaron si queríamos tocar el caso, pero esto era poner el asunto de Roque en medio de todo esto, era como desnaturalizar lo que en realidad fue; no sólo estaba fuera del tiempo sino también fuera del contexto político; era una falta de otro tipo, dada en otra situación y más bien lo hubiera diluido. Queremos que se sepa que efectivamente reconocemos el error y cambiamos. 

¿Cree que éste ha sido su más grande error?

Mira, yo creo que sí, y tiene elementos que te pueden marcar en sentido positivo y te pueden marcar en sentido negativo. En sentido positivo qué te marca: que es de tal dimensión y que faltaba tanto por vivir que nos ayudó a no equivocarnos en ese sentido. De ahí cometimos otro tipo de errores pero ese tipo de errores no volvimos a cometer nunca, jamás. La prueba está en que nuestra organización no se volvió nunca más a dividir, nunca tuvimos un problema político interno y ahora  que tenemos discusiones y debates internos ahí está entera, entera; jamás volvimos a resolver una diferencia interna con una medida de ese tipo. Nos marcó tanto como que fue el error más grave, más difícil, porque es el que nos pudo haber destruido o sea más adelante podías cometer un error pero difícilmente retrocedías, o sea, otros podían seguir el camino, incluso, hace poco cuando salió esta resolución de la Comisión de la Verdad, yo le decía a un compañero que cuando me enteré de la resolución que en el plano subjetivo me parece que es injusta independiente de que la acepte, es injusta; sólo me recordó los momentos más difíciles que he vivido en todo el proceso y uno de ellos, el primer momento más difícil, fue el período de Roque Dalton. Incluso, implicó la separación de compañeros a los que uno quería mucho, o sea, por un lado, está lo de Roque, por otro lado está el desaparacimiento de Lil Milagro, quien más formó en el plano ideológico-orgánico para el trabajo revolucionario y el caso de Pancho que también muere con Roque en el mismo fusilamiento, que era el primer constructor de armas populares y explosivista de nuestra organización. Entonces tiene una cantidad de implicaciones subjetivas bien grandes y te digo eso nos marcó, pero menos mal en sentido positivo.

¿Qué siente cuando oye hablar de Roque Dalton?

Un sentimiento de responsabilidad, siempre me recuerda la falta y por otro lado, el hecho de pensar lo que hubiera significado si hubiera estado vivo en esta etapa ... eso nunca lo dejo de pensar. Roque era una gente con una imaginación increíble, incluso, era la gente más amena que teníamos, con una capacidad de comunicación y de interpretación de los hechos, con sentido de comunicación hacia abajo que yo no lo he vuelto a ver en la organización ni en El Salvador, ni dentro del FMLN, ni dentro de la izquierda. Era un arma poderosa de comunicación que perdimos en virtud de una falta de la más desgraciada que pudimos haber cometido.

¿Cree que esto que está diciendo puede concluir con ese tabú que prácticamente ha existido en el caso Dalton?

Yo creo que es difícil: creo que se puede ir reduciendo su peso. Hay quienes pensarán que es cinismo, que es pragmatismo, lo he oído, me ha tocado en algunas ocasiones escuchar que otros piensan que es eso, pero no, yo lo hago con toda sinceridad y no lo hago con el sentido de limpiarnos, pienso que no, que limpiar totalmente esa carga es bien difícil. Sólo de imaginarse lo que la derecha piensa y maneja sobre este caso: lo que incluso dentro del seno de la misma izquierda, en medio de las pasiones políticas piensa usar ... pero ni modo así es, hay páginas en la historia de uno que quisiera borrar y repetirla y rehacerla pero eso no se puede. Tener el valor de reconocer los errores es algo que a la larga fortalece tus opiniones.

¿Están dispuestos ustedes a hacer un reconocimiento público de este error, que quede recogido en un documento?

Creo que en parte he respondido a esto: creo que no se trata de reparar la imagen pública de Roque. Prácticamente el problema acá es cómo medianamente poder señalar un error que volvió a repetirse en nuestra organización. Yo creo que Roque está reivindicado, no es cuenta de éste, el problema es la pérdida física de Roque, pero su pérdida en términos de imagen creo que no existe, más bien el problema acá es que el reconocimiento nuestro es para poder reivindicarnos nosotros, ese es el punto, no se trata de que él haya quedado manchado. Por eso otra de las lecciones que nos dejó Roque es que la verdad es una arma revolucionaria. Tarde o temprano, las cosas se saben y por ello reconocer los errores es un elemento sumamente importante, a veces puede tener que esperarse condiciones, etc, etc, pero a la verdad es algo que hay que dar un espacio. Y en relación a la posibilidad de publicar un documento, sería quizá esta la primera vez que doy una declaración a nombre de la organización sobre este caso en la que he dado más elementos de información que en ningún otro momento y evidentemente es parte de una decisión que teníamos y bajo determinadas condiciones de tal manera que se pudiera destacar el hecho, que no quedara perdido.
Nosotros estábamos por dar pasos como éste.  





Profecía sobre profetas

A N.Altamirano y herederos,
a la familia Dutriz, a la familia Pinto.

Puesto que la palabra debería ser
como la mujer en el momento del amor
como lo que verdaderamente entregamos
en el momento de la muerte
(cuando se ilustra una manera de ser que es fuente de vida
el restablecimiento de la pureza
la gran construcción del descubrimiento)
los profetas tendrán que colocarse aquí
para ser juzgados
cada uno
esperando su turno de pasar al espejo
para apelar ante el gran coro de víctimas.

Ay entonces del grito
que no se emitió para dolerse de los hermanos
sino para corromper sus oídos al tiempo
que se loaba a su enemigo
ay entonces de la frivolidad
con que se apoyó la vigencia del becerro de oro
ay entonces de las mariposerías
con que se puso cortapisas
a la identificación y al ajusticiamiento del hambre
ay del traslado del crimen hacia los hombres de los débiles
ay de las complicidades ay de las delaciones
ay de los servilismos
ay de los soplos al oído del verdugo
ay de las tolerancias
ay de las mentiras matutinas y vespertinas

Porque toda esa miasma se derramó
sobre la inocencia del pueblo
sobre su blanco candor caído del cielo
del gran desalojado del paraíso
y no habrá rueda de molino suficientemente aplastante
para las cabezas de sus envenenadores
de quienes quemaron con perfume las pupilas de sus centinelas
de quienes rompieron sus tímpanos
de gritos de loras sobrevivientes de la experiencia de Jericó.

Ni de los vivos ni de los muertos
habrá perdón para ese uso de la palabra.
El inocente gigante justiciero
despertará de su ensordecimiento
abrirá sus profundos ojos anegados por los profetas
y los fulminará en sus propios asientos enraizados
a la derecha del Amo desenmascarado
por los siglos de los siglos
para nunca jamás.


Alta hora de la noche 

Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre
porque se detendría la muerte y el reposo.
Tu voz, que es la campana de los cinco sentidos,
sería el tenue faro buscando por mi niebla.
Cuando sepas que he muerto di sílabas extrañas.
Pronuncia flor, abeja, lágrima, pan, tormenta.
No dejes que tus labios hallen mis once letras.
Tengo sueño, he amado, he ganado el silencio.
No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto:
desde la oscura tierra vendría por tu voz.
No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre. 
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre.


Canción de protesta
A Silvio.

Cayó mortalmente herido de un machetazo en la guitarra
pero aún tuvo tiempo de sacar su mejor canción de la funda
y disparar con ella contra su asesino
que pareció momentáneamente desconcertado
llevándose los índices a los oídos
y pidiendo a gritos
que apagaran la luz.


Yo estudiaba en el extranjero en 1953


Era la época en que yo juraba
que la Coca Cola uruguaya era mejor que la Coca Cola chilena
y que la nacionalidad era una cólera llameante
como cuando una tipa de la calle Bandera
no me quiso vender otra cerveza
porque dijo que estaba ya demasiado borracho
y que la prueba era que yo hablaba harto raro
haciéndome el extranjero
cuando evidentemente era más chileno que los porotos.


 

Y, sin embargo, amor, a través de las lágrimas...

Y, sin embargo, amor, a través de las lágrimas,
yo sabía que al fin iba a quedarme
desnudo en la ribera de la risa.
Aquí,
hoy,
digo:
siempre recordaré tu desnudez entre mis manos,
tu olor a disfrutada madera de sándalo
clavada junto al sol de la mañana;
tu risa de muchacha,
o de arroyo,
o de pájaro;
tus manos largas y amantes
como un lirio traidor a tus antiguos colores;
tu voz,
tus ojos,
lo de abarcable en ti que entre mis pasos
pensaba sostener con las palabras.
Pero ya no habrá tiempo de llorar.
Ha terminado
la hora de la ceniza para mi corazón:
Hace frío sin ti,
pero se vive.

Después de muchas idas y vueltas, finalmente un informe emanado de la Central Intelligence Agency (CIA), determinó lo que ya se sabía: Roque Dalton no fue agente de los servicios norteamericanos.
Lo que sigue es un cable de la agencia EFE que da cuenta sobre el artículo publicado en The Washington Post y que confirma  el ruin misterio sobre la vida del poeta salvadoreño.





SAN SALVADOR- Una serie de documentos de la Central Intelligence Agency (CIA) relacionados con Roque Dalton han sido desclasificados y esclarecen que el poeta no fue agente de la CIA.
La documentación es presentada en el articulo “Reclutar, desertar o anular. La historia jamás contada de Roque Dalton, la inteligencia cubana y la CIA”, escrito por Charles Lane, del The Washington Post, que la revista mexicana “Letras Libres” también publica este mes, según dice David Hernández, en La Prensa Gráfica.
Con esto, la acusación hecha por los miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), organización guerrillera comandada por Alejandro Rivas Mira y Joaquín Villalobos, y a la que Dalton pertenecía, queda desmentida.
El poeta fue fusilado el 10 de mayo de 1975 por sus propios compañeros de armas y de organización, acusado de insubordinación, deserción y de ser agente de la CIA.
El ERP posteriormente se convertiría en una de las organizaciones que conformarían la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
Hernández señala que uno de los documentos “atañe a Harold F. Swenson, ‘Hal’, el agente de la CIA que lo interrogó (a Dalton) el 23 de septiembre de 1964 en la cárcel de Cojutepeque y, dos días después, en la finca del coronel Mario Guerrero, en Los Planes de Renderos”. Lo anterior fue plasmado por Dalton en su libro “Pobrecito poeta que era yo”.




La publicación dice que “Hal” intentó reclutar a Dalton para la CIA y que estuvo acompañado del desertor cubano Vladimir Rodríguez Lahera, conocido como “El Ratón”, quien había adiestrado militarmente a 23 salvadoreños en Cuba, incluido Dalton, entre septiembre de 1962 y marzo de 1963.
Por otra parte,  la publicación de Hernández señala que “Dalton y otro miembro del grupo de salvadoreños entrenados en Cuba, Pedro Rafael de la Cantera, actualmente residente en México, habían sido reclutados por la Dirección General de Inteligencia (DGI) cubana”.
La estadía de “Hal” en El Salvador obedecía al seguimiento que la CIA le daba al poeta, al que consideraron como un “candidato idóneo” para ser un agente doble “debido a su pertenencia al servicio secreto cubano y al PCS”.
Para Juan José Dalton, hijo de Roque Dalton, esta información enaltece la “honestidad” con que su padre se conducía en su quehacer político y literario, y pone el dedo en el renglón del “monstruoso crimen” y de la “impunidad” que ha alcanzado hasta el actual gobierno.
“Siempre, siempre, tuvimos confianza en la honestidad política y patriótica de nuestro padre, Roque Dalton. Cada vez que se revelan los detalles de su vida y de su quehacer intelectual, su figura se hace más grande y su crimen más monstruoso, agrandado esto por la impunidad vigente por el actual jefe de Estado de El Salvador, Mauricio Funes, quien se empeña en mantener a uno de los asesinos de Dalton en su gobierno”, dijo.
Jorge Meléndez, conocido como “Jonás” acusado de participar en el asesinato de Roque Dalton, dijo en una entrevista dada a ContraPunto, que la dirección del ERP estaba conformada por Lil Milagro, Alejandro Rivas Mira, Joaquín Villalobos, Fermán Cienfuegos, y que Rivas Mira fue quien formuló la acusación de que Dalton era agente de la CIA, basándose en declaración de Salvador Cayetano Carpio.
“Yo no recuerdo el asesinato de Roque Dalton, recuerdo un proceso político en el cual salieron muertos varios compañeros, uno de ellos, Roque Dalton”, dijo el actual director de Protección Civil a ContraPunto. Menéndez se desmarca de toda responsabilidad en el asesinato de Dalton, pero fue su propio jefe quién lo señaló.
Villalobos apunta, en una entrevista dada al periódico mexicano Excélsior, que Menéndez era parte de la dirección del ERP que condenó a muerte a  Roque Dalton.
“Fue una decisión de la dirección de esa época de 1975 que son, tendría que hacer una precisión, pero por ahorita me recuerdo de Alejandro Rivas Mira, Jorge Meléndez, Vladimir Rogel, Alberto Sandoval (Lito) y otro compañero de seudónimo Mateo y yo. Probablemente se me ha quedado un par de nombres más”, dijo el ex comandante guerrillero.
Recientemente, Villalobos y Menéndez fueron sobreseídos en un juicio por el caso de asesinato de Dalton; la exoneración del cargo se dio por petición del Fiscal General, quien consideró que el caso había prescrito y porque el juez considero que el asesinato del poeta no constituía un crimen lesa humanidad.
Veinticuatro años después de su asesinato, en 1999, el poeta y pintor salvadoreño Javier Alas publicó la primera biografía bajo el título Roque Dalton, el turno del poeta (Editorial Delgado, El Salvador).
En 2006, Melgar Brizuela defendió en el Colegio de México una extensa tesis doctoral sobre el autor del Poema de amor y en 2010  Luis Alvarenga culminó su tesis sobre Dalton, defendida en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas.
Sus poemas han sido traducidos a diversos idiomas y su obra objeto de numerosos estudios.
Roque Dalton recibió, entre otros  premios, la Mención del Premio Casa de las Américas en 1962 por El turno del ofendido y el  Premio Casa de las Américas en  1969 por Taberna y otros lugares.


Article 7

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ABANICO LATINOAMERICANO

DELMIRA AGUSTINI: ENTRE EL EROTISMO Y LA FATALIDAD






La dramaticidad en el contexto de la literatura latinoamericana es una constante que atraviesa la obra de la gran mayoría de nuestros narradores. De hecho, muchos de ellos acudieron a finales trágicos donde la cuota de un romanticismo extremo no escapaba a esa realidad. El suicidio y la muerte violenta, en algunos casos, cooperó con esta conducta que hizo enmudecer a muchas voces y caer en la melancolía a innumerables lectores consustanciados con ese malestar existencial. Hay una línea atormentada y descorazonada en las lecturas que se nos presentan como verdades bíblicas, como un índice inequívoco de una forma de vida angustiante y desoladora. El escritor padeciente encaja perfectamente en ese mundo lleno de sinsabores, de irremediables traspiés; como si se tratara de un espacio pantanoso de donde es imposible salir con vida. Situación más penosa aún si serefierea una literatura plasmada por mujeres, que por el sólo hecho hormonal ya estaban en desventaja, sufriendo  el golpe lapidario y cruel de sus pares, quienes miraban la obra desde un escenario montado para la denostación y el vitupero.

La dramaticidad se impone, se enquista como categoría y se expande de manera ejemplicadora. María Corti afirma en sus Principi della communicazione letteraria que "el texto, salvo casos excepcionales, no viene aislado en la literatura, sino que, debido a su función sígnica, pertenece con otros signos a un conjunto, es decir, a un género literario, el cual, por esta causa, se configura como el espacio en que una obra se sitúa en una compleja red de relaciones con otras obras". Este modo de abordaje de lo genérico no niega lo anteriormente expuesto, pero ofrece un principio heurístico importante: podemos partir del canon genérico que cada época hace suyo, acotar incluso un grupo de obras y estudiar ese conjunto de relaciones que las vincula y a la vez constituye. La valoración de lo siniestro en este aspecto podría adecuarse perfectamente, porque estamos en presencia  de algo funesto y catastrófico que se percibe en la lectura misma y se proyecta al plano que legitima la desventura propia de una sociedad represora y reprimida.

En el Río de la Plata esta fórmula desarrolló una costumbre que puso en escena el testimonio narrativo de innumerables creadores. El caso de Delmira Agustini (1886-1914) se proyecta como un modelo de características sumamente particulares. Única creadora uruguaya en cuya poesía cantó por vez primera el erotismo con voz ardiente y pulcra. Mujer de complicada y extraña personalidad, su parecido entreteje su creación poética dando lugar a ingentes estudios biográficos, cimentados específicamente en la esquela intima. Lo que ha llamado la atención es la diferencia entre su vida y el contenido de su poesía, lleno de erotismo, en el cual la pasión a la carne cierra un trato frenético del espíritu en su indagación de eficacia. Delmira Agustini surgió como un milagro para muchos críticos a quienes les resultaba imposible entender su precocidad, su genialidad aislada, su hondura, su recorte nítido del entorno, su atreverse a decir, su atreverse a ser. Podemos afirmar que la sociedad no estaba preparada para oír una voz como la suya. Muchos se sorprendieron, algunos trataron de neutralizarla, la mayoría no la entendió. Todavía hoy, sus textos sorprenden a la vez que cautivan, tanto por su calidad poética, como por su capacidad reveladora y transgresora. El silencio de la mujer de aquella época era mucho más cerrado y celado que el que todavía -lamentablemente- se guarda hoy. Era la época que José Pedro Barrán llamará "del disciplinamiento".  Por eso, es destacable y conmovedor que una joven de 20 años de la clase media alta en un Montevideo de costumbres muy rígidas, que no llegaba entonces a 300.000 habitantes, pudiese y se animase a escribir y a publicar un libro donde se concibe el conflicto como modelo hegemónico. El no haber contado con una tradición literaria, siquiera con una voz anterior de mujer en la que apoyarse, hace aún más solitario y paradigmático su caso. Es ella precisamente la que abre el camino de la literatura escrita por mujeres fieles a sí mismas, en un tono auténtico, y en franca oposición con los modelos señalados por la sociedad.Dentro del modelo burgués, la situación de la mujer era opresiva y desigual con respecto al hombre. Éste era la autoridad, el jefe de familia. El matrimonio suponía la fidelidad femenina hasta la muerte, así como su castidad previa. Para no correr el riesgo de ser mal interpretada, no debía salir sola de su casa, sino acompañada,  y estaba confinada al hogar, sometida a la autoridad del marido, quien la veía probablemente como un objeto decorativo. La sexualidad se vivía con una enorme carga prohibitiva. El sexo era pecado, pero la prostitución se constituyó en un verdadero negocio en Montevideo, que salvaguardaba la inocencia de las señoras de su casa. Este panorama se repetía en la mayoría de los países hermanos. No fue casualidad que apareciera la imagen reveladora de Alfonsina Storni, la sencillez dolorida de Gabriela Mistral, la irrespetuosidad de Victoria Ocampo, la docilidad de Juan de Ibarbourou, todas unidas con el mismo lazo del segregacionismo cínico y procaz. 




Nació un 24 de octubre en Montevideo, en el seno de una familia de inmigrantes italianos.Su madre, María Murtfeldt, su padre, Santiago Agustini, y su hermano, Antonio Luciano Agustini. Por sus venas corría sangre de razas diversas, ya que uno de sus abuelos era francés, otro alemán y sus dos abuelas uruguayas. Todos ellos sobreprotegían, casi mimaban, su vocación poética (sin entenderla demasiado) con la que escandalizó a la burguesa sociedad rioplatense. De inteligencia precoz, autodidacta - a los cinco años sabía leer y escribir correctamente, a los diez componía versos - realizó estudios de francés, música (ejecutaba en el piano las partituras más difíciles) y pintura con maestros privados y por su cuenta, y envió tempranas colaboraciones en prosa a la revista La Alborada que se publicaba por entonces en la capital de su país.

Pero lo que asombró en Delmira Agustini fue la dicotomía mayor que rigió su vida, nunca satisfactoriamente explicada, y la cual descansaba en la doble personalidad que revelaba, de un lado, la conducta " irreprochable" y convencional de su casi nula vida pública, y por el otro, la inquietante cerebración erotizada de su poesía.

Rubia, de ojos claros, que eran tan pronto azules o celestes, e incluso verdes, según la luz, asombrados, en los que ardía un fuego secreto. No daba la impresión de ser alta, pero sí espigada y flexible. Se hablaba de "una niña de quince años, rubia y azul, ligera, casi sobrehumana, suave y quebradiza como un ángel encarnado, como un ángel lleno de encanto e inocencia". La tal niña era realmente una belleza, impresionante. Aurora Curbelo Larrosa, su abogada, dijo haber conocido a Delmira desde pequeña, y la describió como cariñosa, bella, de carácter melancólico y dueña de una precoz y maravillosa imaginación. El profesor de música Martín López, sostuvo que Delmira estaba muy bien dotada para la música, que tenía mucho talento, a pesar de que faltaba mucho a clase. Dijo que todo lo hacía bien, que era humilde, nada pedante, reservada y muy sumisa a su madre, a quien parecía encadenada. Alberto Zum Felde definió que “Delmira esa terrible sacerdotisa de Eros, fue una niña perfectamente casta hasta el día de la muerte y nunca ningún otro hombre que su marido tuvo trato carnal con ella. Los versos eran su mayor placer, pero también su tormento. A veces su tensión nerviosa llega a extremos insoportables”. "Yo casi preferiría que no escribiera.", decía su madre. Delmira era una niña buena y obediente, sencilla y dulce, recatada, esa misma mujer que luego, en la alta noche, en las madrugadas, era capaz de escribir versos inquietantes.  
En la vida de la poeta, se avinieron de manera dramática la señorita hogareña, sumisa y disimulada, a quien los padres llamaban “La Nene”, con la mujer de cualidad profusa y la poeta que arrancó un vuelo libertando los sueños a zonas limitadas por la circunstancia del entorno. Como derivación del influjo de la madre, se ha destacado el puerilismo que se refleja en sus cartas y en el cuidado más curioso que ponía en la muñeca de ojos azules y vestido de raso, sentada en la sala, en su rincón favorito como ella lo llamaba.





En lo exterior: una señorita consentida de la burguesía provinciana del Montevideo de principios de siglo, y la que, en tanto que tal, se conducía como Dios manda (y como le mandaba una madre absorbente, dominante y autoritaria de cuyas faldas parecía prendida). En lo interior y esencial: un ardiente temperamento femenino que, casi en estado sonambúlico o de "trance" ( así lo declaran quienes la conocieron) iba escribiendo, en la soledad hiperestésica de sus noches y guiada sólo por su extraordinaria penetración intuitiva ( en su lírica consignó fuertes notas pasionales sin haber conocido jamás, al decir de sus contemporáneos, amores pecaminosos) , los poemas de más apasionada sensualidad y sexualidad que jamás mujer alguna hubiera intentado en el mundo hispánico ( y aun fuera de éste). Estos poemas producían, la cosa no era para menos, el natural pasmo de sus coetáneos y de sus coterráneos. Así, Carlos Vaz Ferreira, el gran pensador uruguayo de su tiempo, y amigo de la familia, le escribía con no disimulada perplejidad:
"Usted no debería ser capaz, no precisamente de escribir, sino de entender su libro [y se refería el escritor aquí al primero de la autora, donde ella no había alcanzado aún el clímax de su intensidad pasional y de su hondísima comprensión de la vida]. Cómo ha llegado usted, sea a saber, sea a sentir, lo que ha puesto en ciertas páginas, es algo completamente inexplicable".

De El libro blanco

La musa
Yo la quiero cambiante, misteriosa y compleja;
Con dos ojos de abismo que se vuelvan fanales;
En su boca una fruta perfumada y bermeja
Que destile más miel que los rubios panales.
A veces nos asalte un aguijón de abeja:
Unos raptos feroces a gestos imperiales
Y sorprenda en su risa el dolor de una queja;
¡En sus manos asombren caricias y puñales!
Y que vibre, y desmaye, y llore, y ruja, y cante,
Y sea águila, tigre, paloma en un instante.
Que el Universo quepa en sus ansias divinas;
Tenga una voz que hiele, que suspenda, que inflame,
Y una frente que erguida su corona reclame
De rosas, de diamantes, de estrellas o de espinas!

La estatua
Miradla, así, sobre el follaje oscuro
Recortar la silueta soberana...
¿No parece el retoño prematuro
De una gran raza que será mañana?
¡Así una raza inconmovible, sana,
Tallada a golpes sobre mármol duro,
De las bastas campañas del futuro
Desalojara a la familia humana!
¡Miradla así -¡de hinojos!- en augusta
Calma imponer la desnudez que asusta!...
¡Dios!...¡Moved ese cuerpo, dadle un alma!
Ved la grandeza que en su forma duerme...
¡Vedlo allá arriba, miserable, inerme.
Más pobre que un gusano, siempre en calma!

Explosión
Si la vida es amor, bendita sea!
Quiero más vida para amar! Hoy siento
Que no valen mil años de la idea
Lo que un minuto azul de sentimiento.
Mi corazón moría triste y lento...
Hoy abre en luz como una flor febea;
¡La vida brota como un mar violento
Donde la mano del amor golpea!
Hoy partió hacia la noche, triste, fría,
rotas las alas mi melancolía;
Como una vieja mancha de dolor
En la sombra lejana se deslía...
Mi vida toda canta, besa, ríe!
Mi vida toda es una boca en flor!




Demira Agustini formó parte de la generación del 1900, a la que también pertenecieron Julio Herrera y Reissig, Leopoldo Lugones y Rubén Darío (al que consideraba su maestro y tras conocerlo en 1912 en Montevideo, época en la que él estaba en la cumbre de su gloria, mantuvo una constante correspondencia), y de la generación del Río de La Plata (1910-1920), dominada mayoritariamente por hombres. Sus influencias fundamentales provinieron de los simbolistas franceses y de Friedrich Nietzsche.

Delmira está considerada una de las iniciadoras de la poesía femenina hispanoamericana, que le ha merecido los más lisonjeros elogios de los críticos. Diría Rubén Darío:

"Es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa en su exaltación mística (...) Si esta niña bella continúa la lírica, revelación de su espíritu, como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de habla española".

Ha sido una de las voces más sinceras y brillantes de toda la lírica hispanoamericana. Es un milagro de intuición y de sonambulismo poético, pues su lirismo llega a profundidades metafísicas y originalidades de expresión que contrastan con su feminidad juvenil. Se caracterizan por una utilización de símbolos: estatua, cirio, sello, serpiente, búho, vino, cisne... en la que el amor es concebido como un absoluto, al cual –según Rafael Barret- se arrojó como a un abismo, cerrando los ojos. De ahí a que la denomine "poetisa por sagrada fatalidad". Delmira Agustini inaugura con su obra lírica (y en un diapasón emocional no superado en cierto modo) la trayectoria de la poesía escrita por las poetisas hispanoamericanas del llamado posmodernismo: Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, las mayores. Pero la suya, aunque evolucionada y contrastada en un rápido proceso de maduración interior, cae totalmente en el modernismo, y sus deudas con éste son incluso tópicas en tramo inicial de la misma.

En cuanto a su estilo, debemos citar una importante característica que influirá en sus escritos. Sufría múltiple personalidad; era cuatro personas a la vez: Delmira, La Nena, La Potota y Joujou (la de los perfiles en La Alborada). Por ello, es Delmira quien escribe los poemas y las cartas a Rubén Darío, mientras que quien escribe a sus padres es La Nena o La Potota , observándose un importante cambio en el léxico, que pendula desde un estilo cuidado y profundo a otro mucho más trivial y completamente infantil. Otra importante característica es la afición de Delmira (mejor deberíamos decir, la de Joujou) por realizar retratos literarios de personas de su época.

Del manido bagaje modernista, aunque algunos poemas ya trataban de conseguir una expresión lírica original más adecuada a sus apasionadas vivencias personales, muchos proceden de los elementos expresivos -perlas y mármoles, cisnes y lagos, oros y azules- que pueblan y decoran ese tramo, el de El libro blanco (1907), quizá la mejor obra que ha escrito, que da testimonio de feminidad inequívoca, de exaltación lírica y sensibilidad delicada y ofreciendo en germen todo su mensaje de " sensualidad mística". Sus Obras Completas a las que se agregaron El rosario de Eros y su volumen póstumo Los astros del abismo, fueron publicadas en 1924, manifiestan, en palabra e incidente una exacerbación del amor, una sexualidad anhelante, hasta ese momento nunca presente en la poesía de lengua española, y mucho menos en la escrita por mujeres.



Por primera vez una mujer joven y bella abría su corazón con impúdica desenvoltura y en un lenguaje tan audaz como poético, tempestuoso y sugestivo, sacaba a la luz sus más íntimos sentires. Pero lo confiesa con tanta sinceridad que uno supone, dada la edad de la poetisa, producto de un estado de creación inconsciente, y otros, como lo afirma Federico Onís, lo juzgan reflejo de estados intuidos más bien que de realidades vividas. De cualquier manera es el mismo Eros quien inspira aquellos poemas crepitantes de deseos y satisfacciones carnales. Así, El Rosario de Eros, es toda voluptuosidad, júbilos y pasión vital en esta mujer nacida para el amor. Pero todo esto es mentira, espejismo puro. El goce, sobretodo el carnal, llevan en el fondo un pozo de tristeza, y esa tristeza, inseparable del placer, se derrama, quiéralo o no la autora, por todos y cada uno de sus versos (gritos encendidos de bacante y delirios misteriosos de pitonisa), aun de aquellos más aparentemente despreocupados ¿Presagiaba Delmira en estos versos su trágico final?

La riqueza y la variedad de su lenguaje, el tono íntimo y a veces desgarrado con que expresa sus intuiciones ponen al lector en contacto con un alma ardiente e insatisfecha que buscó en el poema respuesta al deseo, a la inquietud que, por vía indirecta acabó llevándola a la muerte. Asimismo, en 1969 apareció su Correspondencia íntima. Pero en un lapso muy breve - seis años y dos nuevos volúmenes: Cantos de la mañana (1910) que deja oír una voz de registros diferentes y complementarios, capaz de cantar la belleza del mundo; y Los cálices vacíos, (1910) depurado este último de su ya asegurada plenitud.

Con preferencia, en Delmira, serán ahora buitres y hongos, gusanos y arañas, vampiros y serpientes, quienes darán la materia, como en ráfagas, para visiones y configuraciones oníricas, en ocasiones de sugestión expresionista. Con ellos incorporaba expresivamente los esguinces de una ambiciosa visión interior donde lo tormentoso y sombrío se aliaba al fuerte reclamo erótico que la sostiene. Sus imágenes están dotadas de un poder de sugerencia enorme, y el lector se asoma a ellas, como a una sima de terrible fondo. Porque esa visión era, básicamente, dual y de gran complejidad. Ya en el poema que abre Los cálices vacíos -el titulado Ofrendado el libro- describe a Eros como integrado del placer y el dolor, plantas gigantes. Y los rubica con otros versos, definidor de ese dualismo que por dentro la enciende y la carcome a la vez: Con alma fúlgida y carne sombría. Su poesía oscila siempre así entre los consabidos pares polares que pudo abrevar en la tradición del decadentismo, y por consiguiente en Charles Baudelaire: el placer y el dolor, como se ha visto y correspondiente al deseo y la impotencia, el Bien y el Mal, el Amor y la Muerte, la Vida y la Muerte. Y ni faltarán las muy explícitas señales o alusiones sadomasoquistas, como ha notariado Emir Rodríguez Monegal (quien de paso ha señalado la raíz bodeleriana que, en lo literario, tiene esa escisión interior de la poeta). Y el tema ha sido documentado después por Doris T. Stephens en su libro de 1975, haciendo notar que, debido a su creencia en la voluptuosidad de la muerte, Delmira busca voluntariamente el dolor y la destrucción y su imaginería se carga así de esas aludidas sugerencias sadomasoquistas.

Una experiencia del amor en su totalidad, desde las sensaciones de la carne hasta su absoluta trascendencia es lo que devuelve en su conjunto la extraña y turbadora poesía de Delmira Agustini (y por ello se ha podido hablar, con mayor o menos acierto en la formulación, de la mística o metafísica de su erotismo, el cual es idealizado por la tortura de un ensueño extrahumano, preso en la cárcel de la materia). Y en un símbolo, al que dotó de una sugestión muy personal y que por ello repite en sus poemas, el de la estatua, parece haber resumido el conflicto entre el ardor pasional que le consumía, y la vida,las reglas y convenciones de la sociedad que le imponían una calma o serenidad estatuaria contra la cual conspiraba (intuitiva, instintivamente) la turbulencia y fogosidad de todo su ser. La verdadera historia de ese drama no hay que buscarla en los datos externos de su biografía, a pesar de que oscuramente la refrendara su trágico final, sino en esa absoluta (y audaz) desnudez de un alma ardida de mujer que entrega su intensa y visionaria poesía.

De Los cálices vacíos

Ofrendando el libro
A Eros
Porque haces tu can de la leona
Más fuerte de la Vida, y la aprisiona
La cadena de rosas de tu brazo.
Porque tu cuerpo es la raíz, el lazo
Esencial de los troncos discordantes
Del placer y el dolor, plantas gigantes.
Porque emerge en tu mano bella y fuerte,
Como en broche de místicos diamantes
El más embriagador lis de la Muerte.
Porque sobre el Espacio te diviso,
Puente de luz, perfume y melodía,
Comunicando infierno y paraíso.
-Con alma fúlgida y carne sombría...

Tu boca

Yo hacía una divina labor, sobre la roca
Creciente del Orgullo. De la vida lejana
Algún pétalo vívido me voló en la mañana,
Algún beso en la noche. Tenaz como una loca,
Seguía mi divina labor sobre la roca,
Cuando tu voz que funde como sacra campana
En la nota celeste la vibración humana,
Tendió su lazo de oro al borde de tu boca;
-Maravilloso nido del vértigo, tu boca!
Dos pétalos de rosa abrochando un abismo...-
Labor, labor gloriosa, dolorosa y liviana;
¡Tela donde mi espíritu se fue tramando él mismo!
Tú quedas en la testa soberbia de la roca,
Y yo caigo sin fin en el sangriento abismo!

Visión

¿Acaso fue en marco de ilusión,
En el profundo espejo del deseo,
O fue divina y simplemente en vida
Que yo te vi velar mi sueño la otra noche?
En mi alcoba agrandada de soledad y miedo,
Taciturno a mi lado apareciste
Como un hongo gigante, muerto y vivo,
Brotado en los rincones de la noche
Húmedos de silencio,
Y engrasados en sombra y soledad.
Te inclinabas a mí supremamente,
Como a la copa de cristal de un lago
Sobre el mantel de fuego del desierto;
Te inclinabas a mí, como un enfermo
De la vida a los opios infalibles
Y a las vendas de piedra de la Muerte;
Te inclinabas a mí como el creyente
A la oblea de cielo de la hostia...
-Gota de nieve con sabor de estrellas
Que alimenta los lirios de la Carne,
Chispa de Dios que estrella los espíritus-.
Te inclinabas a mí como el gran sauce
De la melancolía
A las ondas lagunas del silencio;
Te inclinabas a mí como la torre
De mármol del Orgullo,
Minada por un monstruo de tristeza,
A la hermana solemne de tu sombra...
Te inclinabas a mí como si fuera
mi cuerpo la inicial de tu destino
En la página oscura de mi lecho;
Te inclinabas a mí como al milagro
De una ventana abierta al más allá.
¡Y te inclinabas más que todo eso!
Y era mi mirada una culebra
Apuntada entre zarzas de pestañas,
Al cisne reverente de tu cuerpo.
Y era mi deseo una culebra
Glosando entre los riscos de la sombra
¡A la estatua de lirios de tu cuerpo!
Tú te inclinabas más y más... y tanto,
Y tanto te inclinaste,
Que mis flores eróticas son dobles,
Y mi estrella es más grande desde entonces,
Toda tu vida se imprimió en mi vida...
Yo esperaba suspensa el aletazo
Del abrazo magnífico; un abrazo
De cuatro brazos que la gloria viste
De fiebre y de milagro, será un vuelo!
Y pueden ser los hechizados brazos
Cuatro raíces de una raza nueva;
Y esperaba suspensa el aletazo
Del abrazo magnífico...
¡Y cuando,
Te abrí los ojos como un alma, y vi
Que te hacías atrás y te envolvías
En yo no se que pliegue inmenso de la sombra!

Fiera de amor

Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones.
De palomos, de buitres, de corzos o leones,
No hay manjar que más tiente, no hay más grato sabor,
Había ya estragado mis garras y mi instinto,
Cuando erguida en la casi ultra tierra de un plinto,
Me deslumbró una estatua de antiguo emperador.
Y crecí de entusiasmo; por el tronco de piedra
Ascendió mi deseo con fulmínea hiedra
Hasta el pecho, nutrido en nieve al placer;
Y clamé al imposible corazón... la escultura
Su gloria custodiaba serenísima y pura,
Con la frente en Mañana y la planta en Ayer.
Perenne mi deseo, en el tronco de piedra
Ha quedado prendido como sangrienta hiedra;
Y desde entonces muerdo soñando un corazón
De estatua, presa suma para mi garra bella;
No es ni carne ni mármol: una pasta de estrella
Sin sangre, sin calor y sin palpitación...
Con la esencia de una sobrehumana pasión!

Plegaria

- Eros: acaso no sentiste nunca
Piedad de las estatuas?
Se dirían crisálidas de piedra
De yo no sé qué formidable raza
En una eterna espera inenarrable.
Los cráteres dormidos de sus bocas
Dan la ceniza negra del Silencio,
Mana de las columnas de sus bocas
La mortaja copiosa de la Calma,
Y fluye de sus órbitas la noche;
Víctimas del Futuro o del Misterio
En capullos terribles y magníficos
Esperan a la Vida o a la Muerte.
Eros: acaso no sentiste nunca
piedad de las estatuas?-
Piedad para las vidas
Que no doran a fuego tus bonanzas
Ni riegan o desgajan tus tormentas;
Piedad para los cuerpos revestidos
Del armiño solemne de la Calma
Y las frentes en luz que sobrellevan
Grandes lirios marmóreos de pureza,
Pesados y glaciales como témpanos;
Piedad para las manos enguantadas
De hielo, que no arrancan
Los frutos deleitosos de la Carne
Ni las flores fantásticas del alma;
Piedad para los ojos que aletean
Espirituales párpados:
Escamas de misterio,
Negros telones de visiones rosas...
¡Nunca ven nada por mirar tan lejos!
Piedad para las pulcras cabelleras
-Místicas aureolas-
Peinadas como lagos
Que nunca airea el abanico negro,
Negro y enorme de la tempestad;
Piedad para los ínclitos espíritus
Tallados en diamante,
Altos, claros, extáticos
Pararrayos de cúpulas morales;
Piedad para los labios come engarces
Celestes donde fulge
Invisible la perla de la Hostia;
- labios que nunca fueron,
que no apresaron nunca
un vampiro de fuego
con más sed y más hambre que un abismo.
Piedad para los sexos sacrosantos
Que acoraza de una
Hoja de viña astral la Castidad;
Piedad para las plantas inmantadas
La eternidad que arrastran
Por el eterno azur
Las sandalias quemantes de sus llagas:
Piedad, piedad, piedad
Para todas las vidas que defiende
De tus maravillosas intemperies
El mirador inhiesto del Orgullo:
Apúntales tus soles o tus rayos!
Eros: acaso no sentiste nunca
piedad de las estatuas?...

El cisne

Pupila azul de mi parque
Es el sensitivo espejo
De un lago claro, muy claro!...
Tan claro que a veces creo
Que en su cristalina página
Se imprime mi pensamiento.
Flor del aire, flor del agua,
Alma del lago es un cisne
Con dos pupilas humanas,
Grave y gentil como un príncipe;
Alas lirio, remos rosa...
Pico en fuego, cuello triste
Y orgulloso, y la blancura
Y la suavidad de un cisne...
El ave cándida y grave
Tiene un maléfico encanto;
-Clavel vestido de lirio,
Trasciende a llama y milagro!...
Sus alas blancas me turban
Como dos cálidos brazos;
Ningunos labios ardieron
Como su pico en mis manos;
Ninguna testa ha caído
Tan lánguida en mí regazo;
Ninguna carne tan viva
He padecido o gozado:
Viborean en sus venas
Filtros dos veces humanos!
Del rubí de la lujuria
Su testa está coronada:
Y va arrastrando el deseo
En una cauda rosada...
Agua le doy en mis manos
Y él parece beber fuego,
Y yo parezco ofrecerle
Todo el vaso de mi cuerpo...
Y vive tanto en mis sueños,
Y ahonda tanto en mi carne,
Que a veces pienso si el cisne
Con sus dos alas fugaces,
Sus raros ojos humanos
Y el rojo pico quemante,
Es solo un cisne en mi lago
O es en mi vida un amante...
Al margen del lago claro
Y o le interrogo en silencio...
Y el silencio es una rosa
Sobre su pico de fuego...
Pero en su carne me habla
Y yo en mi carne le entiendo.
-A veces ¡toda! soy alma;
Y a veces ¡toda! soy cuerpo.-
Hunde el pico en mi regazo
Y queda como muerto...
Y en la cristalina página,
En el sensitivo espejo
Del algo que algunas veces
Refleja mi pensamiento,
El cisne asusta de rojo,
Y yo de blanca doy miedo!

Las tónica general de su poesía es erótica, habiéndosela comparado a Safo. Pero su erotismo se diferencia fundamentalmente de lo antes conocido por su trascendentalidad metafísica; su esencia, de índole trágica, sube de las raíces más profundas y dolorosas del ser para florecer en imágenes de extraordinaria belleza y originalidad, doblemente audaces, así en lo estético como en lo moral, pues rompe en la consigna de clausura del pudor impuesta secularmente a la voz femenina. El amor carnal, es en su verso, tránsito hacia un más allá de la carne y de sí misma; por eso están hechos de visiones oníricas y de gritos de angustia. El mundo de sus poemas es sombrío y atormentado, en el que sopla un viento tempestuoso lleno de clamores y llamamientos lejanos.

Mas, se hallan asimismo en su obra profundos pensamientos de intuición filosófica, una especie de saber infuso, lo que hizo decir a Carlos Vaz Ferreira, cuando publicó su primer libro, que era un milagro, pues ella no debería poder escribir ciertas cosas ni aun entenderlas. Su estilo se correlaciona, en modo general, con el Modernismo que prevalece en su época, habiendo ejercido mayor influjo sobre su estética, Gabriele D´Annunzio entre los europeos por su sangre italiana y Rubén Darío entre los americanos, por su nacimiento y su lengua; la poeta no supo o no pudo desviar su alma por caminos de misticismo que hubieran podido sublimar en el campo religioso sus incontenibles impulsos sensuales. Con todo, su obsesión erótica, sin velos ni tapujos, adquieren indudable jerarquía literaria al pasar por la pluma idealizadora de la artista; porque, al fin y al cabo, habría que peguntarse dónde estaban los límites de su realidad erótica y de su erotismo fantástico, ya que existía una lucha entre realidad y sueños, entre cuerpo y alma; yendo la autora de uno a otro en la búsqueda de sí misma.




Delmira Agustini se había casado el 14 de agosto de 1913 con Enrique Job Reyes, rematador y consignatario de ganado, devoto católico, con amistades en los encumbrados sectores sociales de Montevideo, entre los que se encontraba don Santiago Agustini, estanciero y padre de Delmira.
La poeta y su novio mantuvieron una relación, al clásico estilo de la época, que se prolongó por cinco años y un breve matrimonio de cincuenta y dos días, según una correspondencia de Enrique Ugarte, encontrada después de la muerte de ambos.

Se casaron por la Iglesia Católica, con todos los ritos y ceremonias de rigor, siendo los padrinos el filósofo Carlos Vaz Ferreira y el poeta Juan Zorrilla de San Martín. Las dudas y temores sobre su futuro matrimonio se reflejaban en una carta que Delmira escribió al poeta Rubén Darío: "He resuelto arrojarme al abismo medroso del casamiento. No sé, tal vez en el fondo me espera la felicidad. ¡La vida es tan rara!".

Unas semanas después de su matrimonio, Delmira le enviaba una correspondencia a su amigo Manuel Ugarte, un escritor y político socialista argentino, que supo frecuentarla, rodearla de afecto y de galanterías en algún momento de su vida. Hay quienes sostienen que Delmira siempre estuvo enamorada de éste, la carta parece confirmarlo en varios de sus párrafos: "Para ser absolutamente sincera, yo debí decirlas; yo debí decirle que usted hizo el tormento de mi noche de bodas y de mi absurda luna de miel...", confesando más adelante: "Mientras me vestían pregunté no sé cuántas veces si había llegado... Entré a la sala como a un sepulcro, sin más consuelo que el de pensar que lo vería. La única mirada consciente que tuve, el único saludo inoportuno que inicié fueron para usted. Tuve un relámpago de felicidad. Me pareció, por un momento, que usted me miraba y me comprendía..." Y termina diciendo: "Usted, sin saberlo, sacudió mi vida."

Cuando se cumplió un mes y 22 días de la boda, retorna a su hogar donde la espera su celosa y neurótica madre, doña María Murtfeldt de Agustini: "Una matrona adelantada a ese novecientos burgués, quien habría advertido, a Ugarte, que el matrimonio y los hijos terminarían destruyendo el genio de `la nena´", así define a su progenitora Alejandro Cáceres en su trabajo "Delmira Agustini, nuevas penetraciones críticas".

Solicita el divorcio, en noviembre de 1913, en el Juzgado Departamental de Segundo Turno, cuando la "Ley de Divorcio", impulsada durante el gobierno de José Batlle y Ordóñez, llevaba apenas dos meses de promulgada. En su poema "La ruptura", que se encuentra en el volumen "Los cálices vacíos" describe su decisión de ruptura matrimonial: "Erase una cadena fuerte como un destino, / Sacra como una vida, sensible como un alma: / la corté con un lirio y sigo mi camino / Con la frialdad magnífica de la muerte..."

La fractura de la pareja, y la solicitud de divorcio, llevaron a que Enrique Reyes se sintiera herido en su amor propio de masculinidad criolla y golpeado en su conservadora cultura católica.
Decide, a pesar de todo, mantener su relación con su esposa y adopta la posición de amante. Alquila una habitación en una vivienda de la calle Andes 1206 esquina Canelones, colocando en las paredes varias fotos de Delmira llenas de sensualidad, con ojos y cuerpo cargados de fuertes dosis de erotismo. De esa forma acepta los encuentros que le impone Delmira dos o tres veces a la semana.

Una tarde de invierno, finalizado el encuentro amatorio, Enrique Job Reyes dispara dos balazos que dan en la espalda de la poetisa y luego se suicida. Según crónicas de la época, el homicida fue encontrado con vida, el informe médico señala que falleció en el hospital.
Escritores y periodistas concitaron siempre un fuerte interés en torno a la vida y a las diversas hipótesis sobre la muerte de Delmira Agustini.

Carlos Martínez Moreno es de los primeros en abordar el tema en su libro "La otra mitad", publicado en 1966, y pone énfasis al señalar, toda la culpa de lo acontecido en la figura de la mujer: "Ella fue el centro de su drama, no el amor ni los celos ni el despecho ni el honor de un pobre aprendiz de corretajes...", para terminar afirmando: "Ella provocó el encuentro, ella provocó la muerte, ella fue la empresaria".

Por su parte, Omar Prego Gadea en "Delmira", afirma: "¿Hubo un pacto suicida como sugirieron algunos? Entonces, ¿por qué se estaba vistiendo Delmira? Si habían acordado morir juntos ese día, después de una última tarde de amor, parecía normal que ella hubiera permanecido en el lecho desnuda o apenas cubierta por un viso. El detalle de las medias es revelador de que Delmira se estaba vistiendo para partir. ¿Habían realmente llegado a acuerdo de separación definitiva y esa era la despedida? Si es así, en el momento supremo de decirse adiós, Reyes tal vez en un instantáneo momento de furia homicida empuñó el revólver y disparó dos veces contra Delmira y luego, como relatan las crónicas, 'se hizo justicia'".

En su relato "Fiera de amor. La otra muerte de Delmira Agustini", su autor, Guillermo Giucci, narra con vigorosa pluma los últimos momentos de Delmira: "No tuvo tiempo. La mató por la espalda. Sin que se diera cuenta. No tendría tiempo de mirar alrededor, el cuarto tapizado de fotos suyas. Un cuarto de enamorados. Se habría visto joven, de perfil, sonriente frente a una cámara oscura... Si solamente él hubiera confesado que iba a matarla, que tenía cinco minutos para ver lo que nunca había visto antes, a Enrique desesperado, al asesino cara a cara, con quien acababa de abrazarse. Pero Enrique no se lo dijo. Quizá porque se hubiera arrepentido, llorando junto a ella, decidido a que lo mejor era abrazarla hasta quitarle el aliento. Besarla otra vez, como pocas horas antes, bajar el revólver, sentir el alivio de la entrega. No lo hizo. Delmira moriría en ese cuarto, sin abrir la ventana para respirar sus minutos finales."

Idea Vilariño en el prólogo de "Poesía y correspondencia" editado por Banda Oriental en 1998 afirma: "Todavía están por escribirse los grandes libros que merecen, por un lado, la personalidad, y por otro, la obra de la Agustini. Ya llegará el importante trabajo de investigación que se le debe."
La crónica periodística toma esta muerte con el sentido sensacionalista y morboso que siempre rodea a los actos de acción violenta, donde el amor parece ser el esclavo de los hechos. Rescatamos esta breve nota:
"Ha sido un drama horrible y extraño. El trágico fin de los otrora esposos Reyes- Agustini, (ambos de 27 años) abre una intriga que tal vez no se cerrará nunca. Los dos se amaban, como lo atestigua un largo idilio, durante el cual Delmira Agustini, poetisa excelsa vertió lo mejor de su amor en sus poesías consagradoras, y él, Reyes, depuso su espíritu de enamorado a los pies de su dueña. Era la pareja ideal. Nada faltó en su dicha. Amor, gloria, dinero: todo lo tenía. Luego vino el eclipse: ella por un lado, él por otro. ¿Es qué los novios no sabían ser esposos? A pesar del divorcio el amor sobrevivió, más fuerte que antes. El idilio cambió de forma: los dos se amaron en la clandestinidad y el misterio. Allí, en la alcoba donde nadie más que ella era reina vivieron ese nuevo amor incomprensible y se incubó la tragedia. Los pobres muertos, jóvenes y dichosos, se han llevado consigo la explicación de ese desenlace enigmático, oscuro, novelesco."






La correspondencia es otro eje importante en la vida de la escritora. Algunos textos son imperdibles:

De Delmira a Enrique.

"Enrique mío: Quiéreme siempre, siempre, así como me dices. ¡Es tan divino quererse mucho, mucho y por toda la vida! Me parece que es toda la felicidad de la tierra. Puede ser."

De Delmira a Rubén Darío. (agosto de 1912)

"Perdón si le molesto una vez más. Hoy he logrado un momento de calma en mi eterna exaltación dolorosa. Y estas son mis horas más tristes. En ellas llego a la consciencia de mi inconsciencia. Y no sé si su neurastenia ha alcanzado nunca el grado de la mía. Yo no sé si usted ha mirado alguna vez la locura cara a cara y ha luchado con ella en la soledad angustiosa de un espíritu hermético. No hay, no puede haber sensación más horrible. Y el ansia, el ansia inmensa de pedir socorro contra todo -contra el mismo Yo, sobre todo- a otro espíritu mártir del mismo martirio. Acaso su voluntad, más fuerte necesariamente que la mía, no le dejará jamás comprender el sufrimiento de mi debilidad en lucha con tanto horror. Y en tal caso, si viviera usted cien años, la vida debía resultarle corta para reír de mí- si es que Darío puede reír de nadie-. Pero si por alguna afinidad mórbida llega usted a percibir mi espíritu, mi verdadero espíritu, en el torbellino de mi locura, me tendría usted la más profunda, la más afectuosa compasión que pueda sentir jamás. Piense usted que ni aun me queda la esperanza de la muerte, porque la imagino llena de horribles vidas. Y el derecho del sueño se me ha negado caso desde el nacimiento. Y la primera vez que desborda mi locura es ante usted. ¿Por qué? Nadie debió resultar más imponente a mi timidez. ¿Cómo hacerle creer en ella a usted, que sólo conoce la valentía de mi inconsciencia? Tal vez porque la reconocí más esencia divina que a todos los humanos tratados hasta ahora. Y por lo tanto más inocencia. A veces me asusta mi osadía; y a veces ¿a qué negarlo?, me reprocho el desastre de mi orgullo. Me parece una bella estatua despedazada a sus pies. Sé que tal homenaje nada vale para usted, pero yo no puedo hacerlo más grande .A mediados de octubre pienso internar mi neurosis en un sanatorio, de donde, bien o mal, saldrá en noviembre o diciembre para casarme. He resuelto arrojarme al abismo medroso del casamiento. No sé: tal vez en el fondo me espera la felicidad. ¡La vida es tan rara! ¿Quiere usted escribirme una vez más, aunque sea la última, para decirme solamente que no me desprecia?"

De Delmira a Rubén Darío:

"¡Con cuánta razón me recomienda usted tranquilidad! Para demostrarle mi estado de ánimo estos días, bástele lo siguiente: como pensaba casarme muy pronto, ya había dicho a mi novio que pensaba sostener correspondencia con usted, el más genial y profundo guía espiritual. Ayer él me preguntó, casualmente, si le había escrito o si tenía noticias suyas. Me turbé tanto, divagué tanto, que llegó a imaginar lo imposible. Hoy me pregunto, ¿por qué? Es que soy otra, al menos quiero ser otra. Seré dúctil, pero sea usted suave. Escúlpame sonriendo. Acaso en mis manifestaciones de aprecio le resulte exagerada. ES que usted mismo ignora de cuánto bien y de cuánto mal ha nutrido mi corazón. El supremo placer y divino dolor de la belleza. Sus versos me dan continuamente la sensación irremplazable. El momento inefable que nunca más se gozará, que nadie más podrá darnos. Todo aquel placer y aquel dolor que no volverán jamás aunque acaso vengan otros factores tan fuertes y profundos. Esta exquisita y suma sensación artística, fuera de usted, me la dieron dos veces solas en la vida: una Verlaine, en un soneto adorable, y otra Villaespesa (¿soy absurda?..., hablo con el corazón), en unos versos maravillosamente dulces. Y usted, maestro, usted me la da siempre, en cada estrofa, en cada verso, a veces en una palabra,. Y tan intensa, tan vertiginosamente como el día glorioso que, entre una muñeca y un dulce, sollocé leyendo su "Sinfonía en gris".Por eso, si Darío es para el mundo el rey de los poetas, para mí es el Dios en el arte. Y para él quisiera arrancar rosas y astros de mi corazón. Yo he visto a ese mi Dios, vivo, dulce y magnífico, que ha de armarse con el más vívido fervor celeste y la más blanca ternura humana. Explíquese usted así mi admiración. Y ahora, la absolución y el olvido. No me conteste esta carta. Va en el más riguroso secreto de confesión. Un buen día de estos, en que quiera generosamente darme un placer, escríbame aunque sea una línea, por cuenta propia. ¡Me hará tanto bien una carta suya espontánea! Verá usted que buena soy, que tranquila le contesto ¿ Será pronto? Devotamente. D. A"

En 1914 estando el divorcio en pleno trámite, Delmira visita clandestinamente a su todavía marido en las habitaciones que este alquila en un edificio de la calle Andes, 1206. El divorcio se falla el 22 de junio. Ella vuelve a visitarlo el 6 de julio, fecha en que Reyes le dispara dos tiros a la cabeza, y a continuación se suicida. De acuerdo a cartas escritas a un amigo y a su madre, Reyes llevaba meses contemplando el suicidio. Cualquiera que sea la interpretación de la tragedia, lo cierto es que Reyes amaba de forma enfermiza a Delmira y, quizás celoso de un posible rival, la asesinó dominado por un sentimiento de inferioridad.

De mi numen a la muerte.

(Poema publicado de la revista El Siglo)

Emperatriz sombría,
si un día,
herido de un capricho misterioso y aciago,
yo llegara a tu torre sombría
con mi leve y espléndido bagaje de rey mago
a volcar en tu copa de mármol mis martirios,
sellarás más tu puerta y apagarás tus cirios...
En mi raro tesoro,
hay, entre los diamantes y topacios de oro,
y el gran rubí sangriento como enconada herida,
¡el capullo azulado y ardiente de un estrella
que ha de abrir a los ojos suspensos de la Vida,
con una lumbre nueva, inmarcesible y bella!


Sin título

Yo, la estatua de mármol con cabeza de fuego
apagando mis sienes en frío y blanco ruedo...
Engarzad en un gesto de palmera o de astro
vuestro cuerpo, esa hipnótica alhaja de alabastro,
tallada a besos puros y bruñida en la edad;
sereno, tal habiendo la luna por coraza;
blanco, más que si fuerais la espuma de la Raza,
y desde el tabernáculo de vuestra castidad
elevad a mí lises hondos de vuestra alma;
mi sombra besará vuestro manto de calma,
que creciendo, creciendo, me envolverá con vos.
Luego será mi carne en la vuestra perdida...;
luego será mi alma en la vuestra diluida...;
luego será la gloria ...y seremos un dios.
- Amor de blanco y frío,
amor de estatuas, lirios, astros, dioses...,
¡Tú me lo des, Dios mío!.


Article 6

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 ABANICO LATINOAMERICANO






REINALDO ARENAS: SÓLO HAY UN LUGAR PARA VIVIR, EL IMPOSIBLE.


La desgarradora obra literaria de Reinaldo Arenas (Holguín, Cuba, 1943- Nueva York, USA, 1990) tiene un valor  incalculable en el panorama de las letras latinoamericanas. Como bien expresa Guillermo Cabrera Infante enLa breve vida infeliz de Reinaldo Arenas: “Decir que Reinaldo Arenas atravesó como un cometa la literatura cubana y no decir que fue un bólido salido del infierno es mentir a medias. Reinaldo (como le gustaba que escribieran su nombre y al acortarlo la amistad lo convertía en rey) empezó como un revolucionario y terminó como lo que siempre fue, un rebelde con varias causas. Tres pasiones rigieron la vida y la muerte de Reinaldo Arenas: la literatura no como juego, sino como fuego que consume; el sexo pasivo y la política activa". Pero no era suficiente. De las tres, la pasión dominante era, es evidente, el sexo. No sólo en su vida sino en su obra. Su vida sexual comenzó comiendo tierra, que ya Freud señalaba como una actividad sustitutiva del sexo por la coprofagia. Por supuesto Freud no podía saber que la pobreza, además del sexo, condenaba al niño Rey a comer tierra. Pero el adolescente subía a veces del suelo de tierra roja a los verdes árboles, donde era un rey aéreo por unas horas en su trono vegetal.”

“Reinaldo Arenas había nacido en Aguas Claras, no lejos de Gibara donde nací. Aguas Claras había sido una última estación del tren Gibara-Holguín en los años treinta. Pero cuando nació Arenas, que por su apellido podía haber comido arena, en las playas de Gibara, la parada del tren que venía de la costa había desaparecido, no llevada por el viento de la pobreza, sino por el huracán de la miseria. Sus futuras biografías dijeron luego que había nacido en Holguín. Aguas Claras era una aldea graciosa que pasaba rauda por las ventanillas del tren, pero Holguín era un pueblo sin gracia que quería ser una ciudad espléndida. Pero más espléndido fue Reynaldo por un tiempo.”

“Bajando de los árboles, apenas aprendió a escribir, tatuaba poemas con un cuchillo en el tronco de cada árbol. Un bolero temprano parece describir esta acción: "En el tronco de un árbol una niña / grabó su nombre henchida de placer. / Y el árbol / conmovido allá en su seno / a la niña una flor dejó caer". Ya Reinaldo era mirado por su abuelo como un niño raro, que grababa en el tronco de un árbol su nombre a medias. El abuelo, poseído de un furor extraño, cortaba con un hacha los troncos. Pero Reinaldo proseguía (perseguía la poesía de los nombres) su tarea de tallar Rey en los árboles.”

“Todo lo que cuenta Arenas en su primer libro, su primera novela, Celestino antes del alba, que le ganó muy temprano un segundo premio literario cuando ya era evidente que debía ser el primero de la casta de los escritores Castrados. Arenas encontró otros árboles, otros libros para esconder sus poemas en prosa y escribió otra novela, El mundo alucinante. Si en Celestino se poblaba de hachas el relato, en El mundo proliferaban, alucinantes o no, las cadenas. Con esta segunda novela ganó un primer premio -en el extranjero y en un extranjero en su tierra se convirtió su autor-. Por haber enviado un manuscrito al exterior sin permiso de su tiránico abuelo, que había trocado las hachas por ojos ubicuos, fue condenado a padecer en su tierra, que ya no era la de Aguas Claras de la que comió, sino de La Habana, condena capital, donde se distinguió por dos condiciones humanas que el régimen, dueño de los árboles y las cadenas, escribía su nombre con hachas. Pero Reinaldo se hizo claro en lo oscuro entre los cuentos de las callejas habaneras: fue un homosexual evidente y un escritor vidente allí donde el autor veía oscuro por espejo claro. Y Reinaldo se convirtió en la loca epónima, como dos generaciones antes lo había sido Virgilio Piñera, maestro y mentor. Pero si Virgilio era contenido y sobrio (excepto cuando fumaba su cigarrillo perenne: entonces Marlene Dietrich se apoderaba de sus gestos, de su humor y de su humo) Reinaldo era expansivo y barroco de maneras cuando Virgilio nunca padeció del barroquismo lírico que Góngora contagiaba a Lezama. Virgilio era la facilidad cuando Lezama opinaba con Mallarmé que "sólo lo difícil valía la pena".




“La dificultad de vivir bajo un régimen totalitario le valió a Reinaldo una pena de cárcel: sólo le ganó Virgilio en la cárcel por un día y el desprecio oficial toda su vida.”

“…En el libro de Arenas (Antes que anochezca) no sólo es obsceno el relato, sino la propia vida que la obscenidad le ha obligado a asumir: una vieja sociedad presentada como el único futuro posible le condenaba a ser un hombre nuevo. No a la medida de muy macho que preconizaba su autor, el súcubo siniestro del totalitarismo, sino de una existencia que sólo puede ser descrita como un juego de manos, de manos entre hombres que se identifican con las mujeres y otros hombres que se consideran más machos: como el pederasta activo que posee al pederasta pasivo es un supermacho porque, razona, fornica a otro hombre. No creo que esta dualidad sea ahora dudosa porque Arenas no era Virgilio Piñera como tampoco fue Lezama.”

“La categoría aquí, para futuro horror de Guevara (el otro Guevara, el heterosexual), era de veras no un hombre nuevo, sino un marica nuevo. Eso le permitió escapar a todas las redadas, sobrevivir en la miseria y salir de la cárcel castrista, donde la pederastia era hastía, sin haber tenido un sólo percance homosexual. Como su vida en la cárcel estaba hecha de lances homosexuales aunque, paradoja, Reinaldo se casó cuando su mentor Virgilio, como el otro Virgilio, nunca tuvo mujer. Pero la boda de Arenas fue un acto de bondad, casi de caridad hecha a una mujer con problemas, otros problemas. Otra paradoja, a la novela que es el sólo antecedente de Antes que anochezca (a Hombres sin mujer de Carlos Montenegro) sólo le concierne la vida sexual en la cárcel, casi como a Genet.

“Pero Reinaldo va más allá de Montenegro porque habla del sexo en la cárcel (no precisamente el suyo), en libertad, en la ciudad, en el campo, en su niñez, en su vida adulta y su sexo se manifiesta entre niños, con muchachos, con adolescentes, con bestias de corral y de carga, con árboles, con sus troncos y sus frutos, comestibles o no, con el agua, con la lluvia, con los ríos y con el mar mismo. Su pansexualismo es siempre homosexual y ubicuo, pero al revés de Genet, lo trasciende una poesía verdadera que lo hace una versión cubana y campesina de un Walt Whitman de la prosa.”


© Copyright DIARIO EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid

Arenas fue un autor polémico al que no se lo debe juzgar por su declarado rechazo al régimen castrista. En rigor su desafío fue acelerar los cambios en una Cuba que trataba de armar un proceso revolucionario distinto. Los tiempos lo encontraron como un náufrago en soledad y su lucha en este sentido se vio quebrada al igual que su destino.

De modo que Cervantes era manco

De modo que Cervantes era manco;
sordo, Beethoven; Villon, ladrón;
Góngora de tan loco andaba en zanco.
¿Y Proust? Desde luego, maricón.

Negrero, sí, fue Don Nicolás Tanco,
y Virginia se suprimió de un zambullón,
Lautrémont murió aterido en algún banco.
Ay de mí, también Shakespeare era maricón.

También Leonardo y Federico García,
Whitman, Miguel Ángel y Petronio,
Gide, Genet y Visconti, las fatales.

Ésta es, señores, la breve biografía
(¡vaya, olvidé mencionar a San Antonio!)
de quienes son del arte sólidos puntuales.



Introducción del símbolo de la fe


Sé que más allá de la muerte
está la muerte,
sé que más acá de la vida
está la estafa.
Sé que no existe el consuelo
que no existe
la anhelada tierra de mis sueños
ni la desgarrada visión de nuestros héroes.
Pero te seguimos buscando, patria,
en las traiciones del recién llegado
y en las mentiras del primer cronista.
Sé que no existe el refugio del abrazo
y que Dios es un estruendo de hojalata.
Pero
te seguimos buscando, patria,
en las amenazas del nuevo impostor
y en las palmas que revientan buldoceadas.
Sé que no existe la visión
del que siempre perece entre las llamas
que no existe la tierra presentida
Pero
te seguimos buscando, tierra
en el roer incesante de las aguas,
en el reventar de mangos y mameyes,
en el tecleteo de las estaciones
y en la confusión de todos los gritos.
Sé que no existe la zona del descanso
que faltan alimentos para el sueño,
que no hay puertas en medio del espanto.
Pero
te seguimos, buscando, puerta,
en las costas usurpadas de metralla,
en la caligrafía de los delincuentes,
y en el insustancial delirio de una conga.
Sé que hay un torrente de ofensas aún guardadas
y arsenales de armas estratégicas,
que hay palabras malditas, que hay prisiones
y que en ningún sitio está el árbol que no existe.
Pero
te seguimos buscando, árbol,
en las madrugadas de colas para el pan
y en las noches de cola para el sueño.
Te seguimos buscando, sueño,
en las contradicciones de la historia
en los silbidos de las perseguidoras
y en las paredes atestadas de blasfemias.
Sé que no hallaremos tiempo
que no hay tiempo ya para gritar,
que nos falla la memoria,
que olvidamos el poema, que, aturdidos,
acudimos a la última llamada
(el agua, la cola del cigarro).
Pero
te seguimos buscando, tiempo,
en nuestro obligatorio concurrir a mítines,
funerales y triunfos oficiales,
y en las interminables jornadas en el campo.
Te seguimos buscando, palabra,
Por sobre la charla de las cacatúas
y el que vendió su voz por un paseo,
por sobre el cobarde que reconoce el llanto
pero tiene familias…y horas de recreo.
Te seguimos trabajando, poema,
Por sobre la histeria de las multitudes
y tras la consigna de los altavoces,
más allá del ficticio esplendor y las promesas:
Qué es ridículo invocar la dicha
que no existe “la tierra tan deseada”
que no hallarán calma nuestras furias.
Todo eso lo sé.
Pero te seguimos buscando, dicha,
en la memoria de un gran latigazo
y tras el escozor de la última patada.
Te seguimos buscando, calma,
en el infinito gravitar de nuestras furias
en el sitio donde confluyen nuestros huesos
en los mosquitos que comparten nuestros cuerpos
en el acoso por sueños y aceras en el aullido del mar
en el sabor que perdieron los helados
en el olor del galán de noche
en las ideas convertidas en interjecciones ahogadas
en las noches de abstinencia
en la lujuria elemental
en el hambre de ayer que hoy hambrientos condenamos
en la pasada humillación que hoy humillados denunciamos.
en la censura de ayer que hoy amordazados señalamos
en el día que estalla
en los épicos suicidios
en el timo colectivo
en el chantaje internacional
en el pueril aplauso de las multitudes
en el reventar de cuerpos contra el muro
en las mañanas ametralladas
en la perenne infamia
en el impublicable ademán de los adolescentes
en nuestra voracidad impostergable
en el insolente estruendo de la primavera
en la ausencia de Dios
en la soledad perpetua
y en el desesperado rodar hacia la muerte
te seguimos buscando
te seguimos
te seguimos.

Reinaldo Arenas tuvo una vida trágica y a veces confundible con segmentos de su obra. Luchó por su libertad personal, defendió su obra hasta la obsesión, hasta la clandestinidad y a la cultura cubana como un monumento al que se sabía pertenecía. Fue prohibido, golpeado, perseguido brutalmente, encarcelado y finalmente arrojado al estrecho de La Florida en una endeble  embarcación que le llevó a Estados Unidos de América, en el triste éxodo forzado de El Mariel. Desde el exilio, siguió batallando, pensando lo mismo sobre sí mismo, sobre Cuba y sobre Castro. Tampoco se sintió cómodo en Nueva York ni en Miami. Dicen sus amigos más cercanos que el Viejo Mundo le sentaba mejor.




Resulta difícil encontrar al verdadero Arenas divorciado de sus convicciones. Uno como lector se acerca a su mundo oscuro y siente que la vida es todo pesar y desgracia. El cubano escribe con sangre, con la letra urgente que procura salir del infierno. No es Arenas el intelectual maquillado y arropado con el traje blanco de ceremonias. Estamos ante un ser desnudo, quebrado, dolorido, humillado. Habla del régimen totalitario porque en su país fue un esclavo y fuera de él un paria  que deambulaba pidiendo afecto. Por eso su pluma filosa también arrastra a otros pares con quienes no concuerda. Dice Arenas  reconociendo cierto alivio:"Por primera vez soy un hombre libre, por lo tanto, por primera vez existo. Mi vida hasta ahora ha transcurrido entre dos dictaduras; primero la de Batista; luego la dictadura comunista. Precisamente por estar por primera vez en un país libre puedo hablar..." El desahogo lo expresa ante una platea de estudiantes de la Universidad de Columbia donde había llegado invitado para presentar su libro Necesidad de libertad. Atrás había quedado la cárcel y el rótulo de “peligro social”. En ese texto se anima a denunciar quea Lezama Lima se le dejó morir en un hospital mugriento sin recibir atención, que  Marta Vignier, desesperanzada se quitó la vida, y otros como Jorge Valls y Armando Valladares se pudrieron en la cárcel. "Los demás –anota– pasamos al campo del cinismo, del silencio o de la cobardía". Él mismo confiesa que en las celdas de la Seguridad Nacional firmó "cuanto papel se me puso ante los ojos".

Necesidad de libertad es también una denuncia literaria porque Reinaldo Arenas arremete aquí con dureza contra los escritores partidarios del régimen de Fidel Castro que viven “libres y fuera de la isla”. Arenas no ahorra calificativos para juzgar la actitud de autores consagradísimos como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar o Ernesto Cardenal, el último ganador del premio Reina Sofía de poesía. Al Nobel colombiano le dedica todo un capítulo (titulado, muy gráficamente: "Gabriel García Márquez, ¿esbirro o es burro?"), donde le reprocha que haga "apología del totalitarismo comunista que convierte a los intelectuales en gendarmes y a los gendarmes en criminales".

En su texto, Reinaldo Arenas le recuerda al autor de 'Cien años de soledad' algunas "contradicciones". "Me pregunto -expone- si no es extremadamente cínico que García Márquez, quien hace incesantes apologías a la revolución cubana’ y a su desarrollo cultural y humano, viva sin embargo en París y México, tenga un hijo estudiando en la Universidad de Harvard, y otro aprende a tocar el violín en Francia. ¿No invalida esta actitud real la retórica poscastrista del acaudalado señor que la emite?..."

Tampoco es clemente con Julio Cortázar, "convertido -expone el autor- al castrismo desde los lujosos hoteles cubanos que el capitalismo había construido y con residencia y estatus en París; a Ernesto Cardenal, tan mediocre e hipócrita como su supuesta doctrina religiosa, que ni siquiera práctica (...) A ellos el cinismo se le convertía en cuantiosas recompensas (...) De esa manera llegó Cortázar a best-seller, Cardenal a ministro..."




El mundo alucinante (fragmento)
" El verano. Los pájaros derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento.
El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan.
El verano. El mar ha comenzado a evaporarse, y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad.
El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo.
El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean.
El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar.
El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco.
El verano. Las paredes de mi celda van cambiando de color, y de rosado pasan a rojo, y de rojo al rojo vino, y de rojo vino a negro brillante... el suelo empieza también a brillar como un espejo, y del techo se desprenden las primeras chispas. Solo dándole brincos me puedo sostener, pero en cuanto vuelvo a apoyar los pies siento que se me achicharran. Doy brincos. Doy brincos. Doy brincos.
El verano. Al fin el calor derrite los barrotes de mi celda, y salgo de este horno al rojo, dejando parte de mi cuerpo chamuscado entre los bordes de la ventana, donde el aceite derretido aun reverbera.
(…)
Pero las revoluciones no se hacen en las cárceles, si bien es cierto que generalmente allí es donde se engendran. Se necesita tanta acumulación de odio, tantos golpes de cimitarra y redobles de bofetadas, para al fin iniciar este interminable y ascendente proceso de derrumbe.
(…)
Las manos son lo mejor que indica el avance del tiempo.
Las manos, que antes de los veinte años empiezan a envejecer.
Las manos, que no se cansan de investigar ni darse por vencidas.
Las manos, que se alzan triunfantes y luego descienden derrotadas.
Las manos, que tocan las transparencias de la tierra.
Que se posan tímidas y breves.
Que no saben y presienten que no saben.
Que indican el límite del sueño.
Que planean la dimensión del futuro.
Estas manos, que conozco y sin embargo me confunden.
Estas manos, que me dijeron una vez: -tienta y escapa-.
Estas manos, que ya vuelven presurosas a la infancia.
Estas manos, que no se cansan de abofetear a las tinieblas.
Estas manos, que solamente han palpado cosas reales.
Estas manos, que ya casi no puedo dominar.
Estas manos, que la vejez ha vuelto de colores.
Estas manos, que marcan los límites del tiempo.
Que se levantan y de nuevo buscan el sitio.
Que señalan y quedan temblorosas.
Que saben que hay música aun entre sus dedos.
Estas manos, que ayudan ahora a sujetarse.
Estas manos, que se alargan y tocan el encuentro.
Estas manos, que me piden, cansadas, que ya muera. "


Antes que anochezca (fragmento)


" Oh Luna! Siempre estuviste a mi lado, alumbrándome en los momentos más terribles; desde mi infancia fuiste el misterio que velaste por mi terror, fuiste el consuelo en las noches mas desesperadas, fuiste mi propia madre, bañándome en un calor que ella tal vez nunca supo brindarme; en medio del bosque, en los lugares más tenebrosos, en el mar; allí estabas tu acompañándome; eras mi consuelo, siempre fuiste la que me orientaste en los momentos más difíciles. Mi gran diosa, mi verdadera diosa, que me has protegido de tantas calamidades; hacia ti en medio del mar; hacia ti junto a la costa; hacia ti entre las costas de mi isla desolada. Elevaba la mirada y te miraba; siempre la misma; en tu rostro veía una expresión de dolor, de amargura, de compasión hacia mí; tu hijo. Y ahora, súbitamente, luna, estallas en pedazos delante de mi cama. Ya estoy solo. Es de noche. "

The Parade Ends

"Paseos por las calles que revientan,
pues las cañerías ya no dan más
por entre edificios que hay que esquivar,
pues se nos vienen encima,
por entre hoscos rostros que nos escrutan y sentencian,
por entre establecimientos cerrados,
mercados cerrados,
cines cerrados,
parques cerrados,
cafeterías cerradas.
Exhibiendo a veces carteles (justificaciones) ya polvorientos,
CERRADO POR REFORMAS,
CERRADO POR REPARACIÓN.
¿Qué tipo de reparación?
¿Cuándo termina dicha reparación, dicha reforma?
¿Cuándo, por lo menos,
empezará?
Cerrado...cerrado...cerrado...
todo cerrado...
Llego, abro los innumerables candados, subo corriendo la improvisada escalera.
Ahí está, ella, aguardándome.
La descubro, retiro la lona y contemplo sus polvorientas y frías dimensiones.
Le quito el polvo y vuelvo a pasarle la mano.
Con pequeñas palmadas limpio su lomo, su base, sus costados.
Me siento, desesperado, feliz, a su lado, frente a ella,
paso las manos por su teclado, y, rápidamente, todo se pone en marcha.
El ta ta, el tintineo, la música comienza, poco a poco, ya más rápido
ahora, a toda velocidad.
Paredes, árboles, calles,
catedrales, rostros y playas,
celdas, mini celdas,
grandes celdas,
noche estrellada, pies
desnudos, pinares, nubes,
centenares, miles,
un millón de cotorras
taburetes y una enredadera.
Todo acude, todo llega, todos vienen.
Los muros se ensanchan, el techo desaparece y, naturalmente, flotas,
flotas, flotas arrancado, arrastrado,
elevado,
llevado, transportado, eternizado,
salvado, en aras, y,
por esa minúscula y constante cadencia,
por esa música,
por ese ta ta incesante. "


Mi amante el mar (fragmento)

"Sólo el afán de un náufrago podría
remontar este infierno que aborrezco.
Crece mi furia y ante mi furia crezco
y solo junto al mar espero el día. "

Última luna

Por qué esta sensación de ir a buscarte
hacia donde por mucho que vuele
no he de hallarte.
Qué terror sin tiempo ahora me impele
a por sobre tanto terror siempre evocarte.
No ha de encontrar sosiego nuestra pena
(que hallarlo sería comenzar otra condena)
y por lo mismo jamás cesaré de contemplarte.
Luna, una vez más aquí estoy detenido
en la encrucijada de múltiples espantos.
El pasado es todo lo perdido
y si del presente me levanto
es para ver que estoy herido
(y de muerte)
porque ya el futuro lo he vivido.
Ésa, indiscutiblemente, ésa es la suerte
que por venir del infierno arrostro.
Extraña amante,
sólo me queda contemplar tu rostro
(que es el mío)
porque tú y yo somos un río
que recorre un páramo incesante,
circular e infinito:
un solo grito.

Tú y yo estamos condenados

Tú y yo estamos condenados
por la ira de un señor que no da el rostro
para danzar sobre un paraje calcinado
o a escondernos en el culo de algún monstruo.
Tú y yo siempre prisioneros
de aquella maldición desconocida.
Sin vivir, luchando por la vida.
Sin cabeza, poniéndonos sombrero.
Vagabundos sin tiempo y sin espacio,
una noche incesante nos envuelve,
nos enreda los pies, nos entorpece.
Caminamos soñando un gran palacio
y el sol su imagen rota nos devuelve
transformada en prisión que nos guarece.

Autoepitafio de Reinaldo Arenas

Mal poeta enamorado de la luna,
no tuvo más fortuna que el espanto;
y fue suficiente pues como no era un santo
sabía que la vida es riesgo o abstinencia,
que toda gran ambición es gran demencia
y que el más sórdido horror tiene su encanto.
Vivió para vivir que es ver la muerte
como algo cotidiano a la que apostamos
un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte.
Supo que lo mejor es aquello que dejamos
-precisamente porque nos marchamos-.
Todo lo cotidiano resulta aborrecible,
sólo hay un lugar para vivir, el imposible.
Conoció la prisión, el ostracismo,
el exilio, las múltiples ofensas
típicas de la vileza humana;
pero siempre lo escoltó cierto estoicismo
que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
o a disfrutar del esplendor de la mañana.
Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
por la cual se lanzaba al infinito.
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito,
ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.


Epigrama
        A la columnista; digo, calumnista, de un periódico
                              hispano en el estado de la Florida



Sus escritos, señora Nurka o Nurko,
más que en español están en turco.
¿El tema? Siempre el mismo: nada, nada.
¡Y al pie su horrible foto engalanada!

En eso de decir nada es usted terca
(como en lo de esparcir el venenito),
es la misma terquedad conque la puerca
año tras año nos ofrece algún puerquito.

No se puede precisar cuál es el surco
que calienta su semilla envenenada
o si cobra aquí o al lado de la cerca.

Y en esto francamente me bifurco:
¿Pues cómo puede el señor de la mesada
pagar cual río lo que es sólo una alberca?

(Nueva York, octubre de 1984)





 






Tal vez con su último trabajo titulado El Portero vuelve a hacer gala de su mejor recurso narrativo: la hiperbolización que le sirve para amaestrar el dolor con la risa. Es una fábula sobre el desarraigo del exiliado, el infierno de los otros (Juan lee a Jean Paul  Sartre), la rebeldía, la divergencia, el amor a la vida. Pertenece al ciclo de ficciones escritas cuando ya sabía que padecía el sida, y que se moriría más temprano que tarde, en Nueva York, adonde había llegado desde Cuba, con todos los "marielitos", en 1980. En la isla sufrió la prisión, la persecución por "desviación ideológica" y por homosexual (es mejor que los mariquitas se vayan al Imperio – recordaba-), la censura de todos sus libros (después de Celestino nunca más pudo volver a publicar un libro en su país). La historia de El portero tiene lugar entre diciembre de 1990 y el 23 de junio de 1991, alcanzando su punto culminante el 31 de diciembre de 1990. 

Las páginas de este relato nos despierta la necesidad de observar al otro, de hurgar en la mirada del que  pasa a nuestro lado. Ácido por momentos, tierno como un niño huérfano, censor punzante, el narrador es uno de "nosotros" que de entrada se presenta inserto en "una poderosa comunidad de un millón de personas" que exponen el caso a Juan en español, un idioma cuya pobreza, dicen, se debe a que "por motivos obvios hemos tenido que olvidarlo". Se plantea qué estilo debe emplear "para hacer esta historia más verosímil" y prestar atención al que te saluda. Y tras excusarse por no haber solicitado el concurso de algunos individuos de la comunidad, que "se dicen escritores", como Severo Sarduy ("todo habría quedado en una bisutería neobarroca") o Reinaldo Arenas ("su homosexualismo confeso, delirante y reprochable" lo contaminaría todo), opta por informar sobre los hechos: los animales toman la palabra y acuden a Juan para que los guíe al sitio de sus sueños. Al cierre del informe, la comunidad  advierte que Juan "es algo misterioso y terrible", "un arma secreta y fulminante", porque "un pueblo en exilio y por tanto ultrajado y discriminado, vive para el día de la venganza".

La vida real de Reinaldo Arenas concluyó el 7 de diciembre de 1990, cuando el escritor, una vez ordenados sus manuscritos, se suicida, en su departamento. Su temple esperanzado y optimista tampoco lo abandonó en ese momento. Con sus armas de siempre, la ternura y el humor, escribió en su epitafio: "No ha perdido la costumbre de soñar: espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente".



"Yo pensaba morirme en el invierno de 1987. Desde hacía meses tenía unas fiebres terribles. Consulté a un médico y el diagnóstico fue SIDA. Como cada día me sentía peor, compré un pasaje para Miami y decidí morir cerca del mar. No en Miami específicamente, sino en la playa. Pero todo lo que uno desea, parece que por un burocratismo diabólico, se demora, aun la muerte."

"En realidad no voy a decir que quisiera morirme, pero considero que, cuando no hay otra opción que el sufrimiento y el dolor sin esperanzas, la muerte es mil veces mejor."



..."Al cabo de tres meses me dieron el alta. Casi no podía caminar, y Lázaro me ayudó a subir a mi apartamento, que por desgracia está en un sexto piso sin ascensor. Llegué con trabajo hasta arriba. Lázaro se marchó con una inmensa tristeza. Ya en la casa, comencé como pude a sacudir el polvo. De pronto, sobre la mesa de noche me tropecé con un sobre que contenía un veneno para ratas llamado Troquemichel. Aquello me llenó de coraje, pues obviamente alguien había puesto aquel veneno para que yo lo tomara. Allí decidí que el suicidio que yo en silencio había planificado tenía que ser aplazado por el momento. No podía darle ese gusto al que me había dejado en el cuarto ese sobre."

..."Pero la humanidad, la pobre humanidad, no parece que pueda ser destruida fácilmente. Ha valido la pena haber padecido todo esto, pues por lo menos he podido asistir a la caída de uno de los imperios más siniestros de la historia, el imperio estalinista."

"Además, me voy sin tener que pasar por el insulto de la vejez"
 







Article 5

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ABANICO LATINOAMERICANO 
MANUEL SCORZA Y EL VUELO DE LA MUERTE



Treinta años atrás la noticia nos sobrecogió a todos. Aún hoy, con enorme tristeza, cuando muchos recordamos el episodio, nos cuesta asimilar que ese puñado de jóvenes intelectuales haya desaparecido por “un error humano”. 

El 27 de noviembre de 1983 es una fecha para no olvidarla. Ese día, en el vuelo regular de la compañía Avianca que cubría la ruta Francfort-Bogotá, la aeronave conocida bajo el código AV.011, sufrió un accidente. La ruta contaba con escalas en París, Madrid y Caracas, antes de llegar a su destino final en Bogotá. El accidente tuvo lugar en la segunda etapa del trayecto comprendido entre París y Madrid, minutos previos al aterrizaje; con un saldo total de 181 víctimas fatales y 11 sobrevivientes. El Boeing 747 que cubría el trayecto entre París y Madrid se estrelló momentos previos a su aterrizaje en el Aeropuerto de Madrid-Barajas, en inmediaciones del municipio Mejorada del Campo, a 12 kilómetros de su destino en fase de aproximación, a las 00:06 GMT (1:06 am hora local).

Permanece esta tragedia como el segundo accidente con mayor número de víctimas fatales en España (tras las 583 del Desastre de Tenerife) y el peor accidente de la aerolínea colombiana Avianca. 




Entre los tripulantes del avión se encontraban Marta Traba, Rosa Sabater, Jorge Ibargüengoitia, Ángel Rama, Manuel Scorza y otras personalidades que fueron invitadas por el gobierno colombiano para asistir al Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana. La investigación del accidente señaló "falla humana" o "error de piloto" como la causa del accidente, debido a irregularidades en la navegación y de coordinación con los tripulantes, resultando en un impacto de vuelo incontrolado contra el terreno.

Dentro de los pasajeros que abordaron el Vuelo 011 de Avianca, viajaban como quedó dicho, los invitados al «Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana» y destacados escritores y críticos de la cultura, convocados por el presidente colombiano de la época . Recordamos: Rosa Sabater, pianista española, galardonada con el Premio Creu de Saint Jordi, poco antes del accidente. Marta Traba, reconocida ensayista y crítica de arte argentina quien se caracterizó por el “arte de la resistencia”. Ángel Rama, escritor y ensayista uruguayo, cónyuge de Marta Traba. Jorge Ibargüengoitía, escritor, ensayista y periodista mejicano y Manuel Scorza, novelista, poeta y editor peruano.

La causa del fallecimiento de las 181 víctimas mortales se debió a los traumatismos múltiples del impacto, al incendio y producción de gases tóxicos, ó a una combinación de ambas. Los sobrevivientes fueron pasajeros que volaron despedidos del avión durante los dos primeros impactos, junto a otros dos ocupantes que escaparon por sus propios medios en la única parte del fuselaje que no colapsó con el volcamiento, antes de que la aeronave comenzara a incendiarse tras el tercer impacto.


Como consecuencia de ese último choque y de la posición invertida enque colisionó con el terreno, quedaron muy disminuidas las posibilidades de supervivencia. Todo ello unido al inmediato incendio, impidió que el número de supervivientes fuese mayor. De los estudios realizados se ha podido comprobar que un 35% de las víctimas murieron por efecto del fuego, un 30% por politraumatismos y el resto por una acción combinada de incapacidad producida por traumatismos y aspiración de gases tóxicos debidos al incendio. Por tratarse de uno de los aviones insignia de la aerolínea en aquella época, la operación de los Boeing 747 de Avianca era responsabilidad de tripulaciones seleccionadas y altamente experimentadas. El avión estaba comandado por el Capitán Tulio Hernández quien llevaba 35 años al servicio de Avianca, acompañado del Primer Oficial, Capitán Eduardo Ramírez y de los Ingenieros de Vuelo Juan Laverde y Daniel Zota. Hasta el momento del accidente, el Capitán Hernández tenía un registro de 23,215 horas de vuelo, 2,432 de ellas en Boeing 747; el Primer Oficial, el Capitán Ramírez, totalizaba 4,384 horas, 875 de ellas en Boeing 747. Se trataba de un vuelo rutinario, por consiguiente conocían los detalles de operación y navegación y cada uno contaba con un registro de despegues y aterrizajes en el aeropuerto madrileño de varias decenas de veces.

Resulta extraño que este accidente no haya tenido al menos un resquicio de duda. Tratándose de pilotos profesionales con antecedentes de primer nivel, la sospecha sobre el desenlace reconocida como “falla humana” es decididamente una excusa. Viene a nuestra memoria, a partir del hecho, un film bastante reciente protagonizado por el actor norteamericano Denzel Washington que, sin ánimo de comparación, se nos presenta como caso testigo.


Tras un aterrizaje de emergencia que permitió salvarse de morir a un centenar de pasajeros, el capitán del avión Whip Whitaker, es agasajado como un héroe nacional. Sin embargo, cuando las autoridades investigaron las causas de la avería se descubrió que, probablemente, fue Whitaker quien en realidad puso en peligro la vida de los pasajeros por su no reconocido alcoholismo.


Con esta trama la película “El vuelo” (“Flight”), en la que Washington recrea la historia real del capitán Robert Piche, que en el año 2001 se convirtió en un héroe al salvar la vida de 306 pasajeros; nos acercamos a la tragedia de esos intelectuales que murieron sumidos en un mar de dudas. Poco después de ese milagro de Robert Pinche, un periodista reveló su vida privada y este sería destituido públicamente con la amenaza de ir a la cárcel con una sentencia de cadena perpetua. Pinche no se consideraba un alcohólico, sino como alguien que, a veces, bebía más de la cuenta.




Según el relato de varios de los sobrevivientes, aquel momento trágico tuvo la rapidez de un rayo, pero varios creen que podría haberse evitado porque la aeronave estaba muy cerca de la tierra. Un descuido fatal en un profesional de ese nivel resulta inaceptable y lleva a la duda sobre sus condiciones físicas  y mentales al momento de las maniobras finales.

Como en muchos de los desastres aéreos, el silencio cubrió con su manto toda sospecha. En algún momento la palabra “atentado” circuló insistentemente porque con la muerte de estos intelectuales se quebraba una corriente progresista que estaba llamada a reivindicar cierta cultura social que no caía en gracia a muchas políticas retrógradas. En este aspecto, la figura de Manuel Scorza, aparecía como la luz renovada de un faro.



Dice David Hidalgo Vega a propósito del hecho: “No tenía manera de saberlo (Manuel Scorza), pero ese serí­a un dí­a de malos presagios climáticos en todo el mundo. Por la mañana, los científicos de la base aeroespacial de Cabo Cañaveral, en Florida, habí­an cancelado el lanzamiento del transbordador Columbia debido a las inminentes lluvias, nubes cerradas y vientos fuertes en esa región. Horas después, latitudes al sur, un temporal se desbarranca sobre la ciudad de Huancayo inundando sus calles principales hasta los 30 centí­metros de altura. Entre ambos signos del mal agüero, otro cataclismo llega de arriba: un avión salía de París­ para perderse segundos antes de aterrizar sobre Madrid. No tenía­ manera de saberlo cuando subió a ese Boeing 747. El narrador que era tomó vuelo hacia una escena final. El poeta que era se embarcó hacia el silencio.”

“De modo que la última semana de noviembre de 1983 empezó en lunes de luto.”,indica la portada de El Comercio -diario de Lima-, en un intento de barnizar de solemnidad la tragedia. El avión de la compañí­a Avianca habí­a caí­do en la localidad de Mejorada del Campo. Los expertos españoles encargados de la investigación dijeron que la nave estaba apenas a 45 segundos de la pista de aterrizaje, a menos de 1000 pies de altura, cuando perdió el rumbo. El tren de aterrizaje chocó con una loma cercana a la pista. Allí­ empezó a desintegrarse. "El aparato sufrió un segundo impacto con una loma y en un tercer golpe se estrelló en forma aparatosa, cayendo de morro y dando una vuelta sobre sí­ mismo para desplomarse con el tren de aterrizaje para arriba", detalló un sobrecogedor cable español.”


“El vuelo habí­a tenido una demora técnica en Francfort. "Manuel Scorza, a quien la crítica literaria califica como la conciencia campesina del Perú”, subió a la fatí­dica aeronave en el aeropuerto de Parí­s, para dirigirse a Bogotá, a un congreso de intelectuales españoles de la llamada 'generación del 27', informó este diario. En la misma ruta iban otros tres escritores: una argentina que habí­a ganado prestigio como crí­tica de arte en Colombia, un uruguayo que habí­a vivido exiliado en Estados Unidos, y un humorista mexicano que llevaba años en Europa. El Primer Encuentro Hispanoamericano de la Cultura tendrí­a un velo de luto continental. Paradoja gris para el peruano que muchos años atrás había escrito: "América / no puedo escribir tu nombre sin morirme. / Aunque aprendí­ de niño, no me salen derechos los renglones; / a cada sílaba tropiezo con cadáveres". ("Las imprecaciones", 1955).”

“El dí­a anterior, Scorza habí­a llamado por teléfono a sus hijos desde Parí­s para confirmarles que el encuentro colombiano era una escala previa a sus intenciones de pasar la Navidad en Lima. "Indaga por viejos amigos, se interesa por los resultados de la reciente justa electoral", reconstruye este diario gracias a los allegados del escritor. Su aliento curtido de exilios no debí­a estar insensible a la llegada de la izquierda a la Alcaldía de Lima.”

“Scorza, el investigador social, el novelista de los dramas del campo, tení­a el pulso anclado a la realidad. Lo había anunciado en tempranos versos consagrados: "Tal vez mañana los poetas pregunten / por que nuestros poemas / eran largas avenidas / por donde vení­a la ardiente calera. / Yo respondo: / por todas partes ol­amos el llanto, / por todas partes nos sitiaba un muro de olas negras" ("Epí­stola de los poetas que vendrán"). Lo había­ dicho luego en la madurez de narrador con "Redoble por Rancas", esa historia de lucha indí­gena contra la opresión de su tiempo. Una novela que causa la liberación de un hombre y la inmortalidad de un pueblo.”

“"Sabía que tení­a apuntes sobre una novela", llega a decir su ex esposa, Lidia Hoyle, entre los respiros que le daba la conmoción. En realidad el accidente hizo póstumas varias obras más -que serían tan apreciadas o criticadas como su creación en vida-. El ambiente literario estaba igual de desolado. "Scorza decía que toda muerte es una irrupcción. Quizá resulte ahora muy claro porque a pesar de una larga y exitosa producción, parecía haber una nueva etapa creadora", dijo a El Comercio el historiador Pablo Macera tras enterarse de la desgracia. El propio presidente Fernando Belaunde se declaró afectado. "La literatura peruana pierde a una gran figura", marcó sobre la desaparición del autor, a quien reconocer­á también como un digno adversario polí­tico. "Tení­a mucho camino por recorrer y la noticia de su muerte me ha conmovido profundamente".”

“Los restos del escritor,recogidos por sus hijos, fueron velados en la Casona de San Marcos. El Comercio anunció que el sepelio se perfilaba abrumador. Ese dí­a, lunes 5 de diciembre, el féretro fue cargado en hombros por miembros del partido polí­tico al que habí­a pertenecido. "Por toda la avenida Abancay fue objeto de aplausos y vivas de sus partidarios", relata este diario. En el cortejo habí­a congresistas, alcaldes, escritores, estudiantes. Habí­a representantes de las instituciones culturales y admiradores comunes. Un lamento unánime.”

Un representante de San Marcos dijo que habí­a sido hijo predilecto de esa casa de estudios. El poeta Washington Delgado rescata su lugar en la mí­tica generación del 50. Un representante del colegio de periodistas dijo que su obra había resucitado la novela indigenista. Una representante de su partido dijo que habí­a sido un político antes que literato. "Scorza fue el cantor épico de los olvidados", apunta el entonces senador Enrique Bernales. "Vivía escribiendo y combatiendo", resumía el poeta César Calvo. Un verso del difunto parecí­a propicio: “Íbamos a morir toda la muerte juntos". Solo el accidente lo empujó adelante.”

Manuel Scorza condenó su pluma al escoger como principio vital de la misma la defensa de la causa indígena en el Perú. Y afirmamos condenó, porque la literatura política indigenista ha sido concebida por el mundo cultural como una literatura marginal. Difícil que el espíritu burgués y cosmopolita de nuestros escritores se fijara con respeto en una literatura que defendía una causa perdida y ajena.




Pero Scorza escribía por compromiso ético. No era el ansia de laureles lo que lo impelía a escribir, lo impulsaba la absoluta seguridad de que su literatura aportaba sustancialmente a la causa del campesinado indígena. El móvil de la literatura de Scorza fue la defensa de la identidad y los derechos de su pueblo. Pero, demostrar que la literatura de Scorza es una literatura políticamente comprometida con la causa de las comunidades indígenas del Perú no aporta nada a la crítica que existe sobre ella, pues este compromiso define su estética y su vida. Lo que sí es importante es mostrar los múltiples mecanismos a través de los cuales Scorza comprometió su literatura y buscó comprometer al lector con la causa indígena.

“En mis cinco libros -expresa el autor- hay una marcha hacia la conciencia, El primero, Redoble por Rancas, es la lucha de un hombre solitario. Garabombo, el invisible es la batalla de un hombre que trabaja ya con la colectividad, pero invisible, no visto. El jinete insomne es un hombre que vive en la derrota, que vive una terrible catástrofe y que al fracasar se repliega al pasado. Busca la memoria. Este es el hombre que no envejece nunca y a través de todas las generaciones está inmóvil, porque recuerda todo. El cantar de Agapito Robles es un libro donde reempieza la danza, la lucha, y todos estos personajes han ido despertando (…), avanzan hacia la conciencia y despiertan en La tumba del relámpago,(…) donde se dan cuenta de que nunca han sido personajes libres porque han sido tejidos por la mano incesante y fatídica de doña Nada, es decir, de la fatalidad”




Vals verde

No viajaremos a extrañas islas
a países de cabellera incandescente.

No partiremos,
no saldremos de la ciudad ululante.

Bajo los árboles vertiginosos del crepúsculo
vestidos de viudos, hemos de vernos.

En las estepas de los gentíos
me verás, te veré, nos veremos.

Y me dirás: “hace frío” en invierno,
y te diré: “hace calor” en verano.

Y alrededor de nosotros
los recuerdos de pico ensangrentado.

Las hélices amarillas del otoño
degollando pájaros inocentes.

Cierta tarde -cualquier tarde-
en una esquina nos desconoceremos.

Y por calles diferentes
a la vejez nos iremos.


Serenata

Íbamos a vivir toda la vida juntos.
Íbamos a morir toda la muerte juntos.
Adiós.
No sé si sabes lo que quiere decir adiós.
Adiós quiere decir ya no mirarse nunca.
Vivir entre otras gentes
Reírse de otras cosas,
Morirse de otras penas.
Adiós es separarse, ¿entiendes?, separarse,
Olvidarlo, como traje inútil, la juventud.
¡Íbamos  a hacer tantas cosas juntos!
Ahora tenemos otras citas.
Estrellas diferentes nos alumbran en noches diferentes.
La lluvia que te moja me deja seco a mí.
Está bien: adiós.
Contra el viento el poeta nada puede.
A la hora en que parten los adioses.
El poeta sólo puede pedirle a las golondrinas
Que vuelen sin cesar sobre tu sueño.


Voy a las batallas sed felices para que yo no muera

América,
aquí te dejo.
Me voy a las batallas.
Luchar es más hermoso que cantar.
Yo te digo,
a pesar del dolor,
a pesar de las patrias derrumbadas,
ama a los gorriones.
Yo sé que es difícil
hallar entre las tumbas un lugar para la risa.
Yo mismo, a veces, caigo,
y el viento
levanta mi cara como una alfombra rota,
pero aun en las celdas,
bajo la lluvia,
yo no perdí la fe.

Amigos,
aunque os golpeen,
jamás perdáis la fe;
aunque vengan días sucios,
jamás perdáis la fe,
aunque yo mismo os ruegue de rodillas,
no me creáis,
amad la vida,
¡guardad rocío
para que las flores
no padezcan las noches canallas que vendrán!

Sed felices, os ruego,
salid de los cuartos sombríos,
sed felices para que yo no muera.
Yo no escribí estos cantos
para dar espuma a las muchachas.
Yo canté porque los dolores
ya no cabían en mi boca:
yo siempre estuve aquí
peleando con mastines de pavorosa nieve;
conozco todas las caras,
he visto a los deudores tratando
de meterse en sus zapatos cada amanecer.
¿Dónde no estuve?
¿En qué pantano no bebí?
¿a qué pozo no rodé?

Ay, a mi alma caían las cáscaras
que amargas cocineras pelaban.
Amigos: en mi corazón jamás reinó silencio,
yo oí todas las voces,
escuché a las sábanas quejarse,
supe cuando las criadas escribían cartas de tristeza,
y cuando no llegó a tiempo el único pie del cojo,
y canté, América, los dolores,
y recliné en ti mi cabeza.
Más ahora digo:
degollad la tristeza,
cantad frente al mar.
Dadme la mano, amigos.
Amo la tierra flaca
que me siguió cojeando a los destierros.
No quise confesarlo antes.
Era difícil,
me ahogaba el esqueleto,
el aire me dolía,
la voz me llagaba
pero ahora te amo.
no soy herrero,
ni jinete, ni sembrador.
Yo sólo sé cantar, pero te amo;
¡también la aurora se construye con canciones!

Amigos,
os encargo reir!
Amad a las muchachas,
cuidad a los jazmines,
preservad al gorrión.
No me busquen amargos en la noche:
yo espero cantando la mañana.

Un gran viento se levanta.
Hay demasiado dolor.
Un gran viento se levanta.
He visto arder extraños ríos.
Un gran viento se levanta,
preparad la hoguera,
preparaos.

Aquí dejo mi poesía
para que los desdichados se laven la cara.
Buscadme cuando amanezca.
Entre la hierba estoy cantando.


Oscar Wilson Osorio desmenuza la literatura scorziana de manera notable. Su profundo análisis nos permite llegar a la raíz misma del intrincado mundo donde los personajes juegan un papel fundamental. Nos permitimos tomar algunos párrafos de su extenso ensayo:
En cada una de las cinco novelas hay un sujeto sobre el que recae principalmente la responsabilidad del compromiso heroico, y que se define, a excepción de la última novela, por su condición sobrenatural: en Redoble por Rancas, Héctor Chacón (el nictálope); en Garabombo el Invisible, Fermín Espinoza (el invisible); en El Jinete Insomne, Raymundo Herrera (el insomne); en El Cantar de Agapito Robles, Agapito Robles (el mutable); en La Tumba del Relámpago, Genaro Ledesma.

Estos héroes se configuran en función de la oposición al poder del gamonalismo. Confrontación que se da en dos  dimensiones: en su accionar y en su caracterización.

Sobre la primera, baste decir que toda la vida de los héroes se configura en función de esta oposición: el héroe casi no hace nada distinto de buscar la destrucción del opresor para dignificar a la comunidad. De ahí que su vida privada es casi imperceptible, y sus conflictos sean los de la comunidad (la primera categoría del héroe de que hablaba Lukacs en su Teoría de la novela).

Es la segunda dimensión de este esquema de oposición la que va a evidenciar con más claridad el soporte ideológico que define la construcción del héroe. El héroe de la primera novela, Héctor Chacón, aparece dotado de una condición maravillosa: la nictalopía. Condición que tiene como propósito único facilitar la acción de Chacón contra el Juez Montenegro (Encarnación máxima del poder gamonalista). Su nictalopía le facilita el desplazamiento en medio de la más espesa oscuridad, lo que le permite organizar la lucha, huir de los heraldos nefastos de Montenegro, etc. En esta novela el héroe es acompañado de otros dos héroes prominentes, que también están investidos de poderes especiales: el Ladrón de Caballos y su conocimiento del lenguaje caballuno; y el Abigeo, de sueños premonitorios. Estos héroes también ponen sus poderes al servicio de la oposición al poder, su función en el texto es ayudar a desarrollar el programa narrativo del héroe:
El doctor Montenegro vivía vigilado por los fusiles de La Benemérita Guardia Civil y la desconfianza de cuatrocientos compadres. ¿Podían vencerlo cinco hombres? Así hablan las lenguas largas. Hablan por hablar. Efectivamente, eran cinco varones contra cuatrocientos armados, pero eran cinco machos especiales.

Para principiar, Héctor Chacón, el Nictálope, veía igual de día que de noche; sus ojos distinguían lo mismo la oscuridad que la claridad. ¿A qué trampas podía arrastrar a la Guardia Civil? El Ladrón de Caballos y el Abigeo taimadamente organizaban una reunión de equinos en Yanahuanca (Redoble por Rancas). 
El héroe de la segunda novela, Fermín Espinoza (Garabombo), también sufre de una enfermedad maravillosa: la invisibilidad. Esta condición especial del héroe no sólo está al servicio de la lucha (Como la de Héctor Chacón), sino que encarna la enfermedad de su pueblo: la cobardía. Garabombo  es invisible para todos aquellos que están del lado de los hacendados, de los opresores, pero es visible para los oprimidos que se rebelan. Garabombo se hace visible  a los opresores cuando reclama, cuando el pueblo se puebla de valor, cuando lucha:
¡Lo veían! La multitud exhaló algo tramado por el alivio, el regocijo y la angustia. ¡Lo veían! Garabombo cumplía su promesa: era visible. ¡Nadie los derrotaría! 'Ni herbolarios ni brujos me curarán. ¡El día que ustedes sean valientes me curaré! ¡El día que comande la caballería comunal!' Una certidumbre más poderosa que los roquedales los irguió» (Garabombo el Invisible).

La invisibilidad de Garabombo es el resultado del silencio, de la cobardía, de la inacción de la comunidad. Y su cura ocurre cuando los comuneros exigen sus derechos. Es decir, sólo el día en que el pueblo indígena se levanta y lucha por sus tierras, sólo el día que se sobrepone a su cobardía y enhiesta corajudo la bandera de sus derechos, sólo el día que recupera su dignidad es escuchado, se hace visible a los ojos de los opresores. Garabombo es pues la metáfora del problema indígena en el Perú: su inexistencia para el gobierno y la sociedad dominante.

Con Raymundo Herrera (el insomne) ocurre lo mismo que con Garabombo, su condición maravillosa no sólo está al servicio de la acción del héroe contra los opresores sino que encarna el problema del indio; pero con Raymundo este efecto simbólico de la enfermedad es más denso y fundamental. Cuando son arrebatadas las tierras de la comunidad en el año de 1705, se detiene el tiempo para Raymundo Herrera (tenía 63 años) y contrae la enfermedad del insomnio, de la que sólo se cura el día que su comunidad se decide a luchar, 257 años después. El jinete insomne es un fantasma extraordinario, cuya razón de ser es increpar a la comunidad, es una sombra que deambula en su caballo incitando a la lucha, organizando a la comunidad, recordándoles su pasada dignidad de pueblo soberano y su presente indignidad de pueblo desposeído. El día que se trazan los planos de la comunidad, se rescatan los títulos de la tierra y el pueblo inicia su lucha contra los terratenientes, Raymundo Herrera recupera el sueño, y muere:

No sólo el antiguo Chapihuaranga se volvió rojo. Los Requis me dicen que el día del entierro de don Raymundo Herrera, las corrientes se tiñeron en las alturas. El suegro de los Guadalupe cuenta que por su rumbo, cerca de la cordillera Culebra, además de teñirse, los ríos se encabritaron. 'Magdaleno, yo no estaba bebido. Te juro que vi al río Culebra arrodillarse. Se prosternó e intentó regresar a su nacimiento. ¿Ves como corre ahora para acá? Pues durante tres días quiso correr hacia allá, hacia el cerro Wayracóndor» (El Jinete Insomne).

El jinete insomne nace de la usurpación y muere en la recuperación: la vida del jinete es igual a la vida de la comunidad desposeída, él es la memoria del abuso. Su enfermedad es la enfermedad de la raza incaica: su expulsión de la historia. El pueblo indígena desposeído es un pueblo sin historia, «[los indios] fueron expulsados de ella por la fuerza de las armas». La muerte de Raymundo Herrera es el reencuentro de la comunidad con la historia.

Al contrario de los héroes de las tres novelas anteriores, el héroe de la cuarta novela, Agapito Robles (el mutable) no sufre de una enfermedad maravillosa. El poder de transmutarse es una invención de una bruja de la comunidad:

Agapito palideció. Las autoridades políticas de Yanahuanca, incapaces de capturar al personero, habían acabado por admitir lo que divulgaba Victoria de Racre: que Agapito Robles había recibido autorización para convertirse en puma.

Un delator había revelado al juez que, acabando una sesión, para demostrar su poderío, Agapito Robles se había convertido en puma» (El Cantar de Agapito Robles).

Agapito Robles no se va a curar el día de la reivindicación de la comunidad, el día que tomen posesión de la tierra; su condición especial, su poder de transmutarse en puma, es una invención, una estrategia de lucha. Nos enfrentamos entonces a un héroe distinto del héroe mítico de las tres novelas anteriores. En El Cantar de Agapito Robles, el héroe desciende del plano mítico a la leyenda. Pero esta  inventada condición especial, al igual que las enfermedades maravillosas de los otros héroes, tiene su razón de ser en la oposición al poder: es este atributo de la transmutabilidad el que le permite a Agapito escurrirse por todos los rincones y organizar la lucha contra los terratenientes. Es decir, cambia la caracterización del héroe pero se mantiene el mismo funcionamiento textual. Y, Junto con este cambio en la caracterización del héroe, aparece un cambio en la percepción del problema del indio: Agapito Robles no reclama las tierras, no busca que las autoridades le restituyan sus derechos, su decisión es tomar por la fuerza las tierras usurpadas. Agapito no encarna la situación de la raza indígena, sino la voluntad y la acción de la dignificación, ya no representa el silencio sino el grito, no la cobardía sino la valentía, no la sumisión sino la lucha. Ya no reclama como los héroes precedentes, recupera;  ya no pide justicia, la impone:

Doscientos cincuenta y siete años Yanacocha había reclamado, suplicado, gestionado, esperado, conminado que se le hiciera justicia. Alto de claridad, Agapito comprendió: ¡Yanacocha se había equivocado! El título por el que se inmolaron tantas generaciones, era sólo papel apagado. Despidiéndose, el Título hablaba por última vez: toda reclamación es insensata. Yanacocha sólo recuperaría su país por la fuerza. El día atravesó su corazón. Y Agapito decidió que Yanacocha no imploraría nunca más» (El Cantar de Agapito Robles).

Hay pues un cambio en la condición del héroe y un cambio en su concepción del problema de la comunidad. Ya no se trata de que los vean sino de que sientan el poder de la comunidad erguida.
El héroe de Tumba del Relámpago es un héroe distinto de los cuatro héroes anteriores: no pertenece a la comunidad, ni sufre ninguna enfermedad maravillosa. Sin embargo, tiene el poder de organizar a todas las comunidades para la protesta. Ya no se trata de una comunidad reclamando unas cuantas hectáreas de tierra, se trata de las comunidades indígenas unidas para recuperar la tierra usurpada; estas comunidades tienen cada una su propio héroe, y todos ellos esperan las órdenes de Genaro Ledesma.


                                      


Ledesma es un abogado de pueblo que sigue con fervor las ideas del socialismo americanista de Mariátegui, lector apasionado de César Vallejo y amigo de Manuel Scorza (el escritor peruano). Para él es claro que el problema del indio es el problema de la tenencia de la tierra, es el gamonalismo el que tiene condenadas a las comunidades indígenas. Siguiendo las ideas de Mariátegui, Ledesma concluye que mientras se mantenga el esquema socioeconómico del latifundio (además enfeudado a capitales extranjeros), las comunidades indígenas nunca obtendrán justicia. Por eso acepta dirigir a las comunidades, pero se da cuenta de que éstas no están preparadas para una lucha armada, de que el problema del indio es un problema nacional e internacional, y de que se necesita el concurso de toda la sociedad peruana para enfrentarlo: si el problema del indio es el latifundio, y el Perú mantiene una economía agraria feudal manipulada por intereses extranjeros, no es una mal equipada comunidad indígena enfrentada a todas las fuerzas del estado la que lo va a resolver. Al final Ledesma entiende que el único resultado posible es el fracaso y una masacre campesina más:


—De todas maneras nos van a matar. ¡Debemos morir matando! —insistió Roque.

—No se trata ni de matar ni de morir. Se trata de vivir para tomar el poder.

—¡Genaro...!

—¡Dije que no, carajo! Antes de enviar gente a la muerte, con uniforme o sin uniforme, prefiero que me fusilen. ¡Prefiero morir inocente y no vivir culpable! (La Tumba del Relámpago).

Si hacemos un análisis más profundo de cada uno de estos cinco héroes  encontraremos en sus funcionamientos textuales la clave ideológica que rige la construcción de mundo en la novelística de Scorza. Ya hemos dicho que el héroe, tanto por su configuración como por su recorrido narrativo, se define en su oposición al poder terrateniente. Ahora bien,  los héroes de las primeras tres novelas sufren enfermedades maravillosas que encarnan la cobardía, el despojo y la vergüenza de la raza incaica; los héroes principales de las otras dos novelas se construyen de manera distinta: la transmutabilidad de Agapito Robles es un invento, no tiene un carácter de verdad, y Genaro Ledesma no está investido de ningún poder maravilloso. Vemos entonces cómo los tres primeros héroes se configuran en el mito, el cuarto en la leyenda y el último en el plano histórico. Otra característica común es que el héroe siempre fracasa en su empeño y este fracaso se resuelve siempre en una masacre de la comunidad a manos de las fuerzas al servicio del poder terrateniente: hay pues un mismo esquema rigiendo la construcción y el accionar del héroe:


Indudablemente estamos asistiendo a un abandono paulatino del mundo mítico para entrar en el mundo histórico. Es decir, aparte del recorrido narrativo del héroe particular de cada una de las novelas, tenemos otro recorrido narrativo: el del héroe como construcción textual de toda la pentalogía, que desciende del mundo mítico al mundo histórico. Y es en este segundo recorrido narrativo o supra-recorrido donde está la clave ideológica del texto. El desasimiento del mundo mítico y aferramiento al mundo histórico encarnan un cambio de perspectiva en el entendimiento del problema del indígena: de entender éste como un problema cultural (al estilo del indigenismo tradicional) a entenderlo como un problema fundamentalmente socioeconómico, fundamentado en el régimen de distribución y explotación de la tierra. Este es el llamado neoindigenismo de Manuel Scorza (aunque él no aceptara esta denominación). Pero bien, la acción heroica, tanto del héroe mítico como del héroe histórico, termina en el fracaso y en una masacre más de indígenas. ¿Acaso la lucha comunera está condenada al fracaso, no importa la perspectiva ideológica desde la que se conciba? La acción heroica claramente nos dice que sí.

Nicolás Brando, por su parte,  analiza al escritor  desde la perspectiva indigenista: Antes de comentar el “indigenismo” en Redoble por Rancas, me parece apropiado dejar claro qué pensaba Manuel Scorza de la literatura indigenista y cómo veía a su obra en comparación con este subgénero literario. Él estaba en contra de que su literatura fuese categorizada como indigenista. Veía ese término como una manera racista de abordar el tema y precisamente lo que él quería era abolir esa división arbitraria entre el blanco y el indígena. No estaba de acuerdo con que se le afiliara a ese movimiento porque la literatura indigenista mostraba una imagen peyorativa del indígena: lo retrataba como a un ser inferior, sin raciocinio, sin sueños, sin fuerza y sin personalidad. Y lo que buscaba Scorza en sus obras era absolutamente lo contrario: crear una imagen realista del indio; alejarse de esa visión sesgada del indígena como un animal que debía ser domesticado y mostrarlo como el ser humano que era verdaderamente, con todas sus facultades y sus defectos. Dar a conocer a un indio que ya no era silencioso y domable; que ya no era mentalmente inferior a ninguna otra raza; que tenía sus derechos y sus deberes por ser parte de una sociedad y que estaba dispuesto a luchar hasta la muerte por que se cumplieran esos derechos.


                                                

Scorza se dio cuenta de que mostrando a un indio débil, sin opinión y sin fuerzas era una manera equivocada de tratar el tema. Creando indígenas ficticios, que se acomodaran a la antigua forma de percibirlos, generaría a su vez soluciones ficticias. Y el indio no era en realidad ese pobre e indefenso animalito que retrataba la literatura indigenista: el indio era un ser humano como cualquier otro y la única manera de conseguir soluciones reales al problema del indio era retratándolo como era verdaderamente. Quería hacer un retrato de los problemas que aquejaban al indio de la realidad. No quería que se apiadaran de él por ser inferior; sin posibilidades de pensar en nada ni de luchar por nada, ya que ese no era el verdadero indio; lo que buscaba era concientizar al mundo entero de que existían seres humanos iguales al resto, con mente y sentimientos, que estaban sufriendo las injusticias cometidas por un pueblo más poderoso. Su meta era denunciar el mal manejo del poder y de la fuerza por parte del capitalismo yankee y su influencia en las clases altas del tercer mundo, buscando devolverles sus derechos a los pueblos oprimidos. No necesariamente indígenas; era una crítica contra toda imposición capitalista sobre pueblos más débiles.
Pero Scorza no sólo cambió la antigua visión del “indigenismo”: además de abordar el tema del indio desde una perspectiva diferente, aprovechó las nuevas estructuras narrativas para cambiar no sólo el contenido, sino también la forma. En Redoble por Rancas se puede ver claramente la influencia que tuvo el realismo mágico en Scorza. El uso de la magia de Carpentier y la estructura del Macondo de García Márquez debieron ser fundamentales para el desarrollo de su obra. Intenta mostrar más que la simple existencia física del indio; retrata a su vez la importancia que tienen los mitos, las tradiciones y la magia en la vida del indígena. La obra entera está plagada de esa aura mítica. El Ladrón de Caballos que se entera del futuro por medio de los animales; Abigeo que ve el destino en los sueños; Héctor, el Nictálope, quien puede ver lo mismo en la noche que en el día; y todas las tradiciones típicas quechuas para conocer el futuro: la hoja de coca, los granos de maíz y, en general, la lectura de todos los sucesos de la naturaleza en busca de respuestas.
El indio de Scorza tiene una mente que no sólo funciona racionalmente, sino también con un fuerte sentido religioso. Ellos creen en fuerzas superiores al ser humano; mitifican y divinizan todo lo que sucede. Las desgracias que caen sobre los ciudadanos de los pueblos afectados en la obra no son, para muchos, actos humanos, sino poderes superiores contra los cuales no hay posibilidad de lucha. Y no es que atribuyan sus desgracias sólo a la ira del Dios padre, sino además divinizan a los seres humanos, los convierten en una especie de dioses omnipotentes contra los cuales no pueden pelear. El doctor juez Montenegro es uno de esos ejemplos de mitificación del hombre: para los campesinos de la novela, el “traje negro” es más que un hombre: es un ser superior que tiene el poder absoluto sobre sus vidas y sobre sus destinos; él los maneja a su gusto y todo lo que él diga, haga o deje de decir y hacer es visto como una orden sobrenatural que no puede ser refutada. En toda la obra se puede vislumbrar fácilmente esta omnipotencia del juez. Desde el primer capítulo en el que el “traje negro” deja caer una moneda, la cual nadie se atreva a tocar por ser del doctor, hasta la carrera de caballos o la rifa de las ovejas australianas. Él es intocable para los campesinos y no sólo por el gran poder que le ha dado el gobierno, sino por la mitificación que ha hecho el pueblo de él.
El otro caso de mitificación importante que se ve en la obra de Scorza es el Cerco: representante de la invasión yankee en las tierras peruanas. Este alambrado, el cual encierra las tierras invadidas por la “Cerro de Pasco Corporation” es mucho más que simples palos y alambres que separan la tierra libre de la tierra usurpada: para la comunidad, el Cerco tiene vida. Nació y crece y come y crece y crece sin parar. No son humanos los que le han quitado la tierra a los indígenas, no son personas comunes y corrientes quienes poco a poco invaden las tierras de la comunidad: es el Cerco. Esta especie de gusano gigante es quien se va tragando las tierras, los montes, las lagunas y los pueblos. Es una creación extraña de la naturaleza que no tiene fin. Come todo lo que se encuentra a su paso y crece sin posibilidad de que deje de hacerlo jamás. Es omnipotente; lo cuidan centinelas que no permiten que se le haga daño para que pueda seguir tragándose el mundo entero sin obstáculo que logre detenerlo.


El indigenismo tratado en Redoble por Rancas es básicamente la unión de la triste realidad que tiene que sufrir la comunidad indígena en Perú, unida al mundo mágico y místico que llevan estos quechuas en su cultura y en sus tradiciones. Scorza busca mostrar a una comunidad indígena fuerte, con ideales, con sentimientos y con pasado, la cual no se merece el suplicio por el cual le hace pasar el gobierno peruano y el imperialismo capitalista yankee. Busca concientizar al mundo de que existen personas de carne y hueso que tienen los mismos derechos de cualquier otro; que están siendo reprimidas y maltratadas por el poder y la ambición de los más fuertes y por el olvido en el que las ha dejado una sociedad que ya no se preocupa por ellas.

Amalia Iniesta Cámera reafirma esta posición y advierte que el problema fundamental del Perú es el indio y su relación con la tierra. “El pecado original de la actual sociedad peruana es haberse formado sin el indio y contra el indio. Por ello, la nueva generación a la que pertenece y a la  que  dirige sus escritos se ha propuesto el debate de los tópicos del nacionalismo para bosquejar luego un programa de estudios sociales y económicos.”

La huella que deja Manuel Scorza tiene al presente enorme vigencia a partir de una renovada consideración de la realidad de los pueblos originarios. Latinoamérica es un continente con profundas contradicciones y diferencias que  lucha contra un sistema de exclusión y privilegios garantizados. Sería tema de mayor amplitud buscar las razones que desmerecen la integralidad y la reclasificación de los modelos sociales que están en juego en una América descarnada y maltratada. Las comunidades, a pesar del desamparo, continúan transitando por un camino de cornisa, casi al límite del precipicio, tratando de encontrar esas huellas que le son naturales pero que están obturadas por políticas discriminatorias de carácter feudal.
Manuel Scorza sigue vivo, al menos, para los verdaderos dueños de la tierra.   


MANUEL SCORZA TORRES


Manuel Scorza nació el 9 de septiembre de 1928 en Lima. Estudió en el Colegio Militar Leoncio Prado y en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde  comenzó una etapa de febril actividad política que le obligó a partir hacia el exilio,  tras el golpe de estado del general Odría y la implantación de la dictadura. Se estableció en París donde fue lector de español en la Escuela Normal Superior de Saint-Cloud.

Su primer poemario, Las imprecaciones, fue publicado en 1955. Tras la caída de la dictadura pudo volver a Perú.

Se dedicó a intentar que la literatura llegara al pueblo a través del Primer Festival del Libro en el que se hizo con una selección de autores clásicos americanos. Se trataba de editar a bajo precio

Su primera novela, Redoble por Rancas (1970), forma parte de un ciclo denominado "La balada", "las Cantatas" o "La guerra silenciosa", donde, desde una óptica eminentemente poética que fusiona mitos ancestrales e historia. Las demás novelas que componen este ciclo, Historia de Garabombo el Invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979), continúan uniendo el realismo social a la fantasía poética.

En 1968 tuvo que abandonar de nuevo el país a raíz de su implicación en las luchas indigenistas campesinas.

En 1983 apareció  la que se convertiría en su última novela, La danza inmóvil.

Murió trágicamente el 28 de noviembre al estrellarse el avión en que viajaba en las inmediaciones de Madrid.


BIBLIOGRAFÍA

Las Imprecaciones (1955)
Los adioses (1959)
Desengaños del mago (1961)
Réquiem para un gentil hombre (1962)
Poesía amorosa (1963)
El vals de los reptiles (1970)
Poesía incompleta (1970)
Ciclo de novelas "La Guerra Silenciosa":
Redoble por Rancas (1970)
Historia de Garabombo el Invisible (1972)
El jinete insomne (1977)
Cantar de Agapito Robles (1977)
La tumba del relámpago (1979)
La danza inmóvil (1983)

PREMIOS:

Juegos Florales de la Universidad Nacional de México
Premio Nacional de Poesía Peruana (1956)
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